Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
—¡No la menciones! —espeta y revela su debilidad, la fácil palanca que podemos utilizar.
Acorta la distancia entre nosotras. Es varios centímetros más alta que yo y aprovecha su ligera ventaja: con las manos en la cadera y sus ojos brillantes, se yergue contra las luces de la ciudad hasta dejarme por completo bajo su sombra.
Parpadeo e inclino la cabeza.
—¿Así que quieres volver a su lado y crees que puedo impedir que Tiberias se case contigo?
—No te des aires —entorna los ojos—. Pese a que eres una buena distracción para los reyes Calore, no me hago ilusiones de que Cal romperá nuestro compromiso. Maven podría haberlo hecho; ciertamente, influiste en su decisión de dejarme de lado.
—¡Como si en verdad hubieras querido casarte con él! —vi en la corte más de lo que ella sabe: su familia sacó extraordinario provecho del desaire monumental, el reino de la Fisura se planeó mucho antes de que yo empujara a Maven en cualquier dirección.
Se encoge de hombros.
—Jamás habría sido su reina después de la muerte de Elara, de que tú la mataste —se corrige al instante—. Ella podía sujetar su correa, tenerlo bajo control; no creo que nadie pueda hacerlo ahora, ni siquiera tú.
Asiento. Nada controla a Maven Calore.
¡Y vaya que lo intenté! El recuerdo de mis tentativas de manipular al rey niño y explotar su debilidad por mí me provoca náuseas. Maven cambió más tarde la Casa de Samos por la paz, la comarca de los Lagos y una princesa tan mortífera y quizás el doble de astuta que Evangeline. Me pregunto si encontró un digno rival en Iris Cygnet, la ninfa callada y calculadora.
Trato de imaginarlo ahora en su huida a la comarca de los Lagos, con el blanco rostro por encima de un uniforme rojo y negro, y ojos azules que chispean con una furia contenida; en retirada hacia un reino extraño y una corte desconocida, sin la protección de su roca silente, sin nada que presumir que no sea el cadáver del monarca de los Lagos. Saber que fracasó de modo tan espectacular me consuela un poco. Tal vez la reina lacustre lo matará en el acto, en represalia por la muerte de su esposo en el cerco.
Yo no fui capaz de ahogar a Maven cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Puede ser que ella lo haga.
—Tampoco podrías ordenarle a Cal que cumpla mi deseo —hurga en la herida—. No me relegará por ti si está en juego la corona. Lo siento, Barrow; no es de los que abdican.
—Sé cómo es —siento su pinchazo tan fuerte como ella sintió el mío. Si mi vida continúa de esta manera y todo lo que hago lastima mi herida, no tendrá tiempo para curarse.
—Él ya tomó una decisión —me castiga y se explica—. Cuando recupere Norta, y lo hará, me casaré con él. Afianzaré una alianza, aseguraré la supervivencia de la Fisura; preservaré el legado de Volo Samos y sus reyes de acero —mira más allá de mí, al fondo de la calle oscura, donde una patrulla de vigilantes cruza la avenida aledaña, con voz tan baja y monocorde como sus pasos. Son de la Guardia Escarlata, a juzgar por sus uniformes de color ocre, en su mayoría Rojos del ejército de Norta, sin sus insignias. Dudo que ella lo note; tiene nublados los ojos, piensa en algo distante, que no le gusta si me atengo a como tensa su mandíbula.
—¿Y si no te casas con él? —la espoleo y vuelve a la realidad.
A pesar de que la pregunta es obvia, ella palidece, pasmada por la sugerencia. Sus ojos se ensanchan y el susto la deja boquiabierta.
—¡Eso es imposible! —exclama con sorna—. No hay forma de impedirlo. Equivaldría a que yo huyera a Tiraxes, Ciron o cualquier otro rincón que mi padre no pueda invadir —ríe con sorna—, pero ni siquiera eso daría resultado. Me encontrará donde vaya, me arrastrará de vuelta y me usará de acuerdo con lo previsto. El único curso de acción que veo, mi única opción, es muy simple.
Desde luego, Evangeline.
Nuestros objetivos son iguales, nuestras motivaciones diferentes. Dejo que suelte justo lo que quiero oír; todo será más fácil si cree que fue idea suya.
—No habrá matrimonio si Cal fracasa —me atraviesa con la mirada, fuerza las palabras: son una traición a su casa y colores, su padre y su sangre, y la hieren en lo más vivo—. Si Cal no es rey de Norta, mi padre no me desperdiciará en él; y si pierde su guerra en pos de la corona, si perdemos, mi padre estará tan distraído en defender su trono que olvidará venderme a alguien más, al menos en un lugar remoto.
Lejos de Elane, quiere decir.
—¿Deseas que impida que Cal recupere su reino?
Adopta un aire burlón y da un paso atrás.
—Has aprendido mucho en las cortes Plateadas, Mare Barrow; eres más lista de lo que aparentas. No te subestimaré nunca más, y sería mejor que tú no me subestimaras a mí —la armadura resbala por sus extremidades, sus escamas se extienden y contraen al mismo tiempo; como las bestias que su madre controla, cada una de ellas es una condensación refulgente de negro y plata. Ella transforma su vestimenta en algo más sustancial, menos ostentoso: una armadura de verdad, hecha para la batalla—. Cuando digo que deseo que detengas a Cal me refiero a tu pequeño círculo, aunque no sé qué tan pequeños sean Montfort y la Guardia; después de todo, no es posible que estén dispuestos a apoyar sin condiciones a otro reino Plateado.
—¡Ah! —suspiro en señal de contrariedad; habría preferido que esa carta se mantuviese oculta.
—No hace falta tener genio político para saber que una coalición Roja y Plateada es un hervidero de traiciones. Te aseguro que todos los líderes saben que no deben confiar unos en otros —sus ojos destellan cuando se vuelve para marcharse—, con la excepción, quizá, de un aspirante a rey —añade por encima del hombro.
Conozco demasiado bien esta verdad: Tiberias es tan confiado como un cachorro, fácil de influir por quienes ama: su abuela, yo y, sobre todo, su difunto padre. Persigue la corona por su causa, en beneficio de un lazo que no se ha roto. Pese a que su aplomo, valor y obstinada atención le procuran una fuerza inmensa, lo ciegan a todo lo que no sea el campo de batalla. Intuye el ataque de un ejército, no de un conspirador. No quiere ni puede ver las maquinaciones que se traman en torno suyo; si no lo hizo antes, tampoco ahora.
—No es Maven —susurro, así sea sólo para mí.
El inesperado eco de Evangeline rebota en las murallas de Corvium.
—¡Claro que no!
Oigo en su voz lo mismo que yo siento.
Alivio y pesar.
CUATRO
Iris
El refrescante y renovador oleaje de la bahía besa mis tobillos descubiertos. Pese a que aún no ha amanecido y hace frío, apenas lo siento. Hallo consuelo en la simple sensación. Conozco estas aguas como las líneas de mi mano. Las percibo mucho más allá de mis pies, la pulsación de la más débil corriente, la breve ondulación del río que desemboca en la bahía y de la bahía que alimenta al lago. La luz de la aurora se derrama sobre la lisa superficie. El reflejo se distorsiona en haces de pálido azul y coral rosáceo. Esta calma permite que olvide quién soy, aunque no por mucho tiempo. Soy Iris Cygnet, princesa de nacimiento, reina por mérito propio. No puedo darme el lujo de olvidar nada, por más que lo desee.
Mi madre, mi hermana y yo aguardamos juntas, con la mirada puesta en el horizonte. La niebla cubre la estrecha desembocadura de Clear Bay y oculta la península salpicada de torres de vigía y el lago Eris a lo lejos. Algunas luces de las torres centellean en la neblina como estrellas cercanas. Conforme el viento disipa la bruma, un mayor número de torres aparecen ante nuestra vista. Son altas estructuras de piedra, remodeladas y reconstruidas cientos de veces en centenares de años. Han visto más guerras y ruinas de las que los historiadores registran.