Nuevas lecturas compulsivas. Félix de Azúa
flotando en un espacio abstracto, separada de su envoltura arquitectónica (y simultáneamente semántica), perdió el antiguo contexto que le daba sentido y en muy breve plazo lo que había sido, pongamos por caso, la Virgen o el Crucificado en su propia casa, pasó a ser «una Virgen» o «un Crucificado» en el repertorio del arte de la pintura. Así se facilitó el paso de una contemplación piadosa, con sus contenidos fuera de la imagen (y por lo tanto indiferente a los contenidos no directamente icónicos), a una contemplación hermenéutica que en breve sería la especialidad del connoisseur, así como a una fruición hedonista que es la única propiamente «estética».
Supongamos que los supervivientes del Holocausto se hubieran juramentado para no escribir jamás sus recuerdos, para no fijarlos nunca, para no venderlos como «obra». Sigamos suponiendo que en ese juramento se hubiera fundado también un ritual según el cual, en alguna fecha señalada del año, se reunirían los supervivientes y sus sucesores para cantar el dolor y dar vida al recuerdo. El horror entonces habría permanecido en el recinto de la memoria antigua, anterior al invento de Simónides. Sin duda habría dado nacimiento a un ritual o ceremonia, y consecuentemente a un lugar específico, quizás no muy distinto al Muro de las Lamentaciones o quizás enteramente distinto. ¿Cómo podemos saberlo si esa memoria ya ha sedimentado en obras y monumentos?
Pues así como los relatos del Holocausto van ocultando la presencia real del horror en la memoria viva de los supervivientes, y aquel horror vivo va siendo sustituido por una sucesión de monumentos en forma de libros, así también la contemplación de la imagen de una Virgen y de un Crucificado en el arte de la pintura ha ido privándonos de la contemplación inmediata, siendo ésta sustituida por la contemplación apreciativa y valorativa de la imagen de cualquier cosa, ya que no importa tanto lo que se representa como la habilidad técnica de la representación. No muy distinto debió de ser, creo yo, el paso del poema recitado en cada momento y lugar (el alarido o canto del muecín a las horas señaladas), a un poema cristalizado, detenido y traslaticio que está a mano de cualquiera, sea creyente o infiel, y en cualquier momento o lugar.
Algo así debió de suceder en la pólis de Simónides y desde entonces el poema ya no ha regresado (ya nunca emprendió el regreso) al antiguo lugar, a la arquitectura espiritual que lo unía mediante una escala invisible con la trascendencia, no ha regresado ya nunca más a la oralidad instantánea y sin memoria, al templo invisible de un tiempo efímero en el que la palabra poética se sostenía sólo un instante en la emisión de unos fonemas más significativos como acto que como obra. A partir de entonces, la palabra del poema quedaría solidificada en lo que ya (y por vez primera) podía calificarse de mercancía poética.
Ahora bien, parece como si al descender del mundo divino (o al esfumarse la escala invisible) todo adquiriese un carácter mercantil, de tal modo que el agua habría sido de Dios (y por lo tanto un elemento vivo) mientras no se ha transformado en «Font Vella», «Evian» o «Lanjarón», es decir, en pequeñas partes de agua valoradas y analizadas técnicamente, capaces de fluir por el mercado y obtener precios variables, lo que equivale decir en «obra», siendo cada obra la que corresponde a su marca y caracteres diferenciales para el gusto y el análisis.
Si esto fuera así, la calidad mercantil de toda obra no sería sino la pura resistencia a un despilfarro del sentido en el claustro semántico del Otro. La mercancía, claro está, sólo sustituye ausencias y «Evian» ocupa la ausencia de «agua». Sin embargo lo ausente quizás tiene, en la mercancía, un asentamiento más firme ya que en todo momento podemos hacerlo venir (o podemos celebrarlo), ciertamente como ausente, pero ¿acaso vino alguna vez lo Otro con toda su presencia? Si alguna vez lo hizo, si el conjuro trajo alguna vez esa presencia, nunca lo sabremos porque los presentes fueron fulminados por un ángel demasiado fuerte y tremendo. Así que la invención de Simónides no sería sino la fijación y ligazón de una ausencia esquiva para no conmemorarla en tiempos fijos sino en el tiempo abierto de la pura arbitrariedad y a resguardo.
Esta vieja historia, de una actualidad permanente, es la que nos relata con rigor y excelente prosa (muy de agradecer en un mundo académico cada vez más iletrado) la profesora Neus Galí. Mis gaseosas analogías son tan sólo un oscuro telón de la verdadera narración de la obra, pero sírvame de excusa que han sido escritas tras la provocadora lectura de uno de los ensayos más imaginativos y sugerentes que he leído en los últimos años.23
Mateo Alemán. Apoteosis de un famoso pícaro
No debía de ser fácil, en la Sevilla de 1547, venir considerado como descendiente de un judío que ha abrazado el cristianismo con la intención de sobrevivir o medrar en sociedad. Los conversos, los célebres criptojudíos del barroco español, fueron en buena medida los artífices de nuestra mejor cultura. Debieron formar una élite consciente de su valía y quizás con razón se consideraban superiores a los cabestros que mandaban entonces y que les hacían la vida imposible. Es, en todo caso, asunto muy disputado. Sus defensores, el histórico Américo Castro y el actual Juan Goytisolo, tienen sus contradictores, pero los argumentos a favor de un numeroso grupo de intelectuales y escritores de ascendencia judía son sólidos.
Tal era la condición de uno de los más grandes escritores españoles, Mateo Alemán, y no el mejor conocido. Hijo de un cirujano de la Cárcel Real de Sevilla (oficio en sí mismo frecuente entre los judíos), se discute sobre quiénes fueron sus antepasados, pero la extraordinaria edición de Luis Gómez Canseco no duda ni un segundo: Mateo vendría de aquella estirpe cuyo más famoso ancestro fue un «Alemán Pocasangre, el de los muchos fijos Alemanes», según lo documenta un escrito de los conversos sevillanos que protestaban contra los abusos de la Inquisición. El abuelo Pocasangre fue quemado en la hoguera en 1497 por tan santa institución.24
A pesar de las hogueras antropófagas, aquellos muchos hijos siguieron generando Alemanes hasta que en 1547 naciera Mateo. Su vida, azarosa, a veces incomprensible, en buena medida desconocida, le daría para entrar dos veces en la cárcel por deudas, en 1580 y 1601, casar con Catalina Espinosa como pago de otra deuda (aunque en esta ocasión contraída por su madre), presentar un estremecedor informe sobre la situación de los forzados en las minas de Almadén que no le facilitó las cosas (las minas eran propiedad de la corona y de los Fugger), y escribir la más grande novela de la literatura española anterior al Quijote. Y es que, por si cupiera alguna duda, fue Cervantes quien leyó y se inspiró en el Guzmán de Alfarache y no al revés.
Su densa y agobiada vida, siempre encerrada en el laberinto de las deudas, le empujó finalmente a pedir permiso para emigrar a Méjico. Asunto peliagudo porque aquellos permisos los entregaba según le venía en gana un Pedro de Ledesma, secretario del Consejo de Indias, y como suele ser hábito en España entre las sabandijas de despacho, cobraba y no poco. Mateo Alemán hubo de legarle una casa de su propiedad que tenía en Madrid y los derechos de la segunda parte del Guzmán de Alfarache. Hoy no se imagina uno a un novelista pagando un soborno fiscal con los derechos de autor, pero aquélla era una época más elegante. Mateo logró salir de España en 1608 para no volver jamás.
¿Qué fue de él hasta su muerte, documentada en ١٦١٤? Poco se sabe. Escribió otra pieza fundamental, una Ortografía castellana de mucho interés por lo moderna y que le valió la acusación de «erasmista», el elogio de su benefactor mejicano el arzobispo García Guerra con una muy bella oración fúnebre, la historia de San Ignacio de Loyola, alguna pieza más, y seguramente murió y está enterrado en Méjico en algún lugar incierto. En Chalco, según el criterio de Enrique Miralles, otro de sus editores.
Algunos testigos de la época escribieron que no logró escapar al laberinto de las deudas porque su entierro se pagó con dinero de la caridad pública. Es conmovedor, sobre todo cuando uno mira el estupendo retrato grabado por Pedro Perret en 1599, un cobre en el que nuestro autor se muestra noble y digno, a la romana, con imponente gola y sosteniendo un libro de Tácito. Su rostro es tan verídico que uno cree conocerle, pobre pretendido caballero. Parece escapado de un Greco, pero también de un consejo de ministros. Apena imaginarlo tratando con tanto ahínco de ennoblecer su ascendencia. Dos blasones fantasiosos esquinan el retrato.
La grandeza de la novela (o del Guzmán, como siempre se la ha conocido) no puede emprenderse