Nuevas lecturas compulsivas. Félix de Azúa
se apresura a destruir el fundamento de su unidad, la lengua, y de ese modo impide que se realice una habitación en común y una memoria única. El Señor dispersa a los humanos por la haz del mundo, convertidos en grupos mutuamente ininteligibles, y así los convierte en signos que señalan los unos a los otros.
La dispersión, si se atiende a la traducción literal, no es el castigo de ningún desafío, ni se produce «con dolor»; es tan sólo una necesidad técnica para que los mortales pueblen la tierra, ya que ése es el proyecto divino y condición para la existencia misma de los humanos:
Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios, diciéndoles: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra...»10
Por eso, la divinidad, tras el Diluvio, repite a los supervivientes del Arca la orden de ocupar toda la tierra, como signo de que el proceso de habitación, interrumpido por la iniquidad de los cainitas, vuelve a comenzar:
Bendijo Dios a Noé y a sus hijos, diciéndoles: «Procread y multiplicaos y llenad la tierra...»11
Si el destino de los mortales es ocupar toda la tierra, no deben permanecer unidos en una sola ciudad, ni es conveniente que usen una sola lengua. Su propia cohesión es un impedimento para poblar rápidamente las enormes extensiones postdiluvianas. La multiplicación de las lenguas responde a una necesidad de orden táctico en el proceso de habitación del mundo. No hay desafío humano en la construcción de la Torre, ni castigo divino en la supresión del lenguaje común: el Señor multiplica las lenguas para que los mortales, debilitados, se extiendan a gran velocidad empujándose los unos lejos de los otros. Ésta es la razón de que «por poco» (pero aún no del todo) hayamos perdido el lenguaje en tierras extranjeras: nos queda todavía la memoria de la unidad inicial y gracias a ella podemos aún entendernos a través de los diferentes lenguajes. La traducción es el sacrificio permanente que mantiene viva la memoria del lenguaje común.
En la táctica de dispersión que emplea el Señor contra los mortales para desunir la ciudad de Babel, es sensato ver una explicación mítica de los primeros asentamientos y la aparición de ciudades cuando los pueblos nómadas se hicieron sedentarios. Para el espíritu del redactor yavehísta de este fragmento del Génesis, la construcción de una ciudad suponía la renuncia al nomadismo (el redactor habla de desplazamientos hacia oriente en tiendas de campaña), lo que va en contra de la errancia que debía conducir al pueblo elegido hasta la tierra de promisión.
En la interpretación rabínica inspirada por la midrash, a Yahvé le perturba que los humanos se establezcan en ciudades en esta etapa de la habitación del mundo; el Señor los quiere nómadas y errantes. También suelen resaltar los rabinos una crítica implícita en el texto contra las invenciones técnicas: los de Babel utilizan el ladrillo, que es un producto artificial, un invento humano, en lugar de usar la piedra que es el producto «natural». Los zigurats, en efecto, estaban construidos con ladrillo crudo en sus zonas internas y con ladrillo cocido (a veces esmaltado) en sus zonas externas. Una parte de la tradición rabínica interpreta el fragmento como un intento de los descendientes de Noé para alcanzar la seguridad por sí mismos mediante argucias técnicas, como si la seguridad y el asentamiento en el mundo pudieran conseguirse únicamente mediante la voluntad humana y sin mediar la voluntad de Yahvé. El Señor les quita pronto todas las esperanzas en tal sentido. Pero ni siquiera en estas lecturas estrictas y severas hay la menor culpa por parte de los mortales. Tan sólo un acto dictado por el instinto de conservación, rápidamente neutralizado por el Señor.
la torre de babilonia
La única frase que podría interpretarse como un desafío («y su cabeza en los cielos») no es, posiblemente, sino la traducción hebraica de la inscripción que los constructores asirios esculpieron al pie del zigurat de Babilonia levantado (y abandonado) en tiempos de Nabucodonosor I (siglo xii a. C.): «E-temen-a-ki», es decir: «casa del fundamento del cielo y de la tierra». Para los asirios, la pirámide en terrazas era una escala por la que descendía el dios cuando deseaba visitar a los mortales en su ciudad (había un santuario en los fundamentos de la torre seguramente destinado a la hierogamia del dios con una mortal); y, a su vez, los mortales subían a la «cabeza» de la torre para observar el curso de los astros (un segundo santuario dedicado a la adivinación astrológica estaba situado en la cúspide), lo que explica razonablemente esa expresión, «la cabeza en el cielo», que figura en el texto. La torre era la casa que unía la tierra con el cielo, tanto en sentido ascendente como descendente.
Es muy probable que el redactor del fragmento bíblico, o los sucesivos redactores datables hacia el siglo x a. C., estén comentando la historia verídica del zigurat de Nabucodonosor I que quedó inacabado doscientos años antes (siglo xii a. C.). En el siglo vii a. C. el emperador Nabopolasar emprendió su restauración y de ella hay un eco en Herodoto, quien aún pudo ver los restos de la torre «de Etemenaki» hacia el año 460 a. C. El redactor yavehísta usa la leyenda para dar su explicación sobre el origen de las lenguas, la aparición de los pueblos sedentarios, y las primeras construcciones de ciudades.
De otra parte, la leyenda de la división de las lenguas podría remontarse precisamente a un poema épico sumerio, Enmerkar y el Señor de Aratta, datable en el tercer milenio antes de nuestra era, donde se menciona por primera vez el tema del lenguaje originario único y la historia de su dispersión por la acción de un dios enfrentado a otro dios. Pero tampoco en el relato sumerio interviene la culpabilidad humana; sólo las disputas divinas cuyos efectos caen sobre los mortales porque lo propio de su destino es soportar los conflictos divinos.
Un arqueólogo creyente, André Parrot, notorio precisamente por sus excavaciones en Mesopotamia, insinúa con muchísima prudencia y abundante zalamería dirigida a los teólogos vaticanos (por los que siente un pánico cerval) que finalmente el zigurat babilónico de Etemenaki, y por lo tanto la Torre de Babel, no era sino «un trait d’union destiné à assurer la communication entre la terre et le ciel».12 No un instrumento de soberbia y lucha contra la divinidad, sino «una mano tendida» hacia la altura, como lo define patéticamente.
¿Por qué, entonces, tenemos nosotros esa clara memoria de la leyenda de Babel como un terrible castigo de nuestra maldad? ¿Por qué recordamos el relato como otro capítulo de la culpabilidad humana, el tercero en el Génesis?
la culpa
Lo cierto es que la tradición cristiana (aunque no toda la tradición cristiana) adoptó otra versión de la leyenda de Babel, una versión muy posterior a la escritura del Génesis, la cual, esta vez sí, es una versión culpabilizante: la de Flavio Josefo en sus Antigüedades judías, la de Filón de Alejandría en De confusione linguarum, la del Pseudo-Filón en sus Antigüedades bíblicas. Una tradición que llega hasta el De Vulgari Eloquentia de Dante y finaliza con el Hegel de El espíritu del cristianismo y su destino.
Nuestra convicción de que la leyenda es un relato de pecado y penitencia obedece a que los traductores modernos de la Biblia siempre desvían el sentido del texto tendenciosamente, porque todos ellos obedecen a la tradición interpretativa culpabilizadora. Traducciones como: «cuya cúspide llegue al cielo» (De Valera), o «que su cima toque al cielo» (Pirot), por ejemplo, insinúan que los constructores quieren violar el espacio divino. El caso más exagerado es el de la Biblia de Jerusalén: «Bâtissons-nous une ville et une tour dont le sommet pénètre les cieux».13 Según estos honrados traductores, los humanos querían, por lo menos, perforar el cielo.
Otros exégetas prefieren situar la soberbia humana en la necesidad de «darse un nombre». Así, «y hagámonos nombrados», dice la Biblia del Oso, y una pérfida nota a pie de página añade: «célebres, hombres o gente famosa», como si los constructores sólo estuvieran movidos por la vanidad. O bien, «y nos haga famosos» (Nácar-Colunga), junto con esta admirable elucidación de los «profesores de Salamanca»: «El autor sagrado ve en estos designios algo demoníaco en contra de los designios divinos».14
no todos
Antes de exponer, aunque sea muy brevemente, la segunda leyenda de Babel, me permito adelantar que