Movimientos y emancipaciones. Raúl Zibechi
por canales limitados y corporativos de participación política y acción social» (Mendes, 2009: 241). En efecto, el Banco había comprendido que el continente atravesaba una situación potencialmente explosiva. Sebastián Edwards, economista-jefe del Banco para América Latina y el Caribe, propuso una suerte de reconstrucción del papel y la presencia del Estado, tomando distancia de la anterior propuesta de un «Estado mínimo» y pasando a defender instituciones fuertes y cohesión social. En 1997, Edwards escribió: «Tal vez la rebelión de Chiapas no haya sido un acontecimiento aislado, sino una primera señal de que en América Latina hay un profundo y creciente malestar» (Mendes, 2009: 265).
Ante esa situación, la Relatoría del Banco de 1997 hace una serie de propuestas que suenan demasiado conocidas: «acercar el Estado al pueblo», fomentar la «participación social»; y promueve programas con algún tipo de contrapartida y un trabajo ideológico para «dar a los pobres condiciones para que se conviertan en abogados más efectivos de sus propios intereses» (Mendes, 2009: 268-270). Ya en la Relatoría de 2001, ante el agravamiento de la situación social y la aparición de crisis políticas, recomienda el «fortalecimiento de la autonomía y el empoderamiento de los pobres» y «fomentar la movilización de los pobres en organizaciones locales para que fiscalicen las instituciones estatales, participen del proceso decisorio local y, así, colaboren para asegurar el primado de la ley en la vida cotidiana» (Mendes, 2009: 289).
Vale la pena recordar que en ese mismo período el Banco Mundial puso en marcha uno de sus proyectos más ambiciosos, el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indios y Negros del Ecuador (PRODEPINE)1. El Banco venía de un monumental fracaso en México, donde el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL) había quedado en evidencia al ser incapaz no sólo de frenar la insurrección indígena de Chiapas sino, según veremos, de haberse convertido en uno de los factores que la impulsaron.
Del fracaso mexicano al «fortalecimiento organizativo»
El PRONASOL fue un programa muy ambicioso: se propuso combatir la pobreza con la participación de las comunidades y convocando a la sociedad a participar, creando «comités de solidaridad» que fueron las células básicas del programa. En el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) se crearon en todo el país 170 mil comités, lo que revela el esfuerzo realizado. Sin embargo, lejos de contribuir a disminuir la pobreza, existe consenso entre los analistas mexicanos que el programa Solidaridad fue uno de los factores que agravó el descontento entre los campesinos e indígenas que apoyaron el levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994.
PRONASOL (o Solidaridad) nace como consecuencia de los graves problemas de gobernabilidad y legitimidad, derivados del evidente fraude electoral contra el Frente Democrático Nacional de Cuauhtémoc Cárdenas, en las elecciones presidenciales de 1988. Los fondos destinados al gasto social, diseminados en multitud de proyectos descoordinados, fueron centralizados y transferidos al PRONASOL para apoyar tres áreas: bienestar social, proyectos productivos y desarrollo regional. El programa concentraba poder en manos del gobierno para «canalizar recursos a zonas turbulentas o a grupos insatisfechos» (Mackinlay y de la Fuente, 1995: 69).
En los hechos, PRONASOL buscaba reestructurar las bases de apoyo al Estado en un momento en que despegaba el neoliberalismo en México que, a su vez, se encaminaba a la firma del tratado de libre comercio conocido como NAFTA. El empeño en promover tan vasta participación de la sociedad a través de los comités -que se creaban para realizar una obra determinada y nombraban personas para su mantenimiento y vigilancia-, buscaba eludir la presencia de organizaciones corporativas y corruptas que sólo buscarían su propio beneficio. Considero conveniente retomar, en este punto, el análisis realizado por Héctor Díaz Polanco sobre el PRONASOL.
En la formulación del programa influyeron dos corrientes de pensamiento. Por un lado, intelectuales mexicanos que defendían la idea de trabajar con el sector social de la economía, o sea aquellas organizaciones campesinas y de trabajadores que realizaran un trabajo colectivo, detentaran la propiedad social y usaran los excedentes también con un criterio social. La segunda provino del Banco Mundial, que propuso un vasto programa de apoyo al combate a la pobreza a través de fortalecer la participación comunitaria en lo que dio en llamarse «desarrollo participativo» (Díaz-Polanco, 1997: 104-125).
De esa forma, se esperaba poder compatibilizar el paquete de ajuste macroeconómico con una estabilidad social que garantizara la gobernabilidad. Uno de los objetivos era que la inevitable tensión social, provocada por el aumento de la pobreza y la desestructuración de las redes de sobrevivencia de los campesinos y sectores populares urbanos, encontrara una caja de resonancia en el PRONASOL. Mientras la estrategia económica neoliberal quedaba sujeta a las decisiones cupulares en espacios alejados de la población, se abría una esfera social donde los sectores populares pudieran negociar sus demandas y urgencias. Parece difícil sintetizar mejor la propuesta del Banco Mundial:
En esta esfera popular, se incitaría a los sectores sociales a participar y a invertir su propio esfuerzo para superar sus carencias, con el apoyo de los gobiernos y, eventualmente, de algunas organizaciones no gubernamentales. El diálogo aquí es entre organizaciones sociales molecularmente consideradas –que a menudo el propio gobierno debe promover– y el Estado como representante de la nación, a condición de que en ningún caso estén sobre la mesa los grandes temas estratégicos que corresponde tratar en otra esfera (Díaz-Polanco, 1997: 109).
Para conseguir que ese sector se involucrara, se proponía adoptar cuatro criterios: respetar la identidad, la cultura y la organización de los pueblos indígenas; dar participación a pueblos y comunidades a través de sus organizaciones verdaderamente representativas; dejar participar a todas las organizaciones sociales sin discriminar a ninguna; y evitar la sustitución de los sujetos, el paternalismo y la intermediación. Más allá de la declaración de intenciones del Banco y del Instituto Nacional Indigenista (INI) -que tuvo un papel destacado en la ejecución del programa– y de un diagnóstico bastante acertado de la realidad, el PRONASOL no sólo no pudo cumplir los objetivos que se había trazado sino que consiguió justo lo contrario.
Los fondos que se utilizaron fueron importantes. El gasto de Solidaridad en el estado de Chiapas creció 130 por ciento entre 1989 y 1990 y en 50 por ciento el año siguiente, destinado sobre todo a bienestar social y obras públicas y sólo algo más de diez por ciento en apoyo a las actividades productivas (Harvey, 2000: 195). Durante los tres primeros años el programa fue considerado exitoso, pero muy en particular en un terreno: «mitigar y controlar situaciones de ingobernabilidad» (Mackinlay y de la Fuente, 1995:75). Sin embargo, a escala local aparecieron fuertes tensiones entre los grupos que querían hacerse con el control de los recursos para afirmar sus propias redes de control. Los proyectos no sólo naufragaban por burocratismo y centralización, sino por el predominio de los aparatos técnicos en desmedro de los líderes de las organizaciones sociales. En realidad, pese al discurso sobre descentralización y participación, el gobierno de Salinas manejó todos los hilos del PRONASOL. El resultado fue un atropello a los pueblos indígenas y a los sectores populares organizados. Según Díaz-Polanco, el verdadero propósito del PRONASOL nunca fue atacar a fondo la pobreza sino contrarrestar las consecuencias del programa neoliberal
En Chiapas, los más diversos análisis, incluyendo los oficiales, estiman que PRONASOL creó una situación de crispación social que facilitó la expansión del zapatismo. Chiapas fue el estado donde el programa tuvo su máximo despliegue y donde más comités de solidaridad fueron creados. Pero como el objetivo era asegurar el control, se desplazó y debilitó a las organizaciones independientes y se facilitó la creación de múltiples grupos bajo control directo del programa. De ese modo, se desmantelaron las organizaciones que garantizaban el tejido de intermediación social en el campo. Las consecuencias fueron que las clases dominantes locales usaron el programa Solidaridad para desviar fondos en su provecho, se acentuaron las desigualdades sociales y entre regiones y se generó un clima de irritación y desesperación en las comunidades, muy en particular por la clausura de las opciones independientes de organización y acción.
Mientras Solidaridad buscaba que la participación de las organizaciones campesinas se convirtiera en «contrapeso de las elites locales», la realidad mostró que el control y manipulación de los fondos por el gobierno estatal