Crónicas de melancolía eufórica. Mário de Andrade
y sé que son una provisión continua de sensaciones intensas, pero me cansa la precariedad plástica que tienen. Les falta inventiva de una forma exasperante.
Justo ahora ha surgido en el sur litoraleño de Pernambuco una aparición muy simpática. Es el llamado Macobêba, bicho-hombre en tamaño de rascacielos, al que le gusta mucho beber agua de mar y quemar tierras. Por donde pasa, queda todo chamuscado, repitiendo la trágica obsesión nordestina por las secas, y a causa de la misma obsesión, el Macobêba sediento bebe hasta agua de mar. Y tanta que las mareas están desordenadas allá y a veces el Atlántico baja al punto de que aparecen bajíos donde nunca se ha posado la mirada de un playero.
En el cuerpo, el Macobêba es apenas una exageración. No tiene nada de original. Gigante feo, pero cabeza, tronco y miembros. Pelo parado, cuatro ojos y cola mitad de león, mitad de caballo. Hace lo que en general hacen todas las apariciones de ese género: asusta, mata, perjudica. Sólo tuvo hasta ahora una deliciosa prueba de espíritu: carga siempre una escoba de cerdas duras maravillosamente inútil. No la usa pa nada. Entonces, ¿por qué será que el Macobêba trae una escoba en la mano?
Muy probablemente esa escoba es una reminiscencia de aquellas brujas que las montaban, cuando partían pa las lides del aquelarre. Muy probablemente. Pero la grandeza del Macobêba está en traer la escoba entera y no servirse de ella. En eso reside la simpatía del gran monstruo.
Sólo una vez en mi vida estuve en contacto… objetivo con una aparición. Es verdad que yo era muy chiquilín todavía y pueden argumentar que estaba con miedo. No estaba, no. Mi tía agonizaba en la casa de al lado y a nosotros, niños, niñas y exceso de empleados, nos habían alojado en lo del vecino pa evitar bulla a la llegada en general solemne de la muerte. Era un comedor no muy grande, lleno por nosotros. Nadie tenía ganas de reírse, estábamos sobre todo sorprendidos. De repente, de la puerta de la despensa surgió una tela grande bien blanca. Las empleadas después nos explicaron que era una sábana, porque es muy plausible en la historia de las apariciones, pero ya en aquel momento acepté no sin reluctancia la explicación de las empleadas. Hoy, cuanto más en frío analizo los recuerdos, más me convenzo de que no era una sábana, no. Era una tela. O ni siquiera era una tela, era un ser humano, de eso estoy convencidísimo, aunque desprovisto de forma humana y con la consistencia y el probable aspecto físico de una tela. Surgió en el aire, atravesó a paso de transeúnte el aire de la sala, desapareció en el corredor oscuro. Yo lo vi. Todos lo vimos al mismo tiempo. Nadie exclamó: «¡Vi una aparición!». Nada. Todos estábamos aterrorizados y una empleada, tan sólo un minuto después, dijo: «Fue una sábana». Entonces nos llamaron a llorar.
Diário Nacional, 9 de mayo de 1929
Los monstruos del hombre I
Ahora al cine le dio por crear monstruos, y, después de unos monos y otras invenciones sumamente idiotas, precarias como monstruosidades, risibles de verdad, volvió a aquella orientación más legítima de Lon Chaney, que creaba con su propio cuerpo seres monstruosos. Filosóficamente, eso me lleva a reparar que si Dios, al crear a su imagen y semejanza, hizo el alma, el hombre, cuando crea a su imagen y semejanza, hace monstruos. Pero dejémonos de filosofía y cavilemos sobre los monstruos de la pantalla.
También fui a ver Frankenstein, que sigue la orientación de Lon Chaney, y aunque considere a Boris Karloff superior como artista en Sed de escándalo, confieso que su creación en Frankenstein por momentos me atormentó bien. Llega a ser lo que llamamos en general «horroroso». Hay momentos en la película en que nos estremecemos en serio, y no podemos reprimir ciertos movimientos reflejos. Además, la propia facilidad pa la burla, la hilaridad fácil ruidosamente demostrada sin razón por el público, demuestra bien que todos estaban en un malestar jodido.
Es gracioso verificar que pa crear monstruos que estremezcan de verdad al espectador, el cine y el teatro…, son mucho más eficaces que la literatura. Pero eso, en mayor parte, se debe a una confusión curiosa, proveniente lógicamente de que aquellas son artes representativas, visuales, objetivas, por así decirlo. No estoy hablando de gestos, de acciones que nos causen horror, porque en eso la literatura se equipara a las otras dos artes citadas, lo digo por el poder de crear una entidad tan contrastante con lo normal que podemos llamarla «monstruo».
Generalmente imaginamos que el monstruo nos produce un sentimiento de horror. En lo conceptual, eso puede ser cierto, pero si verificamos con exactitud el sentimiento que nos causan los monstruos de la pantalla y del teatro, enseguida nos damos cuenta de que lo que sentimos no es horror propiamente, sino asco. En eso está el secreto del problema. Lo que estamos mirando nos causa un sentimiento violentísimo, que por su propia violencia permite la confusión entre horror y asco. La repugnancia es tan intensa que quedamos… horrorizados.
Obsérvese, por ejemplo, el caso de la cucaracha. El monstruo y la cucaracha son igualmente asquerosos. Cualquier persona que sienta por la cucaracha la repugnancia que yo siento habrá de comprender muy bien lo que estoy diciendo. Frente a una cucaracha, todo mi ser se retuerce en una revuelta, en una huida indiscutible que me deja literalmente horrorizado. La cucaracha es el único acontecimiento de este mundo que casi que me fuerza a darle la razón a William James, cuando afirma que los sentimientos son puros reflejos del cuerpo.
Bien, el teatro y el cine, al servirse de la visión en movimiento, son de hecho las únicas artes que logran despertarnos asco por alguna entidad monstruosa. Y, consecuentemente, la noción de horror. Cuando el escritor busca tornar repugnante un monstruo descrito o ideado por él y se sirve de elementos asquerosos en la descripción, ya que no vemos al monstruo, sino a la… literatura; el escritor es quien se torna asqueroso y horrible, no el monstruo que describió. Volviendo al caso de la cucaracha, lo que pasa es que nosotros, a pesar de horrorizarnos con el posiblemente ingenuo bichito, hacemos un gesto que es de legítimo heroísmo: lo matamos. Todo se calma, y logramos razonar que la cucaracha no es tan horrible. Pues la misma decepción que la cucaracha nos da cuando la razonamos, también nos la dan los monstruos de la pantalla. Nos damos cuenta de que esperábamos más, y que no son tan horribles. Hasta escuché, a la salida de frankenstein, a un individuo asegurándole a su familia que había imaginado al monstruo más monstruoso.
En efecto, todos los monstruos creados voluntariamente por el hombre son muy decepcionantes. Solamente son de veras horribles los monstruos que el hombre crea en sueños, o mejor, en pesadillas. Eso es curioso. Pero ¿serán estos monstruos de pesadillas verdaderamente horribles? No, en absoluto. Cuando nos despertamos de una pesadilla, ya sea con monstruos o no, ya sea el monstruo alguna deformación monstruosa de la vida, nos percibimos inundados de terror. La cosa nos aterrorizó y punto. Pero si todavía estamos a tiempo de evocar la figura o el caso que nos aterrorizó tanto en pesadillas, nos damos cuenta de que hasta en la vida real ya pasamos por cosas más terribles, más repugnantes, y no sentimos el mismo horror. Es que la causa de la pesadilla no es el asunto del sueño, y sí la angustia fisiológica en que estamos. El monstruo, el fenómeno aparecido en la pesadilla, no son la causa de la angustia; la angustia es la que produce las monstruosidades soñadas, las cuales provocan en nosotros un sentimiento de terror. Al fin de cuentas: la pesadilla es algo aterrorizante por sí mismo; es la predisposición al terror la que hace horribles a los monstruos de una pesadilla. En realidad, ninguna de las entidades creadas líricamente por el hombre, sea en el arte, sea en el sueño, es de hecho monstruosa, y por eso horrible. Sólo la vida real, los actos practicados por el hombre en la realización de sus intereses, nos proporcionan el verdadero horror.
Diário Nacional, 15 de mayo de 1932
Los monstruos del hombre II
Mi último artículo, publicado el domingo pasado con este mismo título, suscitó una carta de lector que me pareció digna de ser publicada. En realidad, su asunto es otro, no estudia el fenómeno de los monstruos imaginados por el hombre, pero me pareció un caso de psicología muy fuera de lo común. El autor de la carta ni firmar quiso, lo bien que hizo. Eso me permite hacer público su drama, sin la más mínima indiscreción. Acá va:
«Leí su última crónica en el Diário Nacional, sobre los “Monstruos del Hombre”, y sus finas