Sońka. Ignacy Karpowicz
sabe si para mucho tiempo.
Sońka lo miraba y no podía apartar la vista, los agujeros de su nariz aspiraban el olor a almidón de hacía un millón de años, sus ojos veían aquella estrella anterior al Diluvio, muy bien hecha y que no estaba en absoluto desconchada, pues al fin y al cabo el deseo —una palabra a lo sumo, o quizá menos— se cumplió de inmediato.
Y del ojo derecho de Sońka, al que los años habían borrado el color, surgió una enorme lágrima. No corrió deprisa; primero se formó lentamente, poco a poco, para al final desprenderse a duras penas. No era una lágrima transparente, sino lechosa. No era una lágrima empapada, sino tan solo un poco húmeda. En realidad, aquella lágrima era un grano de sal. Avanzó siguiendo las arrugas del rostro de Sońka, como una oruga por una hoja vieja y retorcida, sin esperanza de metamorfosearse o transformarse; hasta que al final, rodeando los labios, cayó desde la barbilla al suelo, donde se desintegró en polvo de sal.
Y cuando de la lágrima solo quedó un polvillo, entonces el ojo derecho de Sońka recuperó el color. Se volvió azul, un azul profundo y alegre, brillante y triste.
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