Crónicas de melancolía eufórica. Mário de Andrade
el ser humano eminentemente social, esos frutos de la experiencia personal que ya no duelen siguen causando amargura mientras el depositario de ellos no se los ofrece a sus compañeros de vida. Note usted que es reconocido por la unanimidad normal que cuando les contamos a otros algún secreto nuestro, algún crimen o desgracia, nos sentimos aliviados. Yo mismo ya estuve en varias ocasiones a punto de contar lo que me pasó, y ahora, frente a sus observaciones que me tocaron profundamente, no resisto más.
»A los treinta y dos años, cuando estaba ya en posesión de todas mis fuerzas de la inteligencia y del cuerpo, amé a una criatura, y fue el amor desordenado. No diré que la muchacha era preciosa, sobre todo ahora, pasados casi ocho años, que ya no puedo concebir que ella pueda provocar en alguien un deseo vehemente. No obstante, yo la amé apasionadamente. Y también con perfección, pues mis sentimientos fueron siempre los más nobles, y mis intenciones las más purísimas. Puedo incluso garantizarle que jamás la más mínima idea imperfecta, el mínimo deseo grosero, me vino a la cabeza. Y sin embargo no me creo más elevado que el común de los hombres. Tengo también mis deseos e ideas groseras. Pero con respecto a otras mujeres, nunca con respecto a esa que ansié por esposa y madre de mis hijos.
»Pero Luísa (le doy un nombre cualquiera pa no escribir más “ella”), pero Luísa no me correspondía el amor. A pesar de ser muy joven todavía y liviana por moda, fue piadosa conmigo, jamás me ilusionó. Supo de veras tejer de indiferencias tan frías nuestras relaciones sociales que yo sería un loco si mantuviera la más mínima esperanza. Yo tenía absoluta certeza de que ninguna felicidad me aguardaba en aquel amor desgraciado, pero por más que reaccionara, buscara alejarme y distraerme, la imagen de Luísa era como que la única razón de ser en mi vida.
»Siempre fui un estudioso apasionado de Psicología, y lo que había leído en varios tratados sobre la naturaleza del sueño me provocó una idea que, a pesar de romántica, siempre me pareció muy bella. Ya que no podía casarme con Luísa y tenerla por esposa en mi vida, imaginé casarme con ella en sueños. Usted sabe tan bien como yo que es posible que una persona provoque sueños. Fue lo que hice. Debilitado físicamente como estaba en ese entonces, sintiendo a Luísa en todos mis gestos y miradas, quise soñar con ella. Mis intenciones eran purísimas siempre. Provoqué los sueños con ella por medio de los procesos comunes. Ahora no sólo forzaba a la imagen de ella a no salir días enteros de mi pensamiento, sino también me dormía con la intención firme de soñar, pronunciando mil veces el querido nombre y evocando a la amada en su inmaculada gracia.
»Vino el sueño. Vino, sí, vino dos veces, pero en manifestaciones tan feas, tan brutales, tan groseras, que quedé desesperado. La primera vez, la escena soñada fue indescriptible, de tan violentamente inmoral. La que yo siempre evocaba en el recato del hogar, entre flores, hijitos y paisajes suaves, me surgió desnuda, en una entrega fácil de su cuerpo, y fui vil. Amanecí tan triste, tan desesperado, que no puedo describir mis aflicciones. Ahora tenía miedo de soñar, tenía vergüenza de soñar y denigrar de nuevo la imagen de Luísa. Hasta eso intensificaba todavía más la imagen de ella en mí. Y soñé otra vez, ahora con una Luísa bastarda, siempre desnuda, pero riéndose, burlándose de mí, comiendo castañas. Me es imposible explicar las castañas, incluso por todos los procesos del Psicoanálisis.
»Vea ahora el fenómeno que más me interesa. Yo me despertaba horrorizado con esas amadas monstruosas que me daba el sueño, y, después de la segunda vez, el miedo de otro sueño imperfecto era tan grande que lograba pasar muchas horas sin evocar a Luísa. ¡Pero lo más curioso todavía es que incluso cuando la imagen de ella se me aparecía, ya no me atraía! No sé si era miedo de manchar otra vez a la amada, no sé si era horror de mí mismo, pero la revelación violenta de aquellos sueños, la repugnancia que yo sentía de mí, parecía extenderse a la imagen evocada. Imagen que al final nunca pudo ser perfecta, pues venía siempre asociada a las figuras horrorosas del sueño.
»¡Y fue así que me curé de la pasión! La imagen de Luísa se borraba de a poco, y si jamás me fue odiosa, estoy obligado a confesar que cada vez más la repugnancia que al principio había sentido de mí, la transportaba a Luísa. ¡Y pocos meses después ya no la deseaba más! Pude apretarle la mano y preguntarle cómo estaba, sin ideas, sonriéndole a la existencia con la pureza de los despreocupados.»
Sin comentarios.
Diário Nacional, 22 de mayo de 1932
El Diablo
—¡Pero qué tontera, Belazarte! ¡Y hacernos entrar a estas horas a una casa desconocida!…
—¡Te aseguro que era el Diablo! Con una figura de aquellas, aquel olor, ¡no tenía cómo no ser el Diablo!
—¿Tenía chivita?
—Dejate de pavadas, ¡qué chivita ni qué nada! Pero era una figura horrorosa… ¡No tenía nada del Diablo que conocemos, pero te juro que era el Diablo!
—Pero acá no está ni por asomo. Nos fuimos. Gracioso… Parece que la casa está vacía…
—Vamos a ver allá arriba. ¡Ahí hay una prueba de que era el Diablo! Se ve que la casa está habitada, pero al mismo tiempo no hay nadie.
—Pero si era el Diablo en serio, seguro ya desapareció en el aire.
—¡No entiendo! Cuando lo vi y él reparó en mí, puso cara de asustado, huyó, entró a esta casa sin abrir la puerta.
—Llegué a pensar que estabas loco cuando me gritaste y te largaste a correr por la calle…
—Bueno, vamos a quedarnos quietos que acá arriba seguro tiene que estar.
Revolvimos todo. Fue entonces que de rabia Belazarte hasta le dio un empujón desanimado al canasto de ropa sucia del baño. El canasto no se movió, pesado. Belazarte levantó la tapa y:
—¡A la miércoles!
Me quedé helado. Pensé que iba a ver al Diablo, pero en vez de eso, adentro del canasto, muy tímida, estaba una muchacha.
—¡No me traicionen! —dijo ella sollozando, con un gesto lindo de pavor, y trató de esconderse en las manos abiertas.
Era casada, se notaba por la alianza. Belazarte dijo autoritario:
—¡Salga de ahí! ¿Qué está haciendo en ese canasto?
La muchacha se incorporó abatida.
—¡Soy yo mismo! ¡Pero, por favor, no me traicionen!…
—Usted…
Ella bajó la cabeza con modestia:
—Sí, soy el Diablo.
Y nos miró. Tenía cierta nobleza firme en la mirada. Muchacha medio común, ni linda ni fea, delicadamente morena. Un aire burgués. Llegaba como mucho a «hupmobile».1
—Discúlpeme, señora, pero pensé que era el Diablo, de haber sabido que era una diabla no le hubiera pegado tamaño susto.
Ella sonrió con cierta tristeza:
—Soy el Diablo mismo… Como Diablo no tengo derecho a sexo… Pero Él me permite adoptar la figura que quiera, además de la mía propia.
—Entonces aquella figura en que usted estaba frente a la iglesia de Santa Terezinha…
—Aquella es la mía propia.
Belazarte me miró triunfante.
—¡Te dije!
—Sólo cuando es así, casi de madrugada,