Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
de Elara—. Me gustaría visitar la República Libre y descubrir si todo lo que se dice de ella es cierto —su voz se diluye; ve a Mare como si quisiera que correspondiese a su mirada, pero ella no lo hace—. Me place ver las cosas directamente.
Davidson asiente con un brillo en las pupilas y su inexpresiva máscara cae por un segundo.
—Será usted muy bienvenido, su majestad.
—¡Gracias! —Cal extingue su fuego antes de batir los nudillos sobre la mesa—. Entonces está decidido.
Su abuela frunce los labios como si hubiera comido algo muy amargo.
—¿Decidido? —ríe—. ¡Nada está decidido todavía! Debes sentar tus reales en Delphie y proclamar tu capital; conquistar territorios, obtener recursos, ganarte a la gente, atraer más Grandes Casas a tu bando…
Él no da marcha atrás.
—Necesito recursos, abuela, soldados, y Montfort los tiene.
—¡Eso es muy cierto! —dice mi padre con una voz estruendosa que despierta un viejo temor en mi corazón.
¿Le encolerizó o le agradó que yo haya causado este enredo? De niña conocí los efectos de contrariar a Volo Samos: era convertida en un fantasma, ignorada, no deseada, hasta que la inteligencia y el mérito me permitían recuperar su cariño.
Lo miro de soslayo. El rey de la Fisura se yergue en su trono, pálido y perfecto. Bajo su acicalada barba adivino una sonrisa y lanzo un silencioso suspiro de alivio.
—Una petición de boca del propio rey legítimo de Norta obrará maravillas en el gobierno del primer ministro —continúa mi padre—, lo que no podrá menos que reforzar nuestra alianza. Lo indicado es entonces que yo también envíe un emisario, en representación del reino de la Fisura.
¡Que no sea Tolly, por favor!, gime mi mente. Por más que Mare Barrow prometió que no lo mataría, no confío en su palabra, y menos aún en una circunstancia tan oportuna. Ya lo veo suceder: un accidente absurdo que es todo menos eso. Y Elane tendría que marcharse igual, como su diligente y buena esposa. Si mi padre envía a Tolly, recibiremos a cambio un cadáver.
—Te acompañará Evangeline.
Las náuseas fulminan mi alivio.
No sé si pedir otra copa de vino y vomitarlo todo a mis pies. Cada voz de las muchas que se arraciman en mi cabeza grita lo mismo:
Todo esto es obra tuya, niña tonta.
TRES
Mare
Mi carcajada resuena en las murallas orientales y sobre los campos oscuros. Desternillada de risa, me apoyo en el liso parapeto y jadeo. No puedo controlarme, presa como soy de una carcajada de verdad, de las que salen de la boca del estómago. Su sonido es hueco, discordante e indeterminado en virtud del desuso. Mis cicatrices se dejan sentir, me producen escozor en el cuello y la espalda, pero no puedo evitarlo. Sigo hasta que las costillas me duelen y tengo que sentarme, apoyada contra la piedra fría. La risa no cesa y a pesar de que aprieto los labios, nuevos gorjeos escapan de mi boca.
Los únicos que pueden oírme son los vigilantes de las patrullas y dudo que les importe que una joven ría sola en las tinieblas. Me he ganado el derecho a reír, llorar o gritar cuanto quiera. Y aun cuando reducidas partes de mí querrían hacer esas tres cosas, la risa se impone.
Parezco una loca y podría estarlo. Es indudable que tengo un pretexto, después de los acontecimientos más recientes. El retiro de cadáveres continúa en las afueras de Corvium; Cal prefirió su corona a todo aquello por lo que luchamos juntos. Ambas son heridas muy frescas todavía, que ningún sanador podría curar y que debo ignorar si no quiero perder la razón. Todo lo que puedo hacer es cubrir mi rostro con las manos, apretar los dientes y vencer esta risa estúpida e infernal.
Es una completa locura.
Evangeline, Cal y yo viajaremos juntos a Montfort. ¡Qué buena broma!
Así lo dije en el mensaje que le envié a Kilorn, quien aún se encuentra a buen resguardo en las Tierras Bajas. Él quiso que lo mantuviera al tanto de todo lo que pudiese. Tras convencerlo de que se quedara allá, es justo que lo mantenga informado y por supuesto que deseo hacerlo: quiero que alguien ría conmigo y maldiga lo que nos aguarda.
Apoyo la cabeza en la mampostería y río de nuevo, sin razón aparente. Apenas veo las estrellas, atenuadas por los faroles de Corvium y la luna en ascenso. Daría la impresión de que nos miran, que observan a la ciudad-fortaleza. ¿Los dioses de Iris Cygnet ríen conmigo? Digo, si existen siquiera.
¿Jon ríe también?
Su recuerdo me hiela la sangre y elimina todo resto de risa maniática en mí. Ese espantoso profeta nuevasangre se refugió en algún sitio tan pronto como escapó de nosotros. ¿Para hacer qué? ¿Para sentarse en la cumbre de una colina y mirar? ¿Para ver con sus ojos carmesí cómo nos matamos? ¿Acaso puede jugar con nosotros, complacerse colocándonos en su tablero y depararnos el futuro que se le antoje? Yo lo buscaría si hallarlo fuera remotamente posible; lo obligaría a que nos protegiera de un destino letal. Pero es absurdo; sabrá que lo persigo. Lo encontraremos sólo si él desea que lo hagamos.
Paso con exasperación los dedos por mi rostro, los hundo en mi cabellera y mis uñas se arrastran por mi piel. Esta aguda sensación me devuelve poco a poco a la realidad, lo mismo que el frío. La piedra bajo mi cuerpo pierde calor a medida que la noche avanza. La fina tela de mi uniforme hace poco por evitar que tiemble, y los sólidos y afilados bordes del muro no son muy confortables que digamos, a pesar de lo cual no me muevo.
Hacerlo significaría irme a acostar… y bajar con los demás al cuartel. Aun si pusiera mi peor cara y corriese, tendría que enfrentar a Rojos y nuevasangres, y a Plateados también, a Julian desde luego. Lo imagino a mi espera junto a mi catre, listo para propinarme otro sermón. Ignoro qué podrá decirme.
Tomará partido por Cal en definitiva, cuando quede claro que no le permitiremos conservar su trono. Los Plateados se precian de la lealtad a su sangre, y Julian de la que le profesa a su difunta hermana. Cal es lo último que queda de ella. Él no le volverá la espalda, pese a toda su palabrería sobre la revolución y la historia. No dejará solo a Cal.
Tiberias. Llámalo Tiberias.
Duele incluso recordar su nombre, el verdadero, su futuro: Tiberias Calore VII, rey de Norta, Flama del Norte. Lo veo sentado en el trono de su hermano, a salvo en una jaula de piedra silente. ¿O rescatará el averno de cristal de diamante que usaba su padre, para suprimir hasta el último indicio de Maven y borrarlo de la historia? Reconstruirá el palacio de su progenitor y el reino de Norta volverá a ser lo que fue. Con excepción del rey Samos de la Fisura, todo será de nuevo como lo era el día en que yo aparecí en escena.
Y cuanto ha ocurrido desde entonces habrá sido en vano.
Me niego a permitir que eso suceda.
Y con suerte, no estoy sola en este empeño.
La luna brilla en la piedra oscura y hasta los dorados matices de cada torre y parapeto emiten un fulgor de plata. A mis pies ondulan las patrullas de vigías ataviados con uniformes rojos y verdes, de la Guardia Escarlata y Montfort. Sus iguales, Plateados con los pigmentos de sus Casas, son menos frecuentes y se desplazan en grupos: amarillos los Laris, negros los Haven, rojos y azules los Iral, rojos y naranjas los Lerolan. Ninguno de esos colores es de la Casa de Samos, la cual posee ahora la categoría de familia real gracias a la ambición y sentido de la oportunidad de Volo. No es necesario que sus integrantes pierdan el tiempo en algo tan pedestre como las rondas nocturnas.
Me pregunto qué pensará Maven de esto. Se obsesionó tanto con Tiberias que puedo imaginar el peso de otro rey rival como Volo. Todo giraba alrededor de su hermano pese a que él tenía cuanto quería: la corona, el trono, a mí. Pero sentía aún esa sombra, por obra de Elara. Ella