La reina de los caribes. Emilio Salgari
le prenderemos fuego, y nos abriremos paso nosotros mismos.
Se sentó sobre un guardacantón10que se encontraba a pocos pasos, y esperó atormentando la guarda11 de su espada.
1. Bordada: camino que hace una embarcación cuando navega, virando para ganar o adelantar hacia barlovento (o parte de donde viene el viento).
2. Bricbarca: navío de tres o más palos sin vergas de cruz en la mesana.
3. Bandazo: movimiento o balance violento que da una embarcación hacia babor o estribor (izquierda o derecha mirando de popa a proa).
4. Carena: parte sumergida del caso de un buque.
5. Arboladura: conjunto de árboles y vergas de un navío.
6. Toldilla: cubierta parcial (o piso) que tienen algunos buques a la altura de la borda (o canto superior del costado de un buque), desde el palo mesana (el más cercano a popa de los tres palos) al coronamiento de popa.
7. Tabardo: especie de gabán sin mangas, de paño o de piel.
8. Engolfar: dicho de una embarcación, entrar muy adentro del mar. Aquí usado metafóricamente, refiriéndose al viento.
9. Cámbaro: crustáceo marino.
10. Guardacantón: poste de piedra para resguardar de los carruajes las esquinas de los edificios.
11. Guarda: defensa que se pone en las espadas y armas blancas junto al puño.
2
Hablar o morir
Aún no había transcurrido un minuto cuando las ventanas del primer piso se iluminaron, reflejándose algunos rayos de luz en las casas de enfrente. Una o más personas estaban preparándose a bajar, a juzgar por el ruido de pasos que se oía repercutir en algún corredor.
El Corsario se había puesto rápidamente en pie, con la espada en la diestra y una pistola en la siniestra. Sus hombres se habían colocado a los lados de la puerta con las armas preparadas.
En aquel momento el huracán redoblaba su furia. El viento rugía a través de las calles, arrancando las tejas y desencuadrando las persianas, mientras lívidos relámpagos rompían las tinieblas con siniestro fulgor, y retumbaba el trueno. Algunas gruesas gotas comenzaban a caer con tal violencia que parecían granizo.
—¡Buena noche para venir a buscar a este señor! —murmuró Carmaux—. ¡Con tal de que la guarnición no se aproveche del temporal y nos juegue una mala pasada!
—Alguien viene —dijo Wan Stiller, que tenía un ojo pegado a la cerradura—. Veo luces detrás de la puerta.
El Corsario Negro, que empezaba a impacientarse, alzó de nuevo el pesado aldabón y lo dejó caer con estrépito. El golpe retumbó por el corredor. Una voz temblorosa gritó:
—¡Ya va, señores!
Se oyó un chirriar de cerrojos y cadenas, y la maciza puerta se abrió lentamente.
El Corsario Negro levantó la espada, dispuesto a herir en caso de ser acometido, mientras los filibusteros apuntaban los mosquetes.
Un hombre ya de edad, seguido de dos pajes de raza india, portadores de antorchas, apareció en el umbral. Era un hermoso tipo de anciano, que ya debía de haber pasado de los sesenta; pero aún robusto y erguido como un joven. Una larga barba blanca le cubría parte del pecho, y su cabellera, gris y larguísima, le caía sobre los hombros.
Llevaba un traje de seda oscura adornado de encajes, y calzaba altas botas con espuelas de plata; metal que en aquella época valía casi menos que el acero en las riquísimas colonias españolas del Golfo de México.
Una espada le colgaba al costado, y en la cintura llevaba uno de aquellos puñales españoles llamados de misericordia; arma terrible en una mano robusta.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó el viejo con marcado temblor.
En vez de contestar, el Corsario Negro hizo seña a sus hombres de entrar y cerrar la puerta. El jorobado, ya inútil, fue dejado en la calle.
—Espero su respuesta —insistió el viejo.
—¡El caballero de Ventimiglia no está acostumbrado a hablar en los pasillos! —dijo el Corsario Negro con voz altanera.
—Síganme —dijo el viejo tras una breve vacilación.
Precedidos por los dos pajes, subieron una amplia escalera de madera roja y entraron en una sala amueblada con elegancia y adornada con trofeos españoles. Un candelabro de plata de cuatro luces estaba sobre una mesa con incrustaciones de metal y madreperlas.
El Corsario Negro se aseguró con una mirada de que no había más puertas, y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:
—Tú, Moko, te pondrás de guardia en la escalera y colocarás la bomba detrás de la puerta. Ustedes, Carmaux y Wan Stiller, permanecerán en el corredor contiguo.
Y mirando al viejo, que se había tornado palidísimo, añadió:
—Y ahora, nosotros dos, señor Pablo de Ribeira, intendente del duque Wan Guld.
Cogió una silla y se sentó junto a la mesa, colocándose la espada desenvainada entre las piernas. El viejo seguía en pie y miraba con terror al formidable Corsario.
—Sabes quién soy, ¿no es cierto? —preguntó el filibustero.
—El caballero Emilio de Roccabruna, señor de Valpenta y de Ventimiglia —dijo el viejo.
—Celebro que tan bien me conozcas, señor de Ribeira —continuó el Corsario—. ¿Sabes por qué motivo he osado, solo con mi nave, aventurarme en estas costas?
—Lo ignoro; pero supongo que debe de ser muy grave el motivo para decidirte a tamaña imprudencia. No debes ignorar, caballero, que por estas costas está en crucero la escuadra de Veracruz.
—Lo sé —repuso el Corsario.
—Y que aquí hay una guarnición, no muy numerosa, pero superior a tu tripulación.
—También lo sabía.
—¿Y has osado venir aquí casi solo?
Una desdeñosa sonrisa plegó los labios del Corsario.
—¡No tengo miedo! —dijo con fiereza.
—Nadie puede dudar del valor del Corsario Negro —dijo Pedro de Ribeira—. Te escucho, caballero.
El Corsario permaneció algunos instantes silenciosos, y luego dijo con voz alterada:
—Me han dicho que tú sabes algo de Honorata Wan Guld.
En aquella voz había algo desgarrador. Parecía un sollozo ahogado. El viejo permaneció mudo y mirando con ojos asustados al Corsario.