Homo sapiens. Antonio Vélez

Homo sapiens - Antonio Vélez


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es oro. Oro que algunos afortunados transmutan en realizaciones que se manifiestan en la madurez.

      El envejecimiento es doloroso y, ante todo, nos va haciendo cada vez más inútiles. De ahí que se tejan tantos chistes en que se hace mofa de las flaquezas acarreadas por la edad, de la inutilidad del anciano. Cuentan que un gran personaje, durante el brindis para celebrar su nonagésimo cumpleaños, dijo: “Y pensar que ahora, a los noventa, soy capaz de hacer lo mismo que a los diecinueve”. Después de una corta pausa llegó la sorpresa: “¡Cómo sería de inútil!”.

      Y es la memoria una de las facultades que primero se resienten con el paso de los años. En la Roma clásica, cada patricio se daba el lujo de caminar acompañado por un esclavo joven y culto, generalmente griego, al que llamaban nomenclator, y cuya única función era recordarle al amo los nombres de las personas con quienes se encontraban por la calle. William Shakespeare lo sabía muy bien y lo decía mejor: “El último acto [la vejez], fin de esta extraña y azarosa historia. Es segunda puericia y mero olvido”. El escritor británico Somerset Maugham, viejo bromista, lo confirma: “He oído que a las personas de nuestra edad les ocurren tres cosas: la memoria les empieza a fallar... Bien…, ahora no recuerdo las otras dos”. Y el notable matemático húngaro Paul Erdös, en cierta ocasión, ya viejo, confesó en tono de burla: “El primer signo de senilidad en un matemático es cuando olvida sus teoremas; el segundo, cuando olvida subirse el cierre de la bragueta; el tercero, cuando olvida bajárselo”.

      El mundo moderno se torna paradójico con los viejos: a pesar de contar con más recursos médicos para aliviar los males causados por los años, al fin de cuentas termina por causarles más males, porque les alarga la vida. Les quita por un lado lo que por el otro les da. En De Senectute, escribe Norberto Bobbio, experto en años: “Lo que distingue la vejez de la edad juvenil, y también de la madurez, es que los movimientos del cuerpo y de la mente son más lentos. La lentitud del viejo es penosa para él y penosa a la vista de los otros. Suscita más indulgencia que compasión. Quisiera apresurar su paso, pero no es capaz”. Y sigue el interminable Bobbio con su tema preferido: “La transformación cada vez más rápida tanto de los hábitos como de las artes ha invertido por completo la relación entre los que saben y los que no saben. El viejo, cada vez más, es aquel que no sabe”. Al viejo lo deja el tren del conocimiento, dado el vertiginoso crecimiento de los conocimientos que se generan a diario, y el crecimiento también vertiginoso de su incapacidad de aprender.

      El economista colombiano Jorge Humberto Botero, en un extraordinario ensayo sobre la vejez, complementa lo dicho por Bobbio:

      El viejo en la Antigüedad era el bendecido por los dioses, había visto caer, uno tras otro, a sus contemporáneos y llegaba solitario a la cima; desde allí podía lanzar una mirada sobre el mundo que pocos tenían el privilegio de compartir. Esta condición anómala lo convertía en oráculo. Era el que sabía y podía aportar a los suyos el conocimiento para afrontar una vida que, entonces como ahora, estaba llena de avatares […] El acelerado proceso de cambio tecnológico, fuente a su vez de profundas transformaciones sociales, determina que los viejos, aunque sanos y vitales, sean considerados obsoletos. Lo que aprendieron durante su larga vida, ha dejado de tener utilidad.

      Hay familias longevas y por ello algunos investigadores, con el fin de enfatizar la contribución genética al envejecimiento, dicen que si se quiere vivir mucho “hay que buscar padres y abuelos que hayan vivido mucho”. Y hay pueblos con gran número de longevos, como Abjasia, en el Cáucaso soviético, Vilcabamba, en Ecuador, y Hunza, en Pakistán, comunidades muy ricas en centenarios activos, que gozan de buena presión arterial y de los pecados de la carne (curiosamente, su longevidad se la atribuyen al bajo consumo de carne y grasas, amén de un alto consumo de vegetales y ejercicio físico intenso). Pero son escasos los longevos. Michel de Montaigne, en sus inteligentes Ensayos, escribió con la sabiduría que solo dan los años: “Morir de vejez es una muerte rara, singular y extraordinaria, y bastante menos natural que las otras muertes; es la última y extrema manera de morir; cuanto más alejada está de nosotros, tanto menos respetable es; constituye el último límite, el que no podemos superar, el que la ley de la naturaleza ha prescrito para que no sea traspasado”.

      En Grecia, durante la época clásica, solo se esperaba vivir unos cuarenta años. Varios siglos después, durante la Edad Media, la duración media se redujo a solo treinta. Hoy el promedio de vida en los países del primer mundo supera los setenta años, y uno de cada diez mil habitantes llega a los cien. En Estados Unidos, el promedio de vida en 1900 era de cincuenta años, en el 2006 era de 78,6 años para las mujeres y 71,6 para los hombres. En Japón es un poco más alto: 82,5 para las mujeres y 76,2 para los hombres.

      El récord Guinness de longevidad lo tiene la francesa Jeanne Calment, quien llegó a los 122 años, según ella, “gracias a ser inmune a la enfermedad de la prisa”. Durante su niñez estaban apenas construyendo la Torre Eiffel, y conoció en persona a Vincent van Gogh. Andaba en bicicleta a los 100 años y fumó hasta los 117. Recomendaba la risa como el secreto para prolongar la vida. Cuando cumplió los 90, un abogado propuso pagarle 2.500 francos mensuales hasta su muerte, a cambio de heredar su residencia en Arles. Pues bien, al vivo abogado le quedó corto el pronóstico, viveza que le significó pagar más del triple por el valor real de la casa de Calment, la eternamente viva (figura 4.2).

      Figura 4.2 Jeanne Calment (1875-1997) celebrando su cumpleaños 116

      Hay viejos que se resisten al flujo natural de la entropía, representado por la vejez. Sófocles escribió, a los 82 años, Edipo en Colono, un texto, dicen, que aún se conserva joven. En De Senectute, famoso discurso de Cicerón, se ensalza la vida y obra de Marco Poncio Catón, elocuente orador que a los 90 años mantenía plena actividad en la vida política de Roma. Tiziano, con 92 años, pintó Mujer joven, una verdadera obra maestra, según los que saben. El filósofo Thomas Hobbes vivió hasta los 91 años, edad asombrosamente avanzada para su época. Lo describen como alto y de porte erguido. Hobbes mantuvo su mente activa y su frente altiva hasta el final: tradujo la Odisea y la Ilíada pasados los 80 años. Bertrand Russell, un intelectual muy activo, escribió Sociedad humana: ética y política a los 82 años, y a los 90 tenía muchos proyectos. Antonio Stradivarius construyó su primer violín a los 22 años; el último, a los 93. Frank Lloyd Wright comenzó los planos del Museo Guggenheim a los 88 años: lo vio terminado y celebró en esa importante ocasión su cumpleaños número 90.

      Figura 4.3 George Bernard Shaw. A los 90 años mantenía su mente fresca y aguda

      Por su parte, George Bernard Shaw (figura 4.3) escribió varias obras después de cumplir 90 años y murió al llegar a los 94. Karl Popper, hasta el día anterior a su muerte, ocurrida a los 92 años, mantuvo su mente ocupada en hondos problemas filosóficos. Pablo Casals compuso el himno de la onu a los 95 años, mientras que Yehudi Menuhin y Andrés Segovia daban conciertos a los 80 años. Pablo Picasso pintaba a los 90 sin que le temblara la mano. Luigi Cornaro escribió a los 83 años el Discurso sobre la vida sobria, luego, a los 86, escribió su segundo discurso, un tercero a los 91 y el cuarto a los 95. Murió a los 98 y así —dice un bromista— nos ahorró el quinto discurso. Para terminar esta lista de viejos jóvenes, nada mejor que mencionar el caso de José Saramago, premio Nobel de Literatura, quien a los 82 años y en plena lucidez publicó la novela Ensayo sobre la lucidez.

      Los estragos de los años

      Al envejecer morimos con pérfida lentitud. Por eso dicen que la vejez es una enfermedad terminal. Un filósofo de pueblo, burlón, asegura que el viejo no se enferma, pues enfermarse es un privilegio exclusivo de los jóvenes: el viejo vive enfermo. Con el paso de los años vamos muriendo poco a poco: se mueren neuronas y fibras musculares, se debilitan nuestras articulaciones, nuestros órganos van dejando en el camino pedazos de su juventud, se nos cae el pelo, la piel se arruga y deteriora con indeseada rapidez, nuestros recuerdos se desvanecen, se mueren las ilusiones, el entusiasmo, el apetito y la creatividad, mientras que los destellos de originalidad cada día brillan más por su ausencia. Y se mueren nuestros amigos. Con gran dolor, cada día enterramos alguna


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