La reina de los caribes. Emilio Salgari

La reina de los caribes - Emilio Salgari


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la historia de los tres Corsarios —dijo el señor de Ribeira—. El Rojo y el Verde cayeron en poder de mi señor, y fueron ahorcados como vulgares malhechores.

      —Y recibieron por mí honrosa sepultura en los abismos del mar Caribe —dijo el Corsario Negro—. Ahora, dime: ¿Qué pena merece el hombre que hace traición a su bandera y da muerte a tres hermanos? ¡Habla!

      —Tú mataste a su hija, caballero.

      —¡Calla, por Dios! —gritó el Corsario—. ¡No despiertes el dolor que roe mi corazón! ¡Basta! ¿Dónde está ese hombre?

      —Está a cubierto de tus ataques.

      —¡Lo veremos! Dime el sitio.

      El anciano vaciló. El Corsario había levantado la espada. Una llama terrible brillaba en sus ojos. Algunos segundos de vacilación, y la acerada punta de la espada se hundiría en el pecho del intendente.

      —En Veracruz—dijo el viejo, viéndose perdido.

      —¡Ah!… —gritó el Corsario.

      Se dirigía hacia la puerta, cuando entró Carmaux en la estancia. El filibustero tenía sombrío el rostro, y en sus miradas se leía una viva inquietud.

      —¡Partamos, Carmaux! —le dijo el Corsario—. ¡Sé lo que quería saber!

      —Mucho me alegraría de volver a bordo; pero creo que por ahora no sea fácil.

      —¿Por qué?

      —La casa está sitiada.

      —¿Quién nos ha vendido? —preguntó el Corsario, mirando amenazadoramente al dueño de casa.

      —¿Quién? ¡Ese maldito jorobado a quien dejamos en libertad! —dijo Carmaux—. Hemos cometido una imprudencia que acaso nos cueste cara, capitán.

      —¿Estás seguro de que la calle está tomada por los españoles?

      —Con mis propios ojos he visto dos hombres esconderse en el portal que hay frente a esta casa.

      —¡Solo dos! ¿Y qué pueden hacer contra nosotros?

      —¡Despacio, capitán! He visto otros dos en una ventana.

      —Que son cuatro. ¡Vaya un número para nosotros! —dijo despreciativamente el Corsario.

      —Puede haber más ocultos en las bocacalles, capitán —dijo Carmaux.

      —¡Con semejante huracán, sus mosquetes no les servirán de nada!

      —Pero cien picas y otras tantas espadas…

      El Corsario permaneció pensativo un momento, y volviéndose a don Pablo le dijo:

      —¿No hay en esta casa ninguna salida secreta?

      —Sí, señor caballero —dijo el viejo, mientras un relámpago cruzaba sus negros ojos.

      —¿Nos facilitarás la fuga?

      —Si abandonas tus proyectos de venganza contra mi señor.

      —¡Quieres bromear, señor Ribeira! —dijo con acento burlón el Corsario. El señor de Roccabruna no aceptará jamás tal condición.

      —¿Prefieres que te hagan prisionero los españoles?

      —Todavía no me han cogido, querido señor.

      —Hay ciento cincuenta soldados en Puerto-Limón.

      —No me asustan. Yo tengo a bordo ciento veinte lobos de mar capaces de hacer frente a un regimiento entero.

      —Tu Rayo no está anclado frente a esta casa, caballero. Y no conoces el pasaje secreto.

      —Pero lo conoces tú.

      —No te lo indicaré si antes no juras dejar en paz al duque de Wan Guld.

      —¡Pues bien; veamos! —dijo con voz estridente el Corsario.

      Y amartillando rápidamente una pistola, gritó:

      —¡O nos guías al pasaje secreto, o te mato! ¡Elige!

Illustration

      1. Báratro: infierno.

      2. Rielar: temblar; vibrar con luz trémula.

      3. Poterna: en las fortificaciones, puerta menor que cualquiera de las principales, y mayor que un portillo, que da al foso o al extremo de una rampa.

      

      3

      La traición del intendente

      Ante aquella amenaza, Pablo de Ribeira se había tomado palidísimo. Instintivamente su diestra se volvió hacia la empuñadura de su espada. Había sido en sus tiempos un valiente guerrero; pero viendo avanzar a Carmaux juzgó inútil toda resistencia.

      Por otra parte, tenía por cierto que perdería la vida aun luchando con el Corsario solo, pues no ignoraba su destreza en el manejo de las armas.

      —Caballero —dijo—, estoy en tus manos.

      —¿Me conducirás al pasaje secreto?

      —Cedo a la violencia.

      El anciano cogió un candelabro que sobre un vargueño había, lo encendió e hizo al Corsario seña de seguirle.

      Carmaux había llamado ya a sus compañeros

      —¿Adónde vamos? —preguntó Wan Stiller.

      —Parece que huimos —repuso Carmaux.

      —¿Vamos a bordo?

      —¡Si se puede! Me fío poco de este viejo.

      —No le perderemos de vista. Tengo amartillada la pistola.

      —Y yo —dijo Carmaux.

      En tanto, don Pablo había salido de la estancia y se había internado en un largo corredor, en cuyas paredes se veían cuadros representando sangrientos episodios de la campaña de Flandes y retratos que debían de ser de antepasados del duque Wan Guld. El Corsario le seguía espada y pistola en mano. Como sus subordinados, desconfiaba del viejo administrador.

      Llegados al final de la galería, don Pablo se detuvo ante un cuadro mayor que los otros, y apoyando un dedo en la cornisa lo hizo correr por unas ranuras. El cuadro se destacó y cayó hasta el suelo, dejando ver una abertura tenebrosa capaz de dar paso a dos personas juntas. Un soplo de viento húmedo hizo vacilar las luces del candelabro.

      —Este es el pasaje —dijo.

      —¿Adónde conduce? —preguntó con acento de desconfianza el Corsario.

      —Da vuelta a la casa, y termina en un jardín. A quinientos o seiscientos metros.

      —¡Entra!

      El viejo vaciló.

      —¿Por qué quieres que los siga? —dijo—. ¿No basta que te haya conducido hasta aquí?

      —¿Quién nos asegura que nos hayas puesto en buen camino? Cuando lleguemos a la salida, te dejaremos libre.

      El viejo frunció las cejas, mirando sospechosamente al Corsario, y se internó en el pasaje. Los cuatro filibusteros le siguieron en silencio y sin dejar sus armas. Una escalera tortuosa se encontraba más allá del pasaje, que era estrechísimo y parecía construido en el espesor del muro.

      El viejo bajó lentamente con una mano ante las luces para evitar que las apagara el viento, y se detuvo


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