Sońka. Ignacy Karpowicz

Sońka - Ignacy Karpowicz


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en su collar de cuero raído brillaban unas letras metálicas de estilo gótico.

      Con cierta dificultad, con repugnancia hacia el perro y las pulgas, las bacterias y los gérmenes, y también hacia la vejez del animal, Igor descifró como pudo la palabra «Borbus».

      —Borbus —dijo en voz baja, y el perro alzó los ojos, del color del ámbar, casi color miel, con recuerdos de un pasado lejano hundidos en la resina del iris.

      En los cuentos, los animales no son simplemente animales, son criaturas algo inferiores a las personas, pero a la vez mucho más transparentes que estas en los actos que realizan. El perro se tumbó patas arriba e Igor advirtió que Borbus era una perra.

      Soy Borbus, la decimosegunda perra con ese nombre en línea directa desde Borbus Primero, apodado el Ario, así llamado por ser un enorme pastor alemán que salvó tres veces la vida a mi ama. Una vez espantó a unos lobos que se acercaron por la noche hasta las ventanas, otra vez descubrió con su olfato un foso lleno de patatas y, por último, desvió la atención de unos soldados y las balas destinadas a Sońka mataron a Borbus Primero, mi padre. Ahora, yo, Borbus Doce, apodada la Última, cuido a mi ama, Sońka la Blanca. No he tenido cachorros y mi linaje se extingue, al igual que se extingue el linaje de Sońka, ella tampoco tiene ya cachorros, nos extinguiremos al mismo tiempo, lo digo yo, Borbus Doce y Última. Y los ángeles descenderán e inclinarán sus cabezas radiantes ante mi ama, y yo ascenderé junto a ella a las arenas de la nada y aullaré en honor del Padre ausente. Aleluya. ¡Guau, guau!

      Igor sintió un mareo. No había almorzado y para desayunar solo había tomado un suplemento dietético en forma de dos rayas de cocaína, que sin duda eran bajas en calorías y cuya pureza no iba muy allá. Sus párpados ocultaron los ojos de la perra, que ya no eran color ámbar sino amarillo intenso, como un huevo revuelto recién hecho, como las caléndulas o los pendones de las procesiones ortodoxas. Estoy en un cuento, pensó, un cuento sobre la vida. En otros términos, la vida resulta insoportable. ¿Me salvarán? Al menos me podrían volver a escribir como es debido.

      Antes de ser salvado y después ejecutado —porque es el único final posible—, la brasa del cigarrillo le quemó los dedos, el perro se puso de pie, meneó el rabo con tristeza y se fue tranquilamente a su caseta. Sońka apareció en la puerta.

      —Jadzi na malako, jadzi12 —dijo.

      Igor se levantó del banco. En el umbral se quitó las sandalias de ante, tan fuera de lugar, tan suaves al tacto, más caras que una pensión anual. Se dio cuenta de que hacía muchos años que no tenía amistades a las que visitar descalzo, todos ganaban demasiado dinero. Pisó con pies desnudos un zaguán oscuro, frío, que olía a leche fermentada, a tocino y a cebolla, a heno, a chucrut y a humo, a sudor, a jabonadura y a cereales. Tras el siguiente umbral, la cocina: un aparador pintado de azul cielo, una mesa rústica con un hule de flores desgastado, dos sillas, una estufa-cocina de azulejos con lezhayka,13 un taburete con un balde de agua, un suelo de madera cubierto con pintura marrón al aceite; en la esquina derecha, un icono; en las paredes encaladas dos pequeños tapices con frases escritas en polaco, una lengua medio extranjera para Sońka, por la cual en realidad sentía indiferencia: «Si el agua es fresca, el vigor aumenta» y «Cuando es la dueña quien cocina, los platos saben de maravilla».

      —¿No tiene aquí cañerías ni sistema de desagüe? —preguntó Igor.

      —Pa shto?14 —contestó ella—. ¿Para que se me pudra la casa por el fregadero de la cocina? ¿Para dormir bajo el mismo techo que mi propia mierda?

      Cuando Igor atravesó el umbral de la cocina, Sońka miró al inesperado huésped y comprendió, en una revelación cerúlea y llamativa como el rojo de un camachuelo, que había buscado a aquel hombre durante muchos años, desde hacía tiempo, desde el final de la guerra que resultó ser el final de la vida de Sońka. La guerra la había destruido, pero no la había derrotado. Sońka comprendió que no miraba a un príncipe, sino al ángel de la muerte; comprendió que podría contarle su historia, exponer sus actos para que fueran examinados. Comprendió que con sus últimas palabras se apagaría en su interior una lucecita débil y temblorosa: y conversaron largo y tendido hasta que se hizo de noche y después no vivieron muchos, muchos años ni fueron felices al final, más allá de la memoria. Sońka comprendió por qué se había alegrado tanto: un ángel había atravesado su puerta, un ángel auténtico y no uno mendigado en la iglesia; la mismísima raíz etimológica de «ángel», el mensajero, el malak, el anuncio de la muerte.

      Sońka señaló una silla, el príncipe se sentó sin decir palabra y ella, feliz, sirvió leche en una taza esmaltada, puso sobre la mesa unas tortitas de harina preparadas esa misma mañana y sacó del aparador su mayor tesoro, reservado para los invitados más importantes, como el bachiushka15 o el propio Dios: una caja de metal con bombones.

      La había comprado tres años antes, tenía forma de corazón con un hermoso rótulo dorado: «E. Wedel». Había pasado medio año, más o menos, observando aquella caja en la tienda, tan maravillosa, tan cara e inalcanzable. La miraba y se imaginaba que algún día ese corazón rojo acabaría ocupando un lugar en su casa, sobre su aparador, encima del mantelito de ganchillo, junto a los dientes. La deseaba y a menudo soñaba con ella por las noches, mientras la saliva le resbalaba sobre la almohada. Hasta que un día pidió los bombones. La tendera, la hija de Irka, de Mieleszki, se quedó con la boca abierta:

      —Vy, Sońka zdureli16 —le dijo.

      —Quizá me haya vuelto idiota —contestó Sońka—, pero ya tengo unos añitos, hago lo que quiero, los médicos me dieron los papeles de la pensión. ¿No te da vergüenza?

      Sońka quitó el plástico que cubría el corazón para poder abrir ambos: primero aquel rojo con el rótulo dorado y bombones dentro, y después ese otro reseco como una nuez y mudo como un cisne, situado entre las costillas y sin la firma de sus creadores. Sońka no recordaba a su madre en absoluto. Se murió en el posparto, en una época en que el cuerpo de las mujeres no descansaba: al igual que la tierra de cultivo, debía ser fértil, y engendrar cada año. El óvulo divino producía un nuevo ser viviente que venía al mundo y, por lo general, se dejaba llevar al cielo un poco después, siempre y cuando la bautizara el pope y Dios la aceptara —con ellos nunca se sabe, tan voraz el uno como el otro—. Antes de la guerra no tenían allí coches y ahora, aunque los hay, se les tiene que echar gasolina, que cuesta lo suyo. Antes de la guerra, Isus Chrystus era más barato y más accesible, pues el medio de transporte del bachiushka comía hierba, y la hierba crecía gratis.

      Igor trazó con el pie un círculo sobre la esterilla multicolor de ganchillo y le dio un trago a la leche, que no se parecía más que en el color a la de los cartones, porque tenía un sabor extraño, un sabor y un olor a un animal de sangre caliente, no a estériles procesos productivos. Cogió un bombón con algo verdusco por encima, seguramente un pistacho, pensó.

      —Patom razpalu u piechy —dijo Sońka y se sentó frente a su invitado.

      —En polaco se dice «después enciendo el fuego en la cocina» —la corrigió Igor con un genuino lenguaje de ciudad.

      Porque Igor ocultaba a toda costa su verdadera infancia, la coloreaba, se avergonzaba de ella de manera consecuente, la había olvidado escrupulosamente, la había repudiado y enterrado. Una infancia que había pasado con sus abuelos en un pueblo cercano. Se llamaba, y aún seguía llamándose, Wysranka —«el cagadero»—, porque allí donde vivieron sus bisabuelos y sus abuelos se acababa el mundo, y ni siquiera el mundo, porque en otros fines del mundo había palmeras, montañas de hielo, desiertos de arena; por contra, aquel fragmento de la región de Podlasie —otro mundo aparte— había encontrado su punto final justo allí: en la línea de los abetos y en la última casa, construida antes de la época del general Sławoj —ministro del Interior en el período de entreguerras—, que elevó el nivel higiénico del país mediante un decreto sobre las obligaciones de todos los culos. Y es que el general Sławoj consideraba que en la renacida Polonia también el culo tenía sus derechos personales e intransferibles: les correspondía el derecho a cagar tranquilamente en una caseta de madera


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