Gramática pura. Juan Fernando Hincapié
bien mi nombre adolece de la última sílaba que me adjudicó esa noche, a partir de ese punto lo recuerdo llamándome así—. Dame un beso, Emiliana.
Suspiré pesadamente. Abrí la puerta.
—Por favor —dijimos al mismo tiempo, aunque con matices distintos. Puede que mi «por favor» tuviera signos de admiración, el suyo puntos suspensivos.
Intentó decir algo. Me bajé y aventé la puerta. Caminé con firmeza hasta la casa, abrí la puerta sin darme la vuelta. Todos dormían. No prendí la luz y espié por la ventana. Al cabo de un par de minutos, mi amigo Faustino hizo rugir el motor de la troka y arrancó. Era la segunda vez que yo violaba mi toque de queda.
Al otro día no se presentó a Historia Estadounidense, pero hallé una carta en mi locker hacia el final del día. Kirsten me miraba raro. Ese día almorzamos juntas, con un Agustín al que prácticamente no se le escuchó la voz. Más allá de eso, los eventos del día se desencadenaron de manera normal; y cuando una tiene días normales, eso quiere decir que ya se acostumbró a un sitio. La misiva tenía problemas en los rubros de puntuación, ortografía y acentos gráficos. Sé que la conservé por algún tiempo, pero ahora no la puedo encontrar. Me ofrecía disculpas y me solicitaba que siguiéramos siendo amigos. Sonreí al leerla, pero no dije nada cuando nos topamos el día siguiente. Él se acercó con gesto de perro regañado (hombres), evitando el contacto visual.
—Emiliana.
—¿Qué hay, Tino? ¿Qué ha hecho?
Con ese saludo bogotano todo volvió a la normalidad.
Decía atrás que estábamos, cuando la eliminación futbolera, sobre el final del año escolar. Si yo me devolví a Colombia en julio, quiere decir que en mayo ya lo tenía claro: fuera cual fuere el problema en el que me inmiscuyera todo tendría solución con mi retorno a Colombia. Es más, no comprendo la causa para otorgarles importancia a hechos y personas que en su momento no lo fueron tanto, si bien en los primeros días en Bogotá era todo de lo que podía hablar. A veces siento que mi estancia en los Estados Unidos fue un prolongado periodo bajo el efecto de la anestesia. Aun así, tengo plena claridad sobre los eventos del calendario escolar, que son los mismos de cualquier calendario escolar norteamericano. Cuando llegó el baile de graduación, poco después de mi aventura con Faustino en Denny’s, yo ya estaba entremetida en un escarceo no demasiado efusivo con Brian, un muchacho de la iglesia a la que íbamos con mi familia anfitriona.
En nuestro grupo de Sunday School, fuera de todas las tonterías que se hablaban, a veces nos levantábamos del puesto y nos tomábamos de la mano y le cantábamos al Señor. Yo ya estaba en un punto en el que sólo iba a la iglesia por complacer a Wayne y Sharon, me levantaba temprano y ponía atención en mi arreglo personal, pero todo lo hacía como una autómata. Por ello en el momento de cantar ofrecía ambas manos sin ningún empacho, sin fijarme siquiera quién podía ser el destinatario. Pues bien, algún domingo mi vecino de la izquierda apretó más de la cuenta, a tal punto que me obligó a mirarlo. Era Brian Limones (ese era su curioso apellido), un joven de raza blanca, si bien creo que con antecedente mexicano, alto y desgarbado, que vestía pantalones de dril inusualmente apretados o inusualmente anchos, camisas a cuadros y zapatos tenis que a simple vista parecían un par de tallas más grandes. Adicional a eso, arrastraba algún problemilla de acné, pero estaba correctamente afeitado y lucía un corte de pelo que yo calificaría como un clásico de la milicia. Total, que cuando me apretó la mano le busqué la mirada pero Brian no fue capaz de sostenerla y se puso colorado y seguramente entonces yo haya notado que el pobre estaba matado con la colombiana.
Una tarde de esa semana, mientras hacía mis deberes y charlaba con Sharon, sonó el teléfono. Sharon atendió y yo me concentré en unos ejercicios de cálculo diferencial. Cuando me pasó el auricular quedé sorprendida.
—It,s Brian —dijo mi madre estadounidense sin poder ocultar una sonrisa.
—Who?
—Brian Limones, sweetie.
Hablamos por un par de minutos. El pobre estaba tan nervioso que el hispanohablante parecía él y no yo. Costaba entenderle. No tarde en concluir que Limones era uno de esos hijos únicos, masturbadores crónicos y buenos hasta la exageración, que no se han despegado en toda su vida de las faldas maternas, y que hacen del asunto de cortejar a una intachable señorita materia de seguridad nacional, su madre actuando como canciller. No sería descabellado establecer una conexión entre Faustino y él, con el Río Bravo de por medio. Aunque Faustino era Faustino y Brian era Brian.
Me recogió al rato en el automóvil familiar. Más aplomado, me saludó y me condujo a uno de esos sitios en los que hay una buena cantidad de salas de cine. Vimos una peli sobre un profesor, no sé por qué no lo olvido, un profesor de música al que sus alumnos quieren mucho y que tiene la desgracia, ya casi hacia el final de la cinta, de que su primogénito nace sordo. Estuvo buena, me gustó, y recuerdo que eso fue lo único que Brian me preguntó cuando salimos, si me había gustado, y yo dije sí, gracias, y nos subimos al carro y me condujo de nuevo a casa y allí me dijo Goodbye, Emily.
Siguió llamando casi todos los dias. Íbamos a cenar, repetíamos cine, una vez se permitió llevarme donde unos amigos suyos, supongo que compañeros de estudios. Al ingresar a la residencia, en un gesto totalmente contrario a su persona, veinte gatos modosamente sentados hablando y escuchando música, declaró festivo:
—I brought my Colombian friend!
Todos contemplaron la belleza de la mujer latina a la par que yo me sentaba en el descansabrazos de un sofá. La actividad para el día era una carrera de observación. El grupo fue dividido en subgrupos, yo quedé alejada de Limones y, junto con mis nuevos compañeros, nos subimos a un carro y recorrimos la ciudad en busca de las pistas. Fue una tarde bastante extraña. Un gringo rollizo y con frenillos me habló una vez, pero no le entendí; una chica de shorts y pecas me preguntó algo y perdió el interés cuando comencé a responderle; un joven de padres hondureños me compró una malteada de vainilla. Hacia el final del día Brian me condujo de nuevo a mi casa y preguntó si me había divertido.
Con Faustino, posterior a la noche en Denny’s, seguimos siendo amigos, desde luego, nos veíamos a diario, mas, de pura vergüenza, me figuro, no fue capaz de invitarme al baile de graduación de nuestro colegio, que habría sido lo lógico, cosa que sí hizo Brian por conducto de su madre, quien se comunicó con Sharon, que aceptó por mí y me llevó en las pesquisas de vestido y demás.
No, con Faustino no tocamos el tema, ni siquiera cuando en Historia Estadounidense todo era excitación. Míster Jackson no había preparado la lección y les preguntaba a todos con quién iban a ir. La gente contestaba, eludía, se ponía colorada o efusiva. El pobre Faustino se evadió antes de que el moreno le preguntara si me iba a llevar a mí.
Moreno, morocho, todos tontos eufemismos de la palabra negro, que no entiendo por qué razón evitamos. Bueno, sí entiendo y por eso mismo reconozco la estupidez de hacerlo. Se trata de Colombia, de nuestro español asustadizo y acomplejado. No es más que eso.
Mi vestido no era moreno ni morocho, era negro. Era de terciopelo, con un escote recatado y adornos en los hombros. Se me ceñía al cuerpo y terminaba unos centímetros arriba de las rodillas. Para la ocasión lucí el pelo suelto, medias veladas oscuras y tacones altos. A juicio de Sharon y Wayne, siempre tan amables, lucía hermosa.
En fin: Limones, en esmoquin, vino hasta mi casa, me entregó mi buqué y todos posamos con todos. Se veía igual, pero con esmoquin. De pronto se había hecho algo en el pelo, pues toda la noche dio la impresión de estar húmedo. Algo cicatero de su parte, me llevó a cenar al Red Lobster, y más o menos hacia las nueve de la noche hicimos nuestra entrada al salón que el colegio había alquilado para la ocasión. Antes de sentarnos nos tomaron la fotografía oficial, que por mucho tiempo conservé en una caja originalmente de zapatos en un rincón de mi guardarropa.
Nos sentamos en nuestro lugar asignado, al lado de una simpática pareja ni morocha ni morena: negra, con la cual Brian se trenzó en un intercambio de afabilidades. Yo sonreía y no decía nada. Me costó reconocerla, pero la chica era una de mis compañeras de Historia Estadounidense,