Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
país cuenta con fronteras que proteger. ¿La mitad de ellos, un poco más? Creo que la balanza se inclinará a nuestro favor si…
Si. Odio esa palabra.
Me preparo en mi asiento, de pronto más al borde que de costumbre. Siento como si la terraza pudiera venirse abajo y arrojarnos al valle a todos.
El rostro de Farley refleja mi temor. Sostiene su cuchillo en la mano, recelosa de nuestro aliado.
—¿Si qué?
Unas campanas suenan antes de que Davidson pueda contestar. Los demás damos un salto, asustados por el ruido, y él no se mueve. Está acostumbrado a esto.
O lo esperaba.
No son las campanadas de un reloj. Éstas poseen un sonido grave, su voz retumba en la ladera y se esparce de un extremo a otro de Ascendente, donde incita la respuesta de otras. El estrépito se extiende como una ola, baja por una cuesta y sube a otra. Unas luces se propagan junto con el ruido, brillantes y cegadoras, reflectores, lámparas de seguridad. La alarma que sigue es mecánica, quejumbrosa, sacude con su gemido al sereno valle montañoso.
Tiberias se levanta de un salto y su capa gira en sus hombros. Suelta una mano, estira los dedos y su pulsera flamígera destella bajo la manga. Si invoca al fuego, vendrá. Evangeline y Anabel hacen lo propio, letales ambas; ninguna da trazas de estar asustada, sólo decidida a protegerse.
Siento que el relámpago sube a mí de la misma manera y pienso en mi familia, alojada en el palacio a nuestras espaldas. Ni siquiera aquí está a salvo. Con todo, no tenemos tiempo para uno más de mis sufrimientos.
Farley se pone en pie también y se apoya con fuerza en sus palmas. Mira a Davidson.
—¿Si qué? —espeta de nuevo, grita por encima de la alarma.
Él la mira, demasiado tranquilo en medio del caos. Unos soldados reemplazan a los sirvientes en las sombras y flanquean nuestra mesa. Me tenso, cierro los puños en mis costados.
—Si Montfort pelea por ustedes —dice el primer ministro con los ojos fijos en Tiberias—, ustedes deben pelear por nosotros.
Carmadon no da muestra alguna de estar alterado; mira hacia el palacio antes de suspirar con aparente fastidio.
—Saqueadores… —pone mala cara—. ¡Siempre es lo mismo cuando ofrezco una cena!
—¡Falso! —sonríe Davidson sin dejar de mirar a Tiberias, como si lo desafiara.
—¡Pues parece cierto! —replica aquél con un mohín.
Mientras las lámparas de seguridad resplandecen en torno nuestro, la mirada de Davidson despide chispas doradas, en tanto que las de Tiberias son rojas.
—Lo llaman Flama del Norte, su majestad; muéstrenos su fuego —y entonces me mira a mí—. Y usted, muéstrenos su tormenta.
NUEVE
Mare
–Dije que no quería más sorpresas —le reclamo a Davidson, a quien sigo mientras nos guía por su palacio. Farley marcha a su lado, con la mano sobre la pistola que porta al cinto, como si temiera que los saqueadores empezaran a salir de los armarios de un momento a otro.
Los miembros Plateados de nuestro grupo están igual de nerviosos y Anabel mantiene sus filas en orden. Retarda repetidamente el avance de Tiberias, a quien reinstala detrás de una muralla de leales guardianes de la Casa de Lerolan. Evangeline oculta mejor su miedo, con un rostro que como de costumbre oscila entre la burla y la sonrisa maliciosa. Lleva dos escoltas propios, supongo que son primos Samos. Su atuendo se transforma muy rápido en una armadura con escamas mientras serpenteamos por las estancias del palacio de Montfort.
Cuando hablo, el primer ministro me observa por encima del hombro y me lanza una mirada fulminante. Curiosamente, las campanas y alarmas retumban en el pasillo y envuelven sus palabras.
—Apenas puedo controlar los caprichos de los saqueadores, Mare, y no programo sus ataques, por frecuentes que sean.
Le sostengo la mirada, acelero el paso y la sangre me hierve en las venas.
—¿No lo hace? —no me sorprendería lo contrario; he visto que reyes hacen cosas peores con su pueblo a cambio de poder.
Se arma de valor y aprieta los labios en una línea severa. Un súbito rasgo de vergüenza alcanza sus amplios pómulos y su voz se reduce a un murmullo.
—Estábamos avisados, sí; sabíamos que vendrían. Y dispusimos de tiempo suficiente para confirmar la apropiada defensa de los alrededores. Pero me molesta la insinuación de que yo derramaría la sangre de mi gente, que arriesgaría su vida, ¿para qué?, ¿por mero efecto dramático? —pregunta en un silbido, con voz tan mortífera como el filo de una navaja—. Sí, esto brinda a la Guardia y a Calore la oportunidad de que cumplan su parte del acuerdo y den prueba de algo antes de que vayamos a suplicarle a mi gobierno. Sin embargo, no es un trueque que yo haya querido hacer —suelta—. Preferiría emborracharme en la terraza con mi marido y ver a unos chicos insoportables desdeñarse entre sí.
Me siento reprendida y aliviada. Davidson me mira con ojos de fuego cuando suele ser tan tranquilo, imperturbable e indiscernible. Su fuerza reside no sólo en su habilidad o carisma, sino también en una estudiada calma más allá de la cual pocos pueden ver. No es el caso ahora. La mera insinuación de una traición a su país hizo que se enfureciera. Comprendo esta lealtad, la respeto, e incluso podría confiar en ella.
—¿Qué haremos entonces? —pregunto, satisfecha por el momento.
Él afloja el paso hasta detenerse y volver la espalda contra la pared a fin de avistarnos a todos. Nos para en seco y el amplio pasillo se abarrota de Rojos y Plateados a la espera. Incluso la reina Anabel lo mira con grave atención.
—Nuestras patrullas nos informan que los saqueadores cruzaron la frontera hace una hora —dice—. Suelen dirigirse a las ciudades del valle o a la capital.
Pienso en mis padres y hermanos y en Kilorn, que duermen a pesar del ruido o se interrogan acerca de él. No deseo combatir si eso significa abandonarlos al peligro. Los ojos de Farley se encuentran con los míos y veo el mismo temor en ella. También Clara está arriba, metida en una cuna.
Davidson hace todo lo posible por calmarnos.
—Las alarmas son precautorias y nuestros ciudadanos lo saben —explica—. Ascendente está protegida contra ataques. Por sí mismas, las montañas brindan suficiente salvaguarda para reservar la mayoría de los asaltos a las llanuras o la parte baja de las laderas orientales. Sería preciso subir muy alto para aproximarse peligrosamente a la capital.
—¿Los saqueadores son tontos, entonces? —inquiere Farley, quien trata así de disipar con bravatas su preocupación. No quita la mano del arma.
Davidson sube una comisura de su boca y creo escuchar que Carmadon suelta un sí en su mano.
—No —contesta el primer ministro—, pero les encanta la espectacularidad. Atacar la capital de Montfort es un hábito para ellos. Aumenta el favor entre los suyos y entre los señores de la Pradera.
Tiberias eleva el mentón y se adelanta a uno de sus celadores. La tensión en sus hombros indica que no soporta sentirse atrapado, aborrece cualquier otro sitio que no sea estar al frente. Le es ajeno pedirle a otro que haga algo que él no hará, enfrentar el peligro si él no lo hace.
—¿Y quiénes son ellos? —interroga.
—Todos ustedes me han cuestionado acerca de los Plateados de Montfort —responde Davidson con voz fuerte para imponerse sobre las alarmas—. Se preguntan cómo es que viven así, qué cambios efectuamos hace décadas. Algunos Plateados aceptaron la libertad, la democracia; muchos de ellos, debo decir, la mayoría —aprieta el mentón—. Entendieron cómo debía ser el mundo o vieron más allá y decidieron que era preferible