Nuevas lecturas compulsivas. Félix de Azúa

Nuevas lecturas compulsivas - Félix de Azúa


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comparación, pero los biólogos saben que hay linces y que gozan de buena salud porque van dejando deposiciones aquí y allá, a veces rellenas de huesecillos animales y otras veces de simiente frutal. Esto me lo enseñó el propio Paco en nuestras primitivas excursiones. También me enseñó palabras poéticas como «egagrópila». Los poetas saben palabras que parecen pertenecer a una lengua ancestral.

      Pues bien, mal que nos pese, los poemas vienen a ser esas señales orgánicas que dan fe de vida. No estoy siendo soez. Recuerden que la obra de arte que inaugura el arte contemporáneo, la Mona Lisa del arte actual, es un urinario.

      Así que la vida del poeta Ferrer Lerín no tiene nada que ver con la vida habitual de los ciudadanos, aunque siendo Paco hombre de exquisita educación, lo disimule y lleve una vida aceptable para la Guardia Civil y para el Ministerio de Hacienda. Sin embargo, lo que él ha podido ver, lo que sabe de esta vida nuestra incomprensible, no tiene relación alguna con lo que nosotros hemos visto o sabemos. Pertenece a otro orden, a un saber que sólo se adquiere dedicando una vida completa a mirar hacia arriba y a soportar el fuego celeste.

      Y como estamos entre amigos, voy a contarles la última vez que Paco tuvo la generosidad de compartir conmigo un poema. Fue hace pocos meses. Estábamos agazapados unos cuantos lectores de su poesía entre los árboles de un monte de la Jacetania, que viene a ser el Macondo de Paco, a la espera de que bajaran los buitres para devorar unas piltrafas que antes habíamos extendido por una planicie a unos cincuenta metros de distancia.

      Les ahorro la descripción de una nube de buitres cubriendo el sol hasta hacernos creer que había llegado el crepúsculo a mediodía, y cayendo luego en picado a pocos metros de nuestros ojos. Lo que en esa ocasión me descubrió Paco no fue la épica de las carroñeras, que la tiene, sino la lírica del vuelo y de la caída. Cuando los buitres estaban ya a punto de precipitarse, Paco susurró casi para sí mismo, «el ruido, el ruido».

      En efecto, lo sobrecogedor no es el acto mismo del ave precipitada sobre la carroña, sino el estruendo de cien alas de siete metros cada una cayendo sobre la tierra como los ángeles condenados por su soberbia. Es una música atronadora y fúnebre. Un redoble colosal que parece anunciar la decapitación de un monarca.

      Ése fue el último poema que he compartido con Paco. Por fortuna, hay en este libro muchos otros poemas, esta vez escritos, que permiten al lector atento vivir experiencias inusitadas, capaces de transformar nuestras vidas terrestres en algo más próximo a la vida solar y de hacernos mirar hacia arriba aunque sólo sea durante unos minutos.22

      Porque los poemas de Paco imitan con gran exactitud la música de los buitres. El sonido de la caída. El himno de los condenados.

      Poesía y pintura. Ut pictura poesis

      Los supervivientes del Holocausto tardaron más de veinte años en poder contar su historia. El primer intento de Primo Levi, recién acabada la guerra, no dio resultado, su historia era incomunicable y fue rechazada por los distintos editores a los que llegó el manuscrito, comenzando por Einaudi. Sólo en los años sesenta pudo editarse y entrar en el circuito literario. Los lectores de los años cuarenta no tenían herramientas para aceptar como verosímil una narración semejante y los supervivientes carecían de formas previas, ya establecidas por anteriores horrores, para dar cuenta de tan terrible experiencia. El horror estaba en la memoria de los supervivientes como una nebulosa de recuerdos desordenados, un conjunto borroso de espantos superpuestos que exigía su clarificación, pero todo significado nuevo exige un aprendizaje narrativo y sólo muy despacio fueron apareciendo relatos y crónicas parciales de aquello que no podía formularse. Ahora cabe decir que ya hay una práctica de escritura y lectura suficiente, y que aquel horror ha cristalizado en objetos capaces de comunicarse a sociedades cada vez más numerosas. Simultáneamente, es posible que ese proceso haya significado también que el Holocausto comienza a pasar al olvido. La presencia de los relatos, fijados y analizados como obras, oculta un horror indecible y silencioso que va convirtiéndose en la enorme incógnita que se esconderá, ya para siempre, tras ellas.

      Ésta es una analogía (sin duda anacrónica) de lo que sucedió con la poesía a partir de Simónides. No podemos imaginar lo que supuso detener el flujo verbal, ligado a los acontecimientos y rituales, en una forma fija y estable que no equivalía a la legislación. La palabra detenida y mineralizada, transformada en objeto, sólo tenía como soporte, hasta entonces, la voluntad divina (el verbo sagrado) o la misma voluntad delegada en un rey (la ley), pero nunca hasta Grecia el poema había aspirado a una solidificación, a una permanencia que le permitiera estar siempre a mano.

      En Oriente la escritura había proporcionado marcas mnemotécnicas destinadas al intérprete sacerdotal, pero el poema de la época de Simónides sujetaba otro tipo de oración y la detenía construyéndola a la manera de un edificio en el que podían entrar y salir libremente los inquilinos como intérpretes propios. De ese modo se hizo posible que la palabra poética, huidiza y ligada al instante del acontecimiento (y también a una casta de «intérpretes»), se conservara materialmente y pudiera ser considerada una mercancía entre las mercancías. La palabra poética pudo desde entonces tener propietario, y cuando Simónides de Ceos vende por vez primera un producto poético (y de ese modo convierte el poema en una «obra»), se abre la puerta por la que Platón podrá poco más tarde expulsar de la pólis a los poetas como «autores» de poemas y elementos sociales inasimilables a la episteme.

      La revolución atribuida a Simónides no pudo ser otra cosa que la identificación y aceptación social de un nuevo modo de acceder al poema, y sólo podemos imaginar ese cambio de uso (de una importancia insondable) como un traslado de la piedad a la fruición, aunque sería superficial denominar a este paso simplemente como «estético». Podemos hacer un nuevo esfuerzo comparativo e imaginarnos a nosotros mismos, cuando de niños (aquellos que fueron educados en religión) recitábamos los rezos sin reparar en el sentido de las palabras. ¿Quién no recuerda la estupefacción que producía la frase «y bendito es el fruto de tu vientre Jesús»? Ni siquiera podíamos establecer una separación entre «vientre» y «Jesús», ya que el fruto era más verosímil nacido en el vientre de Jesús que en el de María, así que durante un tiempo decíamos que Jesús tenía frutos benditos en su vientre, aunque no entendiéramos la imagen. No era necesario. Sabíamos que el poder del rezo no estaba en las palabras mismas sino en el acto de decir las palabras. Éste no es un comportamiento infantil. Ha sido el hábito de millones de creyentes adultos mientras duró la misa latina.

      Creo yo que el paso de Simónides hubo de ser muy similar, a saber, el traslado de una recitación y audición cuyo significado (o cuyo poder, si es que hay alguna diferencia) estaba fuera del poema, emanado de una trascendencia misteriosa, a otra recitación que usaba ya el poema como máquina significadora por sí misma. De la repetición sacerdotal, cuya eficacia estaba en la pura enunciación (sin que los contenidos semánticos se superpusieran a la eficacia de la comunicación), debió de pasarse a una repetición hermenéutica y hedonista en la que los significados iban a ser el único contenido fundante, la única justificación del acto poético. El poema ya no unía verticalmente con un mundo trascendente cuya opacidad permitía todos los sinsentidos, sino que el poema comunicaba horizontalmente para nosotros y entre nosotros.

      Intuyo que así sucediera porque tengo presente una nueva analogía (y ya van tres) que atañe al comportamiento de las artes de la imagen tras un paso similar que tuvo su prólogo a finales del gótico europeo. La representación de imágenes bidimensionales había dependido de la arquitectura en términos absolutos hasta finales del siglo xiv, sea en forma de mosaicos o frescos, excepción hecha de algunos objetos de culto privado como los iconos portátiles bizantinos. Por decirlo de un modo brutal, el sentido de las imágenes venía predeterminado por un contexto arquitectónico que les concedía credibilidad. Pero gracias al invento del «cuadro» (una forma que se desarrolla exponencialmente en lo que llamamos «Renacimiento») la imagen adquirió un carácter traslaticio que permitió su uso en contra de cualquier situación ancilar respecto de algún edificio, es decir, respecto de algún lugar. A partir de entonces la pintura tuvo su propio lugar, se apropió de su lugar, y comenzó una carrera autónoma que culminaría (y quizás acabaría) en las vanguardias del siglo xx.

      La historiografía sociológica dice que


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