Nuevas lecturas compulsivas. Félix de Azúa

Nuevas lecturas compulsivas - Félix de Azúa


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en un español sin sonajero, de una sobria elegancia. Su prólogo, un ensayo sobre el poema que permite pensar que no se ha agotado la gran tradición crítica de los años cincuenta del siglo pasado, es imprescindible antes o después de la lectura.

      Octavio Paz y Pere Gimferrer. Cartas de poetas

      En el grueso volumen editado por Seix Barral, en sus más de doscientas cartas firmadas por uno de los protagonistas, se cuenta una historia.21 Es un topos clásico, mil veces repetido y que ha alimentado a la literatura desde su nacimiento. Henry James compuso variantes extraordinarias de esta historia clásica, pero las hay también en la literatura griega, japonesa o rusa. Es la historia del maestro y el discípulo. Una historia eterna.

      Octavio Paz fue uno de los últimos ejemplos de poeta transnacional, una figura que está desapareciendo a gran velocidad. Hasta hace unos años había poetas que eran leídos, no como voces emanadas de una cultura específica, de un lugar geográfico concreto o de una demarcación administrativa, sino como voces sin otra procedencia que la propia tradición poética, de Homero a Pound.

      Que la poesía, como la filosofía, no puede pertenecer a ningún lugar físico es una creencia que aparece durante el Renacimiento, cuando los poetas trasladaban sus poemas del latín al italiano, y del italiano al castellano o al gallego o al catalán, y de ahí, de nuevo al latín sin el menor problema. Desde Descartes, pero todavía en la época de Baudelaire, era frecuente que los filósofos y los poetas comenzaran escribiendo sus primeras piezas en la lengua de Ovidio, cambiaran luego a las lenguas vernáculas, o se trasladaran a otras de mayor acogida internacional sin el menor empacho.

      La figura del poeta transnacional se sustenta sobre la creencia, tanto lingüística como filosófica, de que todas las lenguas son capaces de decir lo mismo y de que la poesía sólo tiene como fundamento a la propia tradición literaria. Con esa convicción escribieron poetas como Petrarca, Shakespeare o Eliot. Pero frente a ese modelo se levanta otro poeta, el poeta romántico y nacional, sustentado sobre la creencia opuesta, la de que cada lengua sólo puede decir lo suyo, lo específico de su cultura nacional, y que tal diferencia es intraducible a otras lenguas. Este segundo tipo de poeta no atiende tanto a la autoridad de la milenaria historia de la poesía, cuanto a la autoridad de su propia lengua, y considera que ésta es la emanación de un espíritu trascendente, el Volksgeist o «espíritu del pueblo». En cierto modo el poema, según cree el romántico, no lo produce el poeta sino la lengua misma, de manera que el poema es un patrimonio de la colectividad nacional y no un objeto dirigido únicamente a los lectores de poesía.

      Ambas posturas, la renacentista que obedece a la autoridad literaria y la romántica que obedece a la autoridad nacional, se han prolongado durante el siglo xx en formas más o menos puras y más o menos híbridas. Hubo, por ejemplo, vanguardistas transnacionales y renacentistas como los surrealistas o los constructivistas, pero también vanguardistas románticos y nacionales como algunos futuristas y expresionistas. Todavía hoy ciertos poetas se inclinan hacia la racionalidad semiótica y otros hacia el mito del verbo nacional.

      Octavio Paz, que escribía desde una posición transnacional heredada de la vanguardia ilustrada de principios de siglo, se encontró, en el año 1966, con una figura que al principio debió de parecerle familiar —un joven heredero del surrealismo— y a quien creyó poder orientar como maestro. Se trataba de un muchacho que le escribía desde Barcelona para darse a conocer. La historia comienza, pues, de un modo característico y las primeras cartas de este libro muestran, como no podía ser menos, a un poeta muy puesto en su papel de experto que ayuda al principiante a disipar dudas y enmendar errores:

      A mi juicio el texto ganaría mucho si lo sometieses a tres operaciones: condensar, simplificar y marcar más claramente las transiciones y contrastes. En algunos casos, la condensación implica supresión de pasajes más bien enumerativos; en otros, substitución de frases y giros (etc.). (9 de abril de 1979.)

      Pero muy rápidamente el discípulo fue tomando entidad y al final del proceso era el maestro quien consultaba el criterio de su joven amigo, y en él encontraba el apoyo y la orientación que le faltaban:

      Tus poemas, que he leído con grandes dificultades y gracias al diccionario que me regalaste, me han encantado. Es el tipo de poesía que a mí me gustaría hacer ahora. (10 de marzo de 1980.)

      Y procede luego a comparar esos poemas con los de la Antología griega. Diez años más tarde, el discípulo se hace ya del todo imprescindible:

      Hace un siglo que no te escribo aunque a menudo converso mentalmente contigo para comentar algo que he visto, leído u oído —un cuadro, una página, un nombre. [...] Guardo tu pequeño ensayo entre unas cuantas cosas preciosas para mí —cartas de Cernuda, Bianco, Buñuel, Elizabeth Bishop, Reyes, libros de Breton, Camus, Michaux, Caillois... (30 de abril de 1991.)

      Sin duda el discípulo había entrado en el panteón personal del maestro. Lo sorprendente del caso (o, si se prefiere, su variante específica) es que este joven, en un momento de la relación epistolar, había optado por un cambio de lengua que a Paz le tomó desprevenido. Hay un conjunto de cartas en las que el maestro, siempre respetuoso, transmite su incertidumbre:

      Al cerrar tu libro pensé que era una lástima que no hubiese aparecido en castellano pero corregí inmediatamente este envidioso nacionalismo lingüístico y me dije: qué bueno que ese libro de poemas haya aparecido ahora —en catalán o en cualquier otro idioma—... (14 de junio de 1971.)

      La admirable generosidad de Octavio Paz (que es un mero síntoma de su inteligencia) le permitió saltar limpiamente por encima del escollo lingüístico, de la queja nacionalista por el «abandono» o «infidelidad» a la lengua-madre. Sin embargo, es lícito pensar que, siempre desde el respeto, se estaría preguntando algunas cuestiones. ¿Había hecho lo más adecuado, Gimferrer, cambiando el español por el catalán? Cabía la posibilidad de que con semejante decisión se hubiera destruido la base del mutuo entendimiento, a saber, la creencia de que toda poesía habla desde y para la poesía; cabía la posibilidad de que el joven discípulo se hubiera transformado en un poeta romántico cuyos poemas ya sólo se dirigirían a una comunidad nacional; cabía la posibilidad de que no se tratara tan sólo de un cambio de lengua funcional, como el que en su día decidieron Beckett, Nabokov, Conrad, Cioran o el Rilke de los poemas franceses, sino de un cambio de lengua en tanto que cambio de alma, y que el antiguo renacentista, el vanguardista transnacional, se hubiera transformado en un romántico de raíz germana y colectivista.

      No fue así. Poco a poco, Octavio Paz vio cómo la nueva lengua asumía los mismos desafíos que la anterior, la misma tarea que había comenzado en español, y comprobó con qué terquedad iba Gimferrer continuando su proyecto poético, ahora amoldado al nuevo material lingüístico cuyas peculiaridades le iban a permitir un trabajo perfectamente original. La escultura seguía creciendo y aunque del bronce se hubiera pasado al mármol la figura seguía siendo la misma.

      Al final de su vida, Octavio Paz ya no precisaba de un diccionario para leer a su discípulo. Un idioma para él desconocido había entrado en su hábito poético y ahora ya podía considerarlo familiar. De ese modo Paz descubrió una lengua cuya capacidad para transmitir el poema no era distinta a la del inglés o el español, y así pudo leer a Ausiàs March, a Foix o a Riba. El discípulo le había descubierto un continente poético al maestro.

      Si algo se manifiesta en esta correspondencia es, precisamente, que no es el llamado «genio de la lengua» lo que hace posible el poema, sino la voluntad del poeta y su adaptación a una tradición milenaria construida con decenas de lenguas y para lectores de culturas tan diversas como la mejicana y la catalana. Y también, claro está, la aplicación adecuada en cada caso de esa inteligencia a un material lingüístico concreto. El mítico horizonte circular de Fichte y Herder, esa clausura en el seno de la lengua-madre intraducible, parece sólo una muralla de conveniencia para desviar la responsabilidad propia hacia una entidad trascendental a la que nadie pueda pedir cuentas. Gimferrer, como pronto entendió Octavio Paz, estaba dispuesto a rendir cuentas sin abrigarse en ningún refugio colectivo o trascendental.

      Durante treinta años, Paz y Gimferrer se rindieron mutua cuenta de su tarea poética con palabras perfectamente claras y responsables,


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