Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
no lo hicieron así. Plateados viejos, de la realeza, nobles que no resistieron nuestro nuevo país. Ellos huyeron o llegaron con violencia a las fronteras: el norte, el sur, el oeste. Al este, en las desocupadas colinas entre nuestras montañas y la Pradera, formaron bandas e intentaron establecer sus territorios y señoríos. Siempre peleaban y se hostigaban entre sí, y a nosotros. Viven como sanguijuelas, se alimentan de cualquier cosa que encuentren. No cultivan, no construyen; es poco lo que los mantiene unidos más allá de la ira y un orgullo a ultranza. Atacan transportes, granjas y ciudades en la Pradera y Montfort. Se concentran en ciudades y aldeas Rojas, en aquellos que no pueden defenderse de la embestida Plateada. Avanzan, atacan, vuelven a avanzar; por eso los llamamos saqueadores.
Carmadon chasquea ruidosamente la lengua y pasa una mano por su brillante calva de color púrpura oscuro.
—¡Qué bajo ha caído mi clan Plateado! ¡Y todo por puro orgullo!
—Y por lo que ellos entienden como poder —añade Davidson y posa la vista en Tiberias, quien se endereza y aprieta el maxilar—, por lo que creen merecer. Preferirían perderlo todo a someterse a personas que juzgan inferiores.
—¡Idiotas! —maldigo.
—La historia se estropea a causa de personas así —indica Julian—, que se resisten al cambio.
—Pero vuelven más heroicas a las que lo aceptan, ¿no? —replico y hago sentir mis palabras.
Tiberias no muerde el anzuelo.
—¿Dónde atacarán? —interroga, sin dejar de mirar a Davidson, quien sonríe de forma misteriosa.
—Recibimos noticias de una de las ciudades del valle; los saqueadores están cerca —responde—. Creo que después de todo sí le enseñaré el Paso del Halcón, su majestad.
Ningún palacio está completo sin un arsenal.
Los guardias de Davidson ya se encuentran ahí y deambulan por la amplia sala, provista de armamento y equipo. No se ponen los monos verdes, los uniformes a los que estoy acostumbrada ya, sino ajustados trajes negros y botas altas, aptos para la defensa contra una incursión nocturna. Me recuerdan lo que usaba en el entrenamiento, el traje con franjas plateadas y moradas que me distinguía como una hija de la Casa de Titanos, una Plateada hasta la médula, una mentira.
En la puerta, Anabel posa una mano en el brazo de Cal. A pesar de que le ruega con los ojos, él pasa firme junto a ella y la aparta con gentileza. La abuela recorre con los dedos el borde de su capa roja, y el brocado negro pasa por sus yemas mientras él evita su mano.
—Tengo que hacer esto —lo escucho musitar—. El primer ministro tiene razón; debo pelear por ellos si lo harán por mí.
Nadie más habla y el silencio se espesa como una nube a baja altura; lo único que oigo es el roce de la ropa. Mi vestido se enfanga en torno a mis tobillos y me pongo rápido el traje sobre la ropa interior. Cambio entretanto de posición y fijo la vista en unos músculos que reconozco.
Tiberias aparta de mí la mirada, ya sin camisa y con el traje atado alrededor de la cintura. Sigo su espalda con los ojos, reparo en las escasas cicatrices de una piel por lo demás sedosa y esculpida. Son antiguas, más que las mías, obtenidas en el entrenamiento, en un palacio y un frente de guerra que ya no existen. Aunque un sanador podría borrarlas pronto con su tacto, él las conserva, colecciona marcas en el cuerpo como otro lo haría con medallas o distintivos.
¿Se ganará más de ellas el día de hoy? ¿Cumplirá Davidson su promesa?
Una parte de mí se pregunta si ésta no es una trampa para el genuino rey Calore, un asesinato fácil disfrazado de amenaza real. Pero aun si Davidson mintió acerca de que no le haría daño a Tiberias, no es un idiota; eliminar al mayor de los Calore no haría más que debilitarnos, destruiría un escudo vital entre Montfort y la Guardia Escarlata, por un lado, y Maven por el otro.
Es imposible que deje de mirar. Puede que esas cicatrices sean antiguas, no así la marca casi violeta donde el cuello se funde con el hombro. Ésa es nueva, de hace unos días. Yo se la hice, pienso, y trago saliva para mitigar un recuerdo tan próximo como infinitamente lejano.
Alguien me sacude el hombro y me saca de las arenas movedizas de Tiberias Calore.
—¡Hey! —exclama Farley con aspereza y tono admonitorio; no se ha quitado su uniforme rojo oscuro de comandante y me mira con amplios ojos azules—, déjame a mí.
Sus dedos suben con celeridad el cierre de la espalda de mi traje y el conjunto se ajusta a mi cuerpo. Arrastro los pies y acomodo la tela gruesa de mis muy largas mangas, cualquier cosa que me permita olvidarme del príncipe exiliado, quien justo ahora mete los brazos en el traje.
—¿No había nada de tu talla, Barrow?
El marcado acento de Tyton me ofrece una necesaria distracción. Se yergue junto a nosotras, con la espalda apoyada en la pared y una pierna estirada. Su traje es igual al mío, más a la medida de su espigada figura. No porta ninguna insignia de relámpago, ningún símbolo ni insignia de su mortalidad. Su presencia revela que Davidson no tiene necesidad de aparentar accidentes útiles para eliminar a sus adversarios; le basta con Tyton. Esta escalofriante idea es en cierto modo un bálsamo. Esto no es una trampa, al menos; no hace falta que lo sea.
Me pongo las botas con una sonrisita de suficiencia.
—El sastre se las verá conmigo cuando volvamos.
En el otro extremo de la habitación, Tiberias se sube las mangas y deja al descubierto su pulsera flamígera. Evangeline se ve casi aburrida junto a él, con sus pieles en el suelo para mostrar la armadura que la cubre de pies a cabeza. Atrapa mi mirada y la sostiene.
Pese a que doy por supuesto que no se arriesgará por nadie que no sea Elane Haven, me siento más segura con ella cerca. Ya me ha salvado dos veces y le soy útil todavía; nuestro acuerdo sigue en pie.
Tiberias no debe recuperar el trono.
El salón se vacía cuando pasamos de los vestidores a las interminables hileras de armas del fondo. Farley se pertrecha lo mejor posible, con una pistola en la otra cadera y un rifle corto cruzado en la espalda. Sospecho que ya lleva escondidos sus puñales. No tomo ningún arma; Tyton recoge del estante un cinturón, una pistola y una funda y me los tiende.
—No, gracias —refunfuño; no me gustan las armas ni las balas, no confío en ellas ni las necesito. No puedo controlarlas como a mi relámpago.
—Algunos de los saqueadores son silenciadores —su voz restalla como un latigazo y la sola idea me trastorna: conozco demasiado bien la sensación de la roca silente y por ningún motivo querría soportarla de nuevo.
Sin previo aviso, Tyton sujeta el cinturón a mi cintura y fija la hebilla con agilidad. El arma se desliza dentro de su funda, la siento pesada y ajena en mi costado.
—Si pierdes tu habilidad —agrega—, es mejor que tengas un respaldo.
Detrás de nosotros, la temperatura aumenta a causa de una propagación de calor, lo que sólo puede significar una cosa. Me doy la vuelta a tiempo para ver pasar el hombro de Tiberias, quien guarda su distancia, obstinado en mirar el suelo e ignorarme mientras camina.
Bien podría llevar un rótulo colgado al cuello.
—¡Cuida esas manos, Tyton! —reclama por encima del hombro—. Ella muerde.
El nuevasangre ríe enigmáticamente. No es preciso que responda ni intenta hacerlo, lo que no hace otra cosa que indignar más a Tiberias.
Por una vez, no me importa el rubor que arde en mis mejillas y me aparto de Tyton, quien no cesa de reír.
Tiberias me observa cuando lo alcanzo y sus ojos broncíneos se encienden con algo más que su fuego habitual. Mis extremidades se cargan de energía eléctrica y la mantengo bajo control, la aprovecho para intensificar mi resolución.
—¡No seas tan posesivo! —le doy un codazo cuando paso junto a él