Japen. Eugenia Ratcliffe

Japen - Eugenia Ratcliffe


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      japen

      eugenia ratcliffe

      

      Primera edición, marzo de 2020

      D.R. © Universidad Veracruzana

      Dirección Editorial, Nogueira núm. 7, Centro,

      CP 91000, Xalapa, Veracruz, México

      [email protected]

      https://www.uv.mx/editorial

      ISBN: 978-607-502-806-4

      Give wine. Give bread. Give back your heart

      to itself, to the stranger who has loved you

      all your life, whom you ignored

      for another, who knows you by heart.

      Derek Walcott

PRIMERA PARTE

      1

      Estoy en un auto. Volvemos de Mar del Plata con Mechi. Mis ojos van de las líneas amarillas de la ruta a las de la pantalla de mi celular. Las que conforman los últimos mensajes que intercambiamos. De eso hace ya como tres meses. Y ahora la conversación queda cada vez más lejos, cada vez más abajo. Más enterrada y ridícula. Que compré plantas y que espero que crezcan a lo alto y que no se sequen nunca. Eso es lo último que te escribí. Yo, que jamás había podido cuidar ni un cactus, de repente quería construir un jardín botánico, un parque nacional. Protegerlo todo. Hacértelo saber. Que estuvieras orgulloso de mí y de mi reserva natural. Tres ficus, un jazmín, cinco esquejes de Ampelopsis. Y los helechos, únicos de los que tengo fe en encontrar vivos cuando llegue a casa.

      Bajo la ventanilla para matar el calor, pero el aire llega caliente como una cortina pesada. Esparzo la transpiración de mi frente y sigo con la de las rodillas. Mechi acelera para pasar una F100. De reojo miro al hombre que la conduce. Tiene ambos brazos sobre el volante. Fuertes. Las venas se le marcan en la piel un poco bronceada. Pestañeo. Por unos segundos imagino que lo que esas manos agarran, casi acarician, son mis caderas. Que los dedos juegan a tirar de los elásticos de la tanga que llevo puesta.

      Tiran. Acarician. Tiran. Siento que me humedezco. Intento pensar en otra cosa.

      Ayer Mechi dijo que si me habías tirado eso de que conociera a otros era porque vos ya habías conocido a otra. Quedé detenida en la segunda parte de la oración, en la última palabra. No entendía por qué se había referido a mí diciendo de conocer a otros, y a vos diciendo que ya habías conocido a otra, a una sola. Escucharla fue como cruzar un umbral sin viajar a la velocidad de la luz ni cambiar de espacio. Pero todavía te sentía como el brazo inexistente de un amputado. Un espectro, ondas magnéticas. Desde entonces no le hablo. Ella conduce. Yo la ignoro.

      Creo que te vas con el aire que entra y sale por la ventanilla. Saco la mano abierta para sentir el viento entre los dedos. Te transformás en pasto. Polvo, arena. Por primera vez, en nueve años, soy una persona. Una sola, individual.

      La F100 queda atrás. Se vuelve un punto azul al que veo alejarse en el retrovisor. Salgo de Whatsapp. Busco la aplicación que alguien me recomendó instalar en Mar del Plata.

      Happn. Un menú de personas que te dice dónde, cuándo te las cruzaste y a cuántos kilómetros están. Si te gusta alguna, le das corazón. Y, si hay coincidencia, hay Crush. Pueden iniciar una conversación y otras cosas. La descargo, pero al toque el celular se queda sin batería. Otra vez será. Total, estoy en un auto. Pleno movimiento. Las líneas amarillas sobre el asfalto parpadean hasta volverse una sola. El tiempo y la velocidad logran lo impensable. Y, a veces, eso lo destruye todo.

      Paramos en Atalaya. Después de un café, paso al baño. Cierro la puerta de uno de los cubículos. La decoran grafitis, números de teléfono, puteadas. Mis dedos recorren las huellas de las frases que descascaran la pintura blanca. Se siente rugoso. Un cosquilleo que duele. Desabrocho mi short y me toco, mientras imagino que el conductor de la F100 me agarra del pelo, me saca las tetas del corpiño y las apoya sobre el frío de los azulejos. Casi estoy por acabar cuando escucho a Mechi gritar desde afuera. Me desconcentro. Dice que va a cargar nafta, que espera en el auto. Hago pis; una mezcla de pis y orgasmo que no fue.

      Se siente bien, pero frustrante.

      El sol afuera entrecierra mis ojos, pero llego a verle el bulto al playero de la estación de servicio. Soy un animal inexperto, al acecho de una presa que aparece y desaparece entre los surtidores. Empiezo a adoptar esa postura de quien mira sin ser mirado. Arrastro un cigarrillo a mi boca. Una ceniza encendida y todo esto podría volar por los aires. Pienso en incendios forestales, tragedias colectivas, suicidios en masa. Catástrofes que me harían sentir menos sola.

      Mechi toca bocina. Se saca apenas los lentes de sol, un contacto visual sintético. Hace señas para que me apure.

      Dejo a mi cuerpo hundirse otra vez en el asiento del auto. Es como si solo conmigo no me alcanzara y necesitara fundirme en otros. Objetos. Personas. Bajo la ventanilla. Me concentro en los pliegues del pantalón rojo en el que el playero limpia sus manos manchadas de aceite. Se contraen, se expanden. Como arenas rojizas, custodias de eso que desearía sujetar con las manos hasta sentirlo despertar debajo de la tela gruesa. Apretar más. Bajar el cierre. Encontrarlo duro, caliente. Latiendo.

      —¿Por qué tardabas tanto? ¿Te sentís bien? –pregunta Mechi, mientras me ofrece un alfajor Havana. Lo abro y lo muerdo a la mitad.

      Hay cosas que simplemente es mejor no decirle a alguien, por más que te asegure que quiere escucharlas.

      2

      Lo instalo el sábado. A las pocas horas conozco a Happn1 y a otros. Pero con él ya el domingo estamos arreglando para vernos. Por su foto de perfil entiendo que es alto, toca la guitarra, usa musculosas y camisas floreadas. Estuvo en el sudeste asiático. Vive a trescientos metros. Tiene veinticuatro años. Cinco menos que yo, pero no importa. Lo tomo como una práctica. Nunca estuve con alguien más chico. Y últimamente tiendo a creer que toda la gente es más grande que yo.

      Quedamos en empezar con un porro en la plaza. Eso es idea de él, un poco teen para mis veintinueve. Cambiamos lugares, la encargada de la marihuana y el armado soy yo. Del vino se encarga él. A último momento le escribo que, en lugar de encontrarnos en la esquina, toque timbre. Le paso la dirección.

      Cinco minutos después está en la puerta. Desde el pasillo del edificio lo observo esperar detrás de la reja. Es como si lo fotografiara en esa expresión. Verse por primera vez. Ser para otro algo nuevo, brillante.

      Desconocido.

      Es alto. Es lindo. Y es Veinticuatro. Tiene algo en los ojos. Eso que se te va entre los veintiséis y los veintiocho años, y no tiene eso que te aparece justo debajo, después.

      Caminamos recortados por las luces frías de algunos postes en la calle. Dice algo sobre la lluvia y siento las gotas. Las veo caer en su remera gris en la que van dejando círculos, como disparos. Marcas intrascendentes. Se secarán antes de construir algún recuerdo. No como las otras, las que persisten. A lo lejos, la plaza. Demasiado iluminada. Le digo de mejor entrar a casa, que total es lo mismo y que no pasa nada. Se lo digo a él, pero más que nada a mí misma. Todavía no sé que, al proponerle eso, estaré inaugurando una temporada de #sexoconextrañosencasa.

      Lo primero es el corcho que le cuesta desprender de la botella y que acaba flotando adentro del vino. Tomo un trago, muerdo un pedacito y me lo saco de la boca. Lo arrojo al piso donde, minúsculo, resplandece como una evidencia de lo que está por ocurrir. Después es el porro. Él se ahoga apenas prenderlo y tose. Soy una testigo cómplice de sus intentos por mostrarse experimentado. Le sigo el juego. Es como mirar una retrospectiva de mis apenas veinte o veintipico. Lo dejo acercarse, rodear con sus manos el borde de mis jeans, meter los dedos dentro, calientes sobre mi piel fría, mientras me cuenta anécdotas de su año sabático al otro lado del mundo. Trabajó en hoteles, recolectó manzanas, empaquetó kiwis y ahora está perdido. No sabe qué hacer de su vida. No sabe si estudiar, si volver a irse o quedarse. De repente quiero aconsejarlo; tengo experiencia en el mundo adulto. Pero intento no dar madre, ni persona mayor. Y me vuelvo consciente


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