El callejón de la sangre. Lola Suárez

El callejón de la sangre - Lola Suárez


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      © de la edición: Diego Pun Ediciones, 2017

      © del texto: Lola Suárez, 2017

      © de las ilustraciones: Horacio Sierra Jardines, 2017

      1ª edición versión electrónica: Febrero 2019

      Diego Pun Ediciones

      Factoría de Cuentos S.L.

      Santa Cruz de Tenerife

      www.factoriadecuentos.com

      [email protected]

      Dirección y coordinación:

      Ernesto Rodríguez Abad

      Cayetano J. Cordovés Dorta

      Consejo asesor:

      Benigno León Felipe

      Elvira Novell Iglesias

      Maruchy Hernández Hernández

      Diseño y maquetación: Iván Marrero · Distinto Creatividad

      Conversión a libro electrónico: Eduardo Cobo

      Impreso en España

      ISBN formato papel: 978-84-946630-2-4

      ISBN formato ePub: 978-84-949994-2-0

      Depósito legal: TF 791 - 2017

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

      Para Ana Mary y Mario

      Índice

       Rafa

       María la Baifa

       El callejón de la Sangre

       El Morato Arráez

       Sigue la historia del Morato

       Vuelta a casa

      X

      Rafa abrió los ojos cuando el sol le dio en la cara. Tardó unos segundos en reconocer la habitación donde había dormido. Se incorporó en la cama y, apoyándose en las almohadas, contempló el cuarto.

      La pintura naranja de las paredes, la repisa llena de libros, la mesa de noche con el vaso de agua y la lámpara de lectura, la alegre alfombra tejida en vivos colores… Todo lo que vio le hizo sonreír complacido: su tía se había esmerado en preparar el dormitorio.

      Con un suspiro volvió a meterse entre las sábanas y, doblando los brazos detrás de la nuca, miró al techo.

      Le parecía mentira estar allí: hacía unas horas lo habían despedido sus padres y su hermano en Los Rodeos. Recordaba los ojos demasiado brillantes de su madre y las mil recomendaciones paternas. Alberto no sabía qué hacer, le daba palmaditas prometiéndole no coger sus cosas en su ausencia. Después, al avión. Afortunadamente no le colgaron al cuello la etiqueta de identificación y la azafata que se encargó de él lo trató como si fuera mayor, y no un niño de diez años.

      Rafa tenía que reconocer que estaba un poco asustado: viajaba solo por primera vez y hacía casi un año que no veía a su tía, pero esta lo recibió con una alegría tan grande y un abrazo tan sincero que enseguida se sintió como en su casa.

      Luego, en el coche, había conocido a Tito, un cachorro de husky travieso y juguetón que lo lamió de pies a cabeza hasta acabar dormido con medio cuerpo sobre él.

      Recordaba su llegada a Teguise, las calles empedradas y dormidas bajo el sol de la tarde de agosto. No se veía un alma y Paula llamó a un vecino para que la ayudara con el equipaje de Rafa.

      La casa de su tía le gustó; era muy clara, con ventanas que daban a la plaza y habitaciones espaciosas de colores alegres.

      Durante todo el trayecto, Paula le fue contando a su sobrino cómo vivía en la Villa.

      Rafa sabía que su tía era fisioterapeuta y que daba clases en la Escuela de Enfermería, que le encantaba viajar, que según sus padres era un «culo inquieto» y no paraba mucho tiempo en ningún lado. Era una mujer joven, la hermana menor de su madre, alegre y de muchos amigos. A Rafa le caía bien, tenía algo de pícaro en la sonrisa y muy pronto establecía una relación de complicidad que hacía sentirse bien a los demás.

      Paula había dejado las cortinas de la ventana descorridas y el sol inundaba la habitación por completo. Rafa decidió levantarse y llamó a su tía para que lo ayudara.

      –¡Tía Paula! ¡Buenos días! –Esperó unos instantes y volvió a llamar.

      –¿Tía? ¡Tía Paula!… Sintió un poco de miedo. ¿No había nadie? ¡Lo había dejado solo!

      Estaba a punto de llorar de frustración, cuando apareció Tito trotando y meneando el rabo encantado de la vida. El perrito se sentó en la alfombra y se rascó la oreja, mirando a Rafa.

      –¡Hola, Tito! ¡Ven!

      Tito, sin hacerle caso en absoluto, volvió a salir por donde había entrado y, desde la puerta, se volvió y le dedicó un aullido corto, como reprochándole su pereza. Después, se perdió de vista.

      Rafa no sabía qué hacer: ¿llamaba al móvil de su tía? No, no quería que pensara que era un miedica. A lo mejor solo había salido un momento y volvía enseguida… ¡Claro! Seguro que era eso… Lo mejor era esperar en la cama otro poquito.

      Y esperó un rato que se le hizo eterno, hasta que vio la notita trabada en la lámpara de noche:

      «¡Buenos días, Rafa! Estabas tan dormido que no he querido despertarte. Me voy a trabajar, tengo dos pacientes que atender y una reunión. Volveré a la hora de comer. Te he dejado el desayuno preparado, solo tienes que calentar la leche. Hasta después, Paula.

      P. D.: ¿Podrías comprar el pan? La panadería está al otro lado de la plaza y en el jarrón azul de la cocina hay monedas. ¡Gracias, sobrino!».

      A medida que iba leyendo, lo iba embargando primero la sorpresa y luego la indignación. ¿Es que su tía era idiota? ¡No solo lo abandonaba a su suerte el primer día, sino que, además, pretendía que saliera a la calle y le hiciera la compra! ¿A dónde lo habían mandado sus padres?

      El recuerdo de su madre y el desamparo que sentía le provocaron el llanto. No podía controlarse. Al oír los sollozos, Tito volvió a la habitación y, esta vez, se encaramó en la cama intentando lamer la cara mojada de Rafa, gimiendo muy bajito. El niño acarició la suave cabeza y la mirada azul del perro logró consolarlo.

      En fin, no tenía más remedio que levantarse si no quería que su tía pensara de él lo peor. Además, sentía verdadera hambre.

      Pensó que su silla de ruedas estaría en la sala a la que daba el cuarto y puso manos a la obra. Bajó las piernas al suelo ayudándose de las manos y luego, una vez sentado, movió el cuerpo poco a poco hacia los pies de la cama. La distancia hasta la puerta no era mucha, pero la tendría que recorrer a gatas. Lentamente, se dejó resbalar hasta el piso y, siempre apoyándose en las


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