El cuerpo lleva la cuenta. Bessel van der Kolk
el cerebro y el cuerpo. Esta huella tiene consecuencias permanentes sobre el modo en que el organismo humano logra sobrevivir en el presente.
El trauma genera una reorganización fundamental del manejo de las percepciones por parte de la mente y del cerebro. Cambia no solo cómo y en qué pensamos, sino también nuestra propia capacidad de pensar. Hemos descubierto que ayudar a las víctimas de traumas a encontrar las palabras para describir lo que les ha ocurrido es profundamente significativo, pero a menudo no es suficiente. El acto de contar la historia no altera necesariamente las respuestas físicas y hormonales de un cuerpo que permanece hipervigilante, preparado para ser asaltado o violado en cualquier momento. Para que se produzca un cambio real, el cuerpo debe aprender que el peligro ya pasó y a vivir en la realidad del presente. Nuestra investigación para comprender el trauma nos ha llevado a pensar de modo diferente no solo sobre la estructura de la mente, sino también sobre el proceso mediante el cual se cura.
CAPÍTULO 2
REVOLUCIONES
EN EL CONOCIMIENTO DE LA
MENTE Y DEL CEREBRO
Cuanto mayor es la duda, mayor es el despertar; cuanto menor es la duda, menor es el despertar. Sin duda, no hay despertar.
–C. C. Chang, The Practice of Zen
Vives en esa pequeña porción de tiempo que es tuya, pero esa porción de tiempo no es solo tu propia vida, es el sumatorio de todas las otras vidas simultáneas con la tuya… Lo que eres es una expresión de la historia.
–Robert Penn Warren, World Enough and Time
A finales de los años sesenta, durante un año sabático entre mi primer año de Medicina y el segundo, fui testigo accidental de la profunda transición del enfoque médico con respecto al sufrimiento mental. Conseguí un trabajo fantástico como auxiliar en una unidad de investigación del Massachusetts Mental Health Center (MMHC), donde era responsable de organizar actividades recreativas para los pacientes. El MMHC era considerado desde hacía tiempo uno de los mejores hospitales psiquiátricos de la ciudad, una joya en la corona del imperio de la enseñanza de la Facultad de Medicina de Harvard. El objetivo de la investigación en mi unidad era determinar, entre la psicoterapia y la medicación, cuál era la mejor forma de tratar a pacientes jóvenes que habían sufrido un primer brote mental diagnosticado como esquizofrenia.
La cura basada en la conversación, una derivación del psicoanálisis de Freud, seguía siendo el principal tratamiento para la enfermedad mental en el MMHC. Sin embargo, a principios de los años cincuenta, un grupo de científicos franceses había descubierto un nuevo componente, la clorpromazina (vendida bajo el nombre de Thorazine), que podía «tranquilizar» a los pacientes y reducir la agitación y los delirios. Ello dio esperanzas para poder desarrollar fármacos para tratar problemas mentales graves como la depresión, el pánico, la ansiedad y las manías, así como manejar algunos de los síntomas más perturbadores de la esquizofrenia.
Como auxiliar, yo no estaba involucrado en la investigación de la unidad, y nunca me contaron qué tratamiento recibía ningún paciente. Todos eran más o menos de mi edad (estudiantes de Harvard, del MIT y de la Universidad de Boston). Algunos habían intentado suicidarse, otros cortarse con cuchillos o cuchillas de afeitar; varios habían atacado a sus compañeros de habitación o habían aterrorizado a sus padres o amigos con su comportamiento impredecible e irracional. Mi trabajo era mantenerlos implicados en actividades normales para estudiantes universitarios, como comer en la pizzería local, acampar en un bosque del estado vecino, asistir a los partidos de Red Sox y navegar en el río Charles.
Totalmente novato en este campo, me sentaba embelesado durante las reuniones de la unidad, intentando descifrar el complicado discurso y la lógica de los pacientes. También tuve que aprender a manejar sus arranques irracionales y sus abandonos aterrorizados. Una mañana, encontré a un paciente de pie como una estatua en su habitación con un brazo levantado en una posición defensiva, con el rostro paralizado por el miedo. Permaneció allí, inmóvil, durante al menos doce horas. Los médicos me dijeron el nombre de su patología, catatonia, pero ninguno de los libros que consulté decían nada que pudiéramos hacer. Simplemente, dejamos que siguiera su curso.
EL TRAUMA ANTES DEL AMANECER
Pasé muchas noches y fines de semana en la unidad, lo cual me exponía a cosas que los médicos nunca veían durante sus breves visitas. Cuando los pacientes no podían dormir, a menudo deambulaban en sus batas apretadas hacia el puesto de enfermería que estaba a oscuras para hablar. La tranquilidad de la noche parecía ayudarles a abrirse, y me contaban historias sobre cómo les habían pegado, asaltado, maltratado, a menudo sus propios padres, a veces familiares, compañeros de clase o vecinos. Compartían recuerdos de estar en la cama por la noche, impotentes y atemorizados, escuchando cómo su madre era golpeada por su padre o su novio, escuchando a sus padres gritarse horribles amenazas, escuchando el sonido de los muebles al romperse. Otros me contaban sobre sus padres que llegaban borrachos, cómo escuchaban sus pasos en el rellano, esperando que entraran, los sacaran de la cama y los castigaran por alguna ofensa imaginaria. Varias de las mujeres recordaban estar despiertas en la cama, sin moverse, esperando lo inevitable: que un hermano o su padre abusara de ellas.
Durante las rondas de la mañana, los médicos jóvenes presentaban sus casos a sus supervisores, un ritual que los auxiliares de la unidad podían observar en silencio. Raramente mencionaban historias como las que yo había escuchado. Sin embargo, muchos estudios posteriores han confirmado la relevancia de esas confesiones de medianoche: ahora sabemos que más de la mitad de las personas que necesitan asistencia psiquiátrica ha sido asaltada, abandonada, maltratada o incluso violada en la infancia, o ha sido testigo de violencia en el hogar.1 Pero estas experiencias parecían dejarse de lado durante las rondas. A menudo me sorprendía la frialdad con la que hablaban de los síntomas de los pacientes y cuánto tiempo pasaban intentando manejar sus ideas suicidas y sus conductas autodestructivas, en lugar de intentando comprender las posibles causas de su desesperación e impotencia. También me sorprendía la poca atención que se prestaba a sus logros y a sus aspiraciones; a las personas que les importaban, que amaban u odiaban; qué los motivaba y los ocupaba, qué los mantenía bloqueados, y qué les hacía sentirse en paz: la ecología de su vida.
Años después, como médico recién licenciado, me vi confrontado a un ejemplo especialmente duro del modelo médico imperante. En esa época, estaba pluriempleado y trabajaba en un hospital católico realizando exploraciones físicas a mujeres que habían ingresado para recibir un tratamiento electroconvulsivo para la depresión. Dado mi ser curioso, yo consultaba sus historias médicas y les preguntaba sobre sus vidas. Muchas de ellas me contaban historias sobre matrimonios dolorosos, hijos difíciles y culpabilidad por haber abortado. Al hablar, brillaban visiblemente, y a menudo me agradecían efusivamente que las hubiera escuchado. Algunas de ellas se preguntaban si seguían necesitando los electroshocks después de haberse quitado tanto peso de encima. Yo siempre me sentía triste al final de esas reuniones, al saber que los tratamientos que les administrarían a la mañana siguiente borrarían todos los recuerdos de nuestra conversación. No duré mucho en ese trabajo.
Los días que libraba en el MMHC, solía ir a la biblioteca de medicina Countway para aprender más sobre los pacientes que se suponía que debía ayudar. Un sábado por la tarde, me topé con un tratado que sigue siendo venerado en la actualidad: el manual Dementia Praecox de Eugen Bleuler, escrito en 1911. Las observaciones de Bleuler eran fascinantes:
Entre las alucinaciones corporales en la esquizofrenia, las sexuales son de lejos las más frecuentes y las más importantes. Estos pacientes sienten los arrebatos y las alegrías de la satisfacción sexual normal y anormal, pero con mayor frecuencia pueden conjurar prácticas obscenas y repugnantes con las fantasías más extravagantes. A los pacientes masculinos se les extrae el semen; se les estimulan erecciones dolorosas. Las pacientes femeninas son violadas y lesionadas del modo más diabólico… A pesar del significado simbólico de muchas de estas alucinaciones, la mayoría corresponden a sensaciones reales.2