Nuevas lecturas compulsivas. Félix de Azúa

Nuevas lecturas compulsivas - Félix de Azúa


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y el pueblo elegido quedan, por lo tanto, como guardianes de una lengua sagrada mediante la cual pueden comunicarse con el Señor.

      De todos los relatos de fuente judía, el más influyente fue el extenso tratado de Flavio Josefo (Joseph ben Matthias), Antigüedades judías, seguramente escrito a finales del primer siglo (entre 40 y 100) y muy penetrado por los comentarios haggádicos de la Torah. Su autor, adscrito según su propio testimonio a la escuela farisea desde los diecinueve años, hizo carrera en Roma, alcanzó la ciudadanía, y sus obras se conservaron en las bibliotecas públicas copiadas con cargo al estado, lo que explica su notabilísima difusión. Josefo dio un profundo matiz a la soberbia humana (lo que traerá consecuencias en la era moderna) al hacer de Nemrod un precursor de Napoleón, y el inventor de la tiranía secularizada y tecnocrática:

      [Nemrod] les persuadió de que era un error tener a Dios por única causa de la prosperidad, y que debían considerarla hija de su propio talento humano, y poco a poco fue transformando la situación en una tiranía, ya que pensaba que el mejor modo de hacer perder el temor de Dios a los hombres era usar a fondo la propia potencia humana. Prometió vengarse de Dios si trataba de inundar la tierra de nuevo, y propuso la construcción de una torre más alta que el nivel que pudieran alcanzar las aguas, y así vengar a sus antepasados.18

      Otros textos menos divulgados, de origen helenístico aunque de cultura judía como los Oráculos sibilinos (datable entre el año 80 a. C. y el 50 a. C.), o el sincretista De confusione linguarum de Filón de Alejandría (primer siglo de nuestra era), tuvieron también fuerte penetración entre los comentaristas cristianos debido al paralelo que establecen entre los mitos griegos y los mitos hebreos, en defensa de la superioridad bíblica. En la hermenéutica alejandrina, la leyenda de la Torre de Babel se identifica con la guerra de Zeus contra los Titanes. Para Filón, por ejemplo, el modelo de los constructores babélicos son los hijos de Poseidón e Ifimedea, los cuales intentaron armar una escala que les permitiera llegar hasta Zeus, superponiendo los montes Osa, Olimpo y Pelión (Odisea, XI, 315-8). Ambas gigantomaquias, la hebrea y la griega, se presentan en Filón como símbolos de una misma y única verdad figurada en lenguas diversas. La interpretación de Filón propone una atractiva alegoría (que influirá en el pensamiento de los gnósticos), según la cual la Torre simboliza el esfuerzo de los humanos por alzarse hasta el Logos.

      Los sincretistas de Alejandría fueron adaptados por los Padres de la Iglesia: por San Irineo y San Teófilo de Antioquía (comentarista de los Oráculos sibilinos), por Orígenes (lector de Filón y del Targum), por Agustín de Hipona (quien retoma el asunto de los Gigantes constructores pero da una importancia nueva y trascendental a la Ciudad, la cual casi había desaparecido bajo la sombra de la Torre), y por tantos otros que repiten el mismo tópico de mil y una maneras distintas. En resumidas cuentas, la penalización de origen helenístico y hebreo es acogida sin discusión y perfeccionada por la patrística cristiana.

      los modernos

      Y tras la patrística, siguió culpabilizando toda la tradición culta medieval. La más influyente de las autoridades, Dante, utiliza en De Vulgari Eloquentia la leyenda de Babel para defender la lengua vulgar frente al latín, e incluye al gigante Nemrod de la exégesis hebrea en los últimos y terribles círculos infernales de la Comedia como culpable de uno de los más nefandos pecados de soberbia. Es muy notable que Dante, al igual que la midrash, presente la confusión de las lenguas como una incompatibilidad entre lenguajes técnicos y gremiales, cada uno de ellos incomprensible para quien no pertenece a la cofradía:

      Sólo usaban la misma lengua aquellos que se habían agrupado para una misma tarea; así, por ejemplo, quedó una misma lengua para todos los arquitectos, otra lengua para todos los poliorcetas, otra para los talladores de piedra, y así sucesivamente para cada grupo de obreros. El género humano fue, por tanto, dispersado en tantas lenguas como trabajos imponía la construcción; y cuanto mayor fue la excelencia de su tarea, más ruda y bárbara es ahora su lengua.

      Las lenguas romances son, para Dante, hijas de aquellos lenguajes gremiales y técnicos. La descendencia lingüística de este argumento dantesco es infinita.

      El modelo culpabilizador pasó intacto a los reformadores durante el Renacimiento, y Lutero volverá a hablar de una guerra de los humanos contra Dios en los orígenes del mundo. En su Comentario al libro del Génesis añadió, sin embargo, aquella hábil aproximación de Babel con la Roma constructora de la basílica de San Pedro que tanto seducía a Juan Benet, pero sólo para hacer un uso político de la analogía y no porque creyera que la dispersión de los constructores babélicos había sido un regalo divino. Thomas Müntzer, en cambio, utilizó el tema agustiniano de la ciudad del mal para fustigar a las ciudades feudales opresoras del campesinado. Y no habrá un solo utopista, de More a Campanella, que no repita la versión penalizadora.

      Quizás la más radical de todas las interpretaciones es la de Roger Caillois, quien entiende que la divinidad ni siquiera hubo de intervenir para dispersar a los constructores. La soberbia de los babélicos, los cuales se presentaban ante sus semejantes como hombres superiores y de ideas muy radicales, actuó como un disolvente y arruinó cualquier posibilidad de construir la Torre. ¿Por qué iban a preocuparse de calcular y medir, de levantar con aplomo y solidez, de ornamentar y sanear, unos obreros que habían superado nada menos que la idea misma de divinidad y que miraban con desprecio a los pobres estúpidos que aún hacían ofrendas? No hubo necesidad de castigo: la propia culpa destruyó a los babélicos. La lectura de Caillois, ingeniosa y malévola, aproxima el episodio de Babel al de las vanguardias artísticas contemporáneas.

      Pero éstas son derivaciones externas al núcleo moral de la leyenda de Babel y utilizaciones oportunistas del mito. Hora es ya de regresar a nuestro punto de partida, es decir, a la diferente visión que sobre la culpabilidad de los humanos tenían Hegel y Hölderlin allá por los años 1798 y 1802.

      el filósofo y el poeta

      En 1797 Hölderlin logró que Hegel fuera elegido para una plaza de preceptor en la ciudad de Frankfurt, en donde él mismo residía contratado por el banquero Gontard para educar a los cuatro hijos de su esposa Suzette. Y aunque en 1798 se vio obligado a dejar el empleo porque su relación con Suzette no era del agrado de Gontard, Hölderlin buscó domicilio muy cerca de Frankfurt para mantener viva su ligazón amorosa. Así que ambos amigos, Hölderlin y Hegel, permanecieron en constante relación hasta 1800. En una de sus últimas cartas, antes de acudir a Frankfurt desde Berna, Hegel le había escrito a Hölderlin:

      La parte que en mi rápida decisión [de aceptar el empleo] haya tenido el ardiente deseo de volver a verte y hasta qué punto el pensamiento de nuestra reunión, el alegre porvenir que compartiremos juntos, va a permanecer vivo ante mis ojos durante los días venideros, eso es algo sobre lo que no voy a extenderme.

      Hegel y Hölderlin se encontraban en un momento crítico de su desarrollo intelectual, y precisaban el uno del otro para un constante contraste de puntos de vista. A las turbulencias sentimentales añadió Hölderlin, en ese mismo periodo, la redacción inacabada de su Empédocles y los esenciales fragmentos sobre la tragedia griega; un temario de filosofía política centrado en las relaciones jurídicas de los individuos dentro de la pólis. Hegel, a la sazón, redactaba el también inconcluso Espíritu del cristianismo y su destino, en el que trata de pensar los orígenes jurídicos de las monarquías cristianas. Ambos estaban reflexionando sobre el fundamento de una posible sociedad libre, empujados por el huracán de la Revolución Francesa. Y ambos se hacían la misma pregunta: ¿por qué y cómo desaparecieron los dioses que sostenían las libertades de la pólis griega? O lo que es igual: ¿cuál es la esencia del cristianismo? ¿Por qué nuestras sociedades cristianas son sociedades absolutistas y serviles? ¿Cómo y por qué la cultura cristiana prefirió la servidumbre?

      Para el Hegel de Frankfurt la respuesta es clara: el cristianismo es una de las múltiples estrategias de control sobre ese vacío que llamamos «muerte»; una estrategia que consiste en deshacerse de todas las libertades potenciales para vivir una libertad absoluta en sueños. La misma estrategia que cíclicamente empuja a los pueblos al totalitarismo cuando la vida interna de la sociedad se ha extinguido. El origen de esa estrategia hay que buscarlo,


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