Stranger Things. Brenna Yovanoff
’Cuda, ¿eh? Eso es un montón de caballos de fuerza para una niña pequeña.
—¿Y? Puedo conducirlo. Apuesto a que también podría conducir el tuyo.
Billy se acercó y se agachó para mirarme directamente a la cara. Tenía un olor marcado y peligroso, como a productos para el cabello y cigarrillos. Todavía sonreía.
—Max —dijo con voz maliciosa y canturreada—. Si crees que podrás acercarte a mi coche, estás absolutamente equivocada —pero estaba sonriendo cuando lo dijo. Rio de nuevo, pellizcó la colilla y la arrojó. Sus ojos brillaban.
Y pensé que todo era una gran broma, porque de esa manera era como hablaban los tipos de esa clase. Los vagos y los maleantes que papá conocía, todos los que se reunían en el Black Door Lounge al final de la calle de su apartamento en East Hollywood. Cuando hacían bromas sobre la temeraria hija de Sam Mayfield o me fastidiaban hablando sobre chicos, sabía que sólo bromeaban.
Billy se cernió sobre mí, estudiando mi rostro.
—Sólo eres una niña —dijo de nuevo—. Pero supongo que incluso las niñas pueden distinguir una buena carroza cuando la ven, ¿no?
—Claro —dije.
Pero, de hecho, yo había sido lo suficientemente tonta para creer que éste era el comienzo de algo bueno. Que los Hargrove estaban aquí para que todo fuera mejor, o estuviera bien, por lo menos. Que esto era una verdadera familia.
CAPÍTULO DOS
Mi primer día en la escuela secundaria Hawkins fue un martes, para entonces el curso ya había empezado hacía más de un mes. Mamá no nos había obligado a ir el día anterior porque todavía no tenían todos nuestros documentos. Pero esa mañana, ella asomó la cabeza en mi habitación y me dijo que me levantara.
Todas mis cosas estaban todavía en cajas, y pensé que me haría deshacer el equipaje, pero sólo sonrió y me dijo que era hora de ir a la escuela. Me dio la impresión de que tal vez tener a Billy por ahí todo el tiempo comenzaba a volverla un poco loca. O tal vez finalmente se había dado cuenta de que me había pasado tres días en la sala de juegos. Y habría pasado un cuarto día allí, pero no podía faltar a la escuela para siempre y, de todas formas, ya no tenía más dinero para fichas.
Después del desayuno saqué mi mochila y mi monopatín y salí detrás de Billy.
El Camaro olía como siempre, a laca para el cabello y cigarrillos. Billy se deslizó en el asiento del conductor y encendió el motor. El automóvil rugió al despertar con un gruñido irregular, y un instante después ya estábamos arrasando la carretera rural de dos carriles, rumbo a la ciudad, más allá de bosques y campos y montones de ganado.
En el asiento del conductor, Billy mantenía la mirada al frente.
—Dios, este lugar apesta. Apuesto a que ya estás planeando tu próxima fuga de la cárcel, ¿no?
Miré por la ventanilla, con la barbilla apoyada en la mano.
—No.
Mamá estuvo a punto de sufrir una embolia cuando la policía me llevó a casa desde la estación de autobuses de San Diego. Ella no paró de hablar de cuánto los había asustado, y lo peligroso que era simplemente salir corriendo a Dios sabría dónde, pero estaba completamente equivocada, perdida; no había entendido nada. Yo no había salido corriendo a Dios sabría dónde, me iba a Los Ángeles para ver a papá. Claro que para mamá, sin embargo, eso había significado más o menos lo mismo.
Desde que se habían separado, papá había estado viviendo en un pequeño y asqueroso apartamento en East Hollywood con alfombras apelmazadas y ventanas tan sucias que hacían que todo pareciera como si estuviera bajo el agua.
Él se quemaba con el sol incluso más fácilmente que yo: era un irlandés con el cabello tan oscuro que parecía teñido, pero podías ver las venas a través de su piel. Sabía de ciencias y de matemáticas y todas las respuestas al crucigrama del domingo, y podía abrir un candado Master Lock con un clip y la lengüeta de una lata de Coca-Cola.
Mamá no lo soportaba cuando pasaba la noche con él. Se preocupaba por todo: los ladrones y los accidentes de tráfico y si tendría o no una hora para irme a dormir. Incluso cuando se llevaban bien, él siempre la fastidiaba dejándome hacer las cosas que ella no me permitía. No era difícil hacer que mamá enloqueciera presa del pánico, pero las cosas que le preocupaban con respecto a él ni siquiera eran tan importantes. No me llevaba a peleas de perros, él sólo me enseñaba a usar su taladro para hacer un cochecito con cajas de naranjas y ruedas de patines.
Después del divorcio, mamá se volvió todavía más nerviosa y papá, más descuidado. Cuando regresaba a casa con la camiseta rota o un rasguño en la rodilla, ella prácticamente se ponía histérica. Nunca le conté sobre la lección en el estacionamiento en Jack in the Box ni que él me dejó montar en el asiento del conductor de su viejo y destartalado Impala.
Cuando le explicaba los fines de semana en casa de papá, era fácil omitir las partes que ella no aprobaba. Como por ejemplo que él siempre llegaba tarde para recogerme en la estación de autobuses, o que a veces se quedaba dormido frente al televisor. Los fines de semana le gustaba conducir hasta el hipódromo, y yo me sentaba en un taburete de plástico junto a él, comía cacahuetes y observaba los caballos.
Mudarse con él no habría sido lo peor del mundo. Los Ángeles era una ciudad genial. Tenían clubes punk y el restaurante de salchichas Oki Dog y bandas de chicas con monopatín. Echaría de menos a mis amigos, por supuesto, pero las cosas se habían puesto tan raras con ellos ese verano que ya ni siquiera estaba segura de que eso importara.
En realidad nunca había pensado en San Diego de una manera u otra hasta que descubrí que nos iríamos. Neil y mamá nos sentaron en el salón y nos dijeron que habían decidido que nos mudaríamos a Indiana, pero eso era mentira. Neil lo había decidido. Mamá sólo asintió, sonrió y aceptó su jugada.
Billy fue el que perdió el control con la noticia. Puso su música a todo volumen, dio portazos por toda la casa y no apareció a la hora de la cena.
Yo sólo decidí que no iría.
Sin embargo, mi fuga duró poco. La policía me llevó de regreso a casa, reuní todas mis cosas en diez cajas de cartón de la licorería y observé cómo los de la mudanza las apilaban en la parte trasera de un camión alquilado. Ahora estábamos aquí, en Hawkins.
El pueblo era más pequeño de lo que había imaginado, pero también algo dulce. Podría estar bien. El centro de la ciudad era pequeño y se encontraba en mal estado, pero al menos lo decoraban para Halloween. Y tenían una sala de juegos. ¿Podía ser malo un lugar con un salón de juegos?
A mi lado, Billy miraba la carretera como si ésta le ofendiera.
La escuela secundaria Hawkins era un largo edificio de ladrillos al otro lado del estacionamiento del instituto. Era sencillo y robusto, más parecido a una cárcel del condado que a una escuela. Mamá había dicho a Billy que me llevara y entrara conmigo para asegurarse de que tuvieran todo listo para mi primer día, pero él pasó volando más allá de la puerta principal y entonces aceleró de pronto hacia el aparcamiento del instituto.
—¡Eh! —lo miré y golpeé el salpicadero con la mano—. Se suponía que debías dejarme.
Billy giró la cabeza para mirarme.
—Pero no quiero, Max. No me pagan para ser tu niñera. Si no te gusta, quizá mañana puedas ir andando.
No respondí, sólo tomé mi monopatín y mi mochila. Cuando salí del coche, no miré atrás.
Encontré fácilmente la oficina, en un pequeño pasillo a un lado de las puertas principales.
La mujer detrás del mostrador vestía una brillante blusa pasada de moda. Cuando le dije por qué estaba allí, me miró como si fuera una especie de criatura