La reina de los caribes. Emilio Salgari

La reina de los caribes - Emilio Salgari


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el Corsario.

      —Los hombres que están escondidos en las calles próximas no te perdonarán.

      —Ni nosotros a ellos.

      —¡Son muchos, señor!

      —Es necesario que salga de aquí. Mi nave me espera en la boca del puerto.

      —En vez de salir en busca de los soldados, ¡huye!

      —Mucho me gustaría poder marchar sin empeñar batalla, pero veo que no hay sino esta salida. El subterráneo lo cerró don Pablo.

      —¡Hay aquí una cueva, escóndanse!

      —¡Yo! ¡El Corsario Negro! ¡Oh! ¡Nunca, hija mía! Sin embargo, gracias por tu consejo. Te lo agradeceré siempre. ¿Cómo te llamas?

      —Yara; te lo he dicho.

      —No olvidaré nunca ese nombre.

      Le hizo un gesto de adiós, y bajó la escalera, seguido de Carmaux y Wan Stiller y precedido por Moko. Llegados al corredor, se detuvieron un momento para amartillar los mosquetes y pistolas, y Moko abrió resueltamente la puerta.

      —¡Que Dios te proteja, señor! —gritó Yara, que se había quedado arriba.

      —¡Gracias, buena niña! —repuso el Corsario lanzándose a la calle.

      —¡Despacio, capitán! —dijo Carmaux deteniéndole—. Veo sombras junto al ángulo de aquella casa.

      El Corsario se había detenido. La oscuridad era tal que a treinta pasos no se distinguía una persona, y, además, llovía a torrentes. Los relámpagos habían cesado; pero no así el viento, que continuaba bramando por las calles. Sin embargo, el Corsario había visto las sombras señaladas por Carmaux. Era imposible saber cuántas eran; no obstante, no debían de ser pocas.

      —Nos esperaban —murmuró el Corsario—. El jorobado no perdió el tiempo. ¡Hombres del mar, adelante! ¡Daremos la batalla!

      Se había arrollado el tabardo sobre el brazo izquierdo, y con la diestra empuñaba la espada, arma terrible en sus manos. No queriendo todavía afrontar al enemigo, ignorando aún con cuánta gente tenían que medirse, en vez de dirigirse hacia aquellas sombras que estaban en acecho, se quedaron junto al muro.

      Habían recorrido unos diez pasos cuando cayeron sobre ellos dos hombres armados de espadas y pistolas. Se habían ocultado en un portal, y viendo aparecer al formidable Corsario, se lanzaron sobre él, acaso con la esperanza de cogerle por sorpresa. El caballero no era hombre dispuesto a dejarse coger así. Con un salto de tigre evitó las dos estocadas, y cargó a su vez, haciendo silbar la espada.

      —¡Tomen! —gritó.

      Con un golpe bien dirigido derribó en tierra a uno, y saltando por encima de él se precipitó sobre el segundo, que, viéndose solo, huyó a todo correr.

      Mientras el Corsario se desembarazaba de aquellos dos, Carmaux, Wan Stiller y Moko se habían lanzado contra un grupo que había desembocado por una calle próxima.

      —¡Déjenlos ir! —gritó el Corsario.

      Era demasiado tarde para detenerlos. Furiosos por la inminencia del peligro, habían caído sobre ellos con tal ímpetu, que los dispersaron a poca costa. En lugar de detenerse se lanzaron tras los fugitivos, gritando:

      —¡Mata! ¡Mata!

      En aquel momento un destacamento desembocaba por otra callejuela. Estaba compuesto por cinco hombres: tres, armados de espadas, y dos, de mosquetes. Viendo al Corsario Negro solo lanzaron un grito de alegría y se precipitaron sobre él, gritando:

      —¡Ríndete, o eres muerto!

      El señor de Ventimiglia miró en torno suyo y no pudo contener una sorda imprecación. Sus tres filibusteros, llevados por su ardor, y creyendo sin duda facilitar el camino a su capitán, habían continuado su carrera persiguiendo a los fugitivos.

      —¡Incautos! —murmuró el Corsario—. ¡Heme aquí en un buen aprieto!

      Se apoyó contra el muro para no ser rodeado, y empuñó una de sus pistolas, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

      —¡A mí, filibusteros!

      Su voz fue sofocada por un disparo. Uno de los cinco hombres había hecho fuego, mientras los otros desenvainaban la espada. La bala se aplastó contra el muro, a pocas pulgadas de la cabeza del Corsario.

      —¡Truenos! —murmuró este.

      Apuntó la pistola, y disparó a su vez. Uno de los dos mosqueteros, herido en pleno pecho, cayó sin lanzar ni un grito. Tiró el arma descargada y empuñó la segunda. El otro mosquetero le apuntaba. Rápido como un Rayo, el Corsario hizo fuego; pero la pólvora no ardió.

      —¡Maldición! —exclamó.

      —¡Ríndete! —gritaron los cuatro españoles.

      —¡Esta es mi respuesta! —contestó el Corsario.

      Se separó del muro, y de un salto cayó sobre ellos dando estocadas a diestra y siniestra. El segundo mosquetero cayó. Los otros cargaron sobre el Corsario, cerrándole el paso.

      —¡A mí, filibusteros! —volvió a gritar el caballero. Le contestaron algunos disparos. Parecía como si al final de la calle sus hombres hubiesen empeñado un desesperado combate, porque se oían gritos, blasfemias, gemidos y chocar de aceros.

      Para evitar que le rodeasen, fue retrocediendo hasta apoyarse de nuevo en el muro. Los tres espadachines le atacaban vivamente, lanzándole estocada tras estocada, pues deseaban acabar con él antes de la llegada de sus compañeros.

      Habían reconocido en su adversario al formidable surcador de los mares que se hacía llamar el Corsario Negro, y por eso redoblaban su ahínco; pero sabiendo que tenían que habérselas con un consumado tirador no se exponían demasiado.

      Después de dar unos quince pasos, el Corsario sintió tras sí un obstáculo. Alargando la mano izquierda notó que se hallaba ante una puerta.

      —Si no se abre, confío en hacer frente a estos bribones —murmuró.

      En aquel momento oyó en lo alto un grito de mujer:

      —¡Colima! ¡Le matan!

      —¡La joven india! —exclamó el Corsario sin dejar de defenderse—. ¡Magnífico! ¡Puedo confiar en alguna ayuda!

      Mientras los tres espadachines le cercaban por todas partes, multiplicando las estocadas, en la extremidad de la calle se oían los gritos de Carmaux y Wan Stiller y el chocar de las espadas. Por el momento no había que esperar ayuda de ellos. Los filibusteros debían estar empeñados en un combate sin esperanza, o acaso habían caído en alguna emboscada con el fin de aislar al Corsario.

      Este, sin embargo, no desmayaba. Habilísimo tirador, paraba las estocadas con rapidez fulmínea, respondiendo con otras tantas. Mucho le costaba, no obstante, defenderse de aquellas tres espadas que le buscaban el corazón, como lo demostraban dos puntazos que le habían rasgado la casaca. Su tabardo, que le servía de escudo, no era sino un guiñapo. Una vez recibió una estocada en el costado derecho con dirección al corazón. Aunque la detuvo con el brazo izquierdo no pudo evitar que la espada penetrase en sus carnes.

      —¡Ah, perro! —aulló, atacando con rabia.

      Antes que su contrario hubiera podido desembarazar su espada de los pliegues del tabardo, le descargó un golpe desesperado. La hoja hirió al adversario en plena garganta, cortándole la carótida.

      —¡Tres! —gritó el Corsario parando una estocada.

      —¡Toma esta! —dijo uno de los dos que restaban.

      El Corsario dio un salto, lanzando un grito de dolor.


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