Amor es el propósito. Nayib Said Narváez Isaza

Amor es el propósito - Nayib Said Narváez Isaza


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buen niño y amar a mis abuelitos. ¡Ellos no te aman! ¡¡¡CLARO QUE SÍ ME AMAN!!!, gritaba. ¿Seguro? ¿Por qué te dejan solo?

      ¿Por qué se duermen primero que tú? Date cuenta de que no te quieren o ¿sí? Los días empezaban a tornarse más tensos. Esas conversaciones en mi cabeza no paraban, no entendía de verdad nada, no sabía qué hacer solo era buscar a Mimi y a mi abuelito Nayo para que me tranquilizaran.

      Amigo, amiga, ¿alguna vez te has sentido así? ¿Has luchado con pensamientos en tu mente? O ¿alguna vez has tenido estas conversaciones en la mañana o durante el transcurso del día? Todo esto, de verdad, intentaba que me alejara del propósito que en realidad quería: ser un muchacho feliz, disfrutando con mi familia, con mis amigos, sin preocuparme de nada. Dios quiere eso para nosotros. Él quiere que estamos tranquilos en su presencia, así como yo me encontraba con mis abuelos mientras ellos estaban despiertos. Dios no duerme. Acordarme de mis abuelos es encontrar seguridad siempre en ellos; es encontrar ese amor transparente. Gracias, abuelos, porque ustedes demostraron hacía mí un amor sincero, un amor precioso, me demostraron lo que es una pareja, me demostraron lo que es la amistad entre ustedes. Mis abuelos son un ejemplo a seguir para los miembros de la familia. Me siento muy privilegiado de haber compartido tanto con mis abuelos, porque aprendí mucho de ellos y, de verdad, no me cabe la menor duda de que el día que tenga nietos, tengo que contarles las historias de los grandes abuelos que tuve, y todo lo que pasaba durante la cocina con Mimi y Maritza; son únicas, en serio.

       ¡Gracias, amor de los abuelos!

       Capítulo 2

       «Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos. Háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes».

      (Deuteronomio 6:6-7)

      Cuando nos pasamos a vivir al nuevo apartamento que mi papá, había comprado con el dinero que había ganado (año 1999), él quería hacerle realidad el sueño a mi mamá, que era comprar todo nuevo, y así fue. También empezamos, entre los tres, a darnos unas vacaciones a los Estados Unidos a disfrutar de los parques de Disney; era un plan bastante familiar, parecía la familia perfecta, a pesar de que mi papá le tenía un poco de miedo a esas atracciones mecánicas y, en cambio, mi mamá era adicta a la adrenalina; por mi parte, pude ingresar a lo que era permitido según mi estatura y edad. Era muy niño para recordar exactamente todo, pero las fotos ese viaje son fabulosas que me hacen rememorar gratamente. De estas cosas, algo que sí es cierto, y que actualmente me encanta, son los dulces aprovecho comer bastante dulce, especialmente los domingos que es el día de descanso para mí y no suelo hacer ejercicio—, y mi mamá me decía que yo quería que me compraran todos los dulces y comerlos el mismo día; ella, por su lado, tenía que esconderlos; me ponía muy intenso, pero ella me los daba en la medida correcta, porque todo en exceso es malo.

      Luego, cuando regresamos de los Estados Unidos, mi papá dijo que quería ir a San Andrés —en el Caribe colombiano—, pero que, por cosas laborales, no iba a poder. Él, entonces, propuso que fuéramos con mi Tía Nadime —su hermana— y su esposo Vicente: ellos andaban de vacaciones en Colombia y se pudo planear el viaje. A esa edad no podía entender con claridad que algo raro estuviera pasando, teniendo en cuenta la ausencia de mi padre; aun así, disfruté esta nueva salida. Al llegar de San Andrés, nuevamente me daba vueltas en la cabeza llamar a la cigüeña; no se me había olvidado que necesitaba pedirle un hermanito porque no tenía con quién jugar, o que, en el colegio, mis compañeros de clases manifestaban su alegría con sus hermanos; por ello, empecé mi plan para no dejar tranquilo a mis papás hasta que se comunicaran con la cigüeña.

      Siempre que le hablaba a mi mamá sobre el tema, mi mamá me respondía, cada vez más fuerte: «Hijo, no creo que la cigüeña pueda traer a un nuevo miembro porque la situación está complicada, y la cigüeña está enredada». Yo no entendía qué trataba de decir mi mamá, pero a mí no me importaba. Mi madre ciertas veces lloraba, sin que yo supiera, a ciencia cierta, qué sucedía. De repente, en las noches, ya empezaban a escucharse gritos, peleas, discusiones un poco fuertes, mientras que yo estaba en mi cuarto encerrado viendo la televisión en mi mundo de fantasía, hasta que una vez empecé a sentir algo que no deberían experimentar los niños: preocupación por tantos gritos que me hacían correr desde mi cuarto hacia donde escuchaba los ruidos: la sala cerca del comedor, generalmente. Una de las escenas que no se me olvida ha sido cuando vi a mi mamá y a mi papá gritándose: podría repetir toda la conversación exacta porque los gritos y la preocupación o el susto no me dejaban concentrar porque yo sólo quería que se detuvieran para poder jugar tranquilo. Pero ese cuadro no se me olvida, mi madre le lanzaba a mi papá lo que encontraba a la mano; mi papá, por su lado, le gritaba que estaba loca, que eso era mentira, y mi mamá le decía que se fuera de la casa, que ya no iba a aguantar lo que él había permitido: que se metieran en su familia, en meter la envidia y el odio externo en una familia de amor, que no lo iba a perdonar porque la había humillado. ¿A qué se refería mi mamá con todo eso? No entendía y simplemente salí corriendo a defender a mi papá y a abrazarlo. En un momento le grité a mi mamá: «¡MAMÁ, MAMÁ!, paren, paren, mi papá es bueno. Mami, mi papá es bueno». Mi madre al escuchar mi voz de un niño asustado entre lágrimas, más lloraba. Su fuerte llanto de ese momento todavía hace que me dé escalofríos, de solo recordar esa fuerte escena. Esa misma noche, mi papá se fue de la casa. «Ay, hijo, algún día entenderás. Algún día entenderás estas lágrimas de sangre de tu madre», me dijo mi mamá. ¿Lágrimas de sangre? «Mami, pero si las lágrimas son agua; yo no veo que estés sangrando». Ella, cuanto más le decía eso, desde mi inocencia, más lloraba. Su llanto ya no era de rabia, sino de una tristeza enorme. Ella me abrazaba y me aseguraba que todo iba a estar bien.

      Los días siguieron pasando y cada vez en las noches, sin que mi papá estuviera, se escuchaba a mi mamá discutiendo al parecer sola, pero gritaba al teléfono y colgaba. El teléfono no paraba de sonar y mi mamá lo desconectaba. Luego la veía llorando, sin saber la razón de su tristeza, yo le preguntaba qué había pasado o por qué estaba triste. Ella lloraba y guardaba silencio. Yo le decía que ella no estaba llorando sangre, mientras le quitaba las lágrimas con mis manos. Ella me decía que no pasaba nada y que algún día entendería qué ocurría. Como estaba muy pequeño, sólo pensaba en mi mundo de juegos, no me preocupaba mucho aunque, poco a poco, las noches me empezaban a dar algo de miedo porque en cualquier momento mi mamá podría empezar a gritar o habría enfrentamientos entre ellos.

      Luego, un tiempo después, todo cesó. Todas las peleas, todos los gritos se habían detenido y empecé a ver un poco más de felicidad. Una noticia de mucha alegría llegó a la casa: ¡La cigüeña venía a traerme un hermanito! ¿No les parece fabuloso? Venía de muy lejos a traerme lo que le había pedido; es decir, mi mamá me hizo caso: se tomó el trabajo de llamar a la cigüeña y, bueno, había que esperar nueve meses para recibirlo. «¿Nueve meses, mamá?» —eran muchos días para mí—. «Mamá, ¿pero por qué la cigüeña se demora tanto? Dile que traiga eso rápido, ¡ella puede volar! La cigüeña es rápida, ¿no? Ella no se demorará trayéndolo». «Hijo, lo que pasa es que ella tiene que comprarle la ropa, tiene que hacer muchas cosas para así poder traerlo hacia nosotros». De verdad que me encontraba muy emocionado porque, a pesar de que eran muchos días, ya venía en camino mi hermanito y lo iba a esperar feliz. A partir de ahí, las visitas de las amigas de mi mamá y de familiares no se detenía. La casa siempre estaba llena recibiendo personas y todos estábamos muy felices con esa gran noticia. Al pasar un par de meses, ya le empezaba a salir una panza. Cuando le tocaba la panza, le decía: «¡Estás gorda!». Ella se reía y me decía que estaba comiendo mucho. Yo le acariciaba la panza y le hacía muecas en su barriga, pero no sabía que ahí dentro estaba el regalo más preciado que Dios nos puede dar (Salmos 127:3).

      Mi


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