La reina de los caribes. Emilio Salgari

La reina de los caribes - Emilio Salgari


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arrancó la cornisa superior del entredós. Simultáneamente algunos golpes de hacha bien dirigidos partían una tabla de la puerta. Cuatro o cinco arcabuces y algunas espadas aparecieron por la abertura.

      —¡Tengan cuidado! —gritó Carmaux a sus compañeros.

      —¿Entran ya? —preguntó Wan Stiller, que había empuñado su arcabuz por el cañón, a fin de usarlo como maza.

      —¡Aún hay tiempo! —repuso Carmaux—. Si la puerta ya no resiste, todavía queda el entredós, y tan macizo mueble les ha de dar mucho que hacer.

      —¡Lástima que no tengamos la bomba! —dijo Moko.

      —Habría sido demasiado peligrosa, compadre Saco de carbón. Habríamos volado nosotros también.

      En aquel momento gritó una voz:

      —¿Se rinden? ¿Sí, o no?

      —¿Quién eres? —preguntó Carmaux con flema irritante.

      —¡Muerte del infierno! ¿Acabarán?

      —Aún no hemos empezado.

      —La puerta ha cedido.

      —No lo creo.

      —¡Desfondaremos este mueble que nos impide el paso! —gritó el español.

      —Hazlo, estimado guerrero. Pero debo advertirte que detrás del entredós hay mesas, y detrás de las mesas arcabuces y hombres decididos a todo. Ahora, entren si lo desean.

      —¡Los ahorcaremos a todos!

      —¿Has traído la cuerda?

      —¡Tenemos las correas de nuestras espadas, canallas! ¡Compañeros! ¡Fuego sobre estos bergantes!

      Cuatro o cinco disparos retumbaron; las balas se incrustaron en el entredós, sin lograr perforarlo.

      —¡Qué clamoroso concierto! —dijo Wan Stiller—. ¿No podríamos nosotros entonar algún trozo parecido?

      —Son libres —repuso Carmaux.

      —Entonces, trataremos de hacer algo.

      Wan Stiller, guareciéndose con el entredós, alcanzó el ángulo opuesto en el momento en que los españoles, creyendo asustar a sus adversarios, hacían una nueva y nutrida descarga.

      —¡Ya estoy! —dijo—. A uno lo mando al otro mundo.

      Un soldado había pasado a través del boquete su espadón, tratando de hacer saltar una tabla del entredós. Seguro de no ser importunado por los sitiados, no se había cuidado de guarecerse tras la puerta. Wan Stiller, que le había visto, alargó rápidamente el arcabuz y disparó sobre él.

      El español, herido en pleno pecho, dejó caer el espadón, extendió los brazos y cayó sobre los compañeros que estaban detrás: la bala le había atravesado el corazón. Los sitiadores, espantados por lo imprevisto del disparo, retrocedieron, aullando de furor. En el mismo momento se oyó en lontananza tronar siniestramente el cañón.

      Carmaux lanzó un grito:

      —¡Es uno de los cañones del Rayo!

      —¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, palideciendo—. ¿Qué sucede a bordo de nuestro barco?

      —¿Será una señal? —preguntó Moko.

      —¿O que asaltan nuestra nave? —se preguntó Carmaux.

      —¡Vamos a ver! —gritó Wan Stiller.

      Iban a lanzarse hacia la escalera, cuando en el corredor se oyó una voz que gritaba:

      —¡Ánimo, camaradas! ¡El cañón retumba en la bahía! ¡No seamos menos que los soldados del fuerte!

      —¡Por vida de cien mil ballenas! —gritó Carmaux—. ¡No nos dejan ni un minuto en paz! ¡Lancémonos al ataque!

      Un segundo cañonazo retumbó en la costa, seguido de una nutrida descarga de fusilería. En el mismo instante los soldados del corredor, como si les infundiese aquella descarga nuevos bríos, se precipitaron sobre la puerta y la golpearon furiosamente.

      —¡Preparados! —gritó Carmaux a sus compañeros—. ¡Aquí se juega la piel o la libertad!

Illustration

      1. Fanal: cada uno de los grandes faroles que, colocados en la popa de los buques, servían como insignia de mando.

      2. Entredós: armario de poca altura, que suele colocase entre dos balcones de una misma pared.

      

      5

      El asalto al Rayo

      Al oír el primer cañonazo el Corsario Negro, que hacía algunos minutos, vencido por su extremada debilidad y por la pérdida de sangre, había cerrado los ojos, despertó vivamente.

      La joven india, que hasta entonces había permanecido junto al lecho sin apartar la vista del enfermo, se irguió, adivinando de dónde procedían aquellas detonaciones.

      —Es el cañón, ¿verdad, Yara? —preguntó el Corsario.

      —Sí, señor —repuso la joven.

      —Mira a ver lo que ocurre en la bahía.

      —Temo que esos disparos vengan de tu nave.

      —¡Muerte del infierno! —exclamó el Corsario—. ¡De mi nave! ¡Mira, Yara! ¡Mira!

      La joven india se acercó a la ventana y miró en dirección a la bahía. El Rayo seguía anclado en el mismo sitio; pero había puesto la proa hacia la playa de modo que dominase con los cañones de estribor el fuerte de la ciudad. En su puente y a lo largo de las bandas se veía moverse muchos hombres, mientras otros subían por los palos, acaso para tomar posiciones en las cofas.

      Ocho o diez chalupas atestadas de soldados se dirigían hacia la nave, conservando entre sí una notable distancia. No era preciso ser práctico en cosas de guerra para comprender que en la bahía iba a sostenerse un combate. Aquellas chalupas corrían rápidamente sobre la nave, con la evidente intención de abordarla y, probablemente, de expugnarla.

      —Señor —dijo con voz alterada la joven—, amenazan tu nave.

      —¡A mi Rayo! —gritó el Corsario intentando levantarse—. ¡Ayúdame, muchacha!

      —¡No debes moverte, señor! ¡Tus heridas se abrirán de nuevo!

      —Ya volverán más tarde a cerrarse.

      —¡Señor!

      —¡Calla! ¡Oh! ¡Otro cañonazo! ¡Pronto! ¡Ayúdame!

      Sin esperar a más se había envuelto en su tabardo, y con un potente esfuerzo de voluntad había saltado del lecho, manteniéndose en pie sin ningún apoyo. Yara se había precipitado sobre él y le cogió entre sus brazos. El Corsario había confiado demasiado en sus propias fuerzas, y estas le faltaban.

      —¡Maldición! —exclamó mordiéndose los labios—. ¡Estar imposibilitado en estos momentos, cuando mi nave corre grave peligro! ¡Ah! ¡Ese siniestro viejo acabará por ser fatal a todos los de mi familia! ¡Yara, déjame que me apoye en tu hombro!

      Se dirigía hacia la ventana, cuando vio aparecer a Carmaux. El bravo filibustero tenía el rostro sombrío y la mirada inquieta.

      —¡Capitán! —exclamó corriendo hacia él y cogiéndole entre sus brazos—. ¿Se lucha en el mar?

      —Sí,


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