El callejón de la sangre. Lola Suárez
lo miraba fijamente y, lleno de curiosidad, se acercó a lamerle las manos.
Esa mañana Rafa decidió desayunar con leche fría: no tenía ánimos para batallar con el microondas de Paula. Comió con apetito las galletas y la fruta que encontró en la bandeja que su tía había dejado, compartiendo con Tito su desayuno.
Vestirse le resultó más sencillo, aunque echaba de menos la ayuda de su madre. Se peinó con los dedos y pensó que no pasaría nada si por una vez salía a la calle sin lavarse la cara.
A medida que iba realizando cada acción, sentía mayor bienestar y una maravillosa sensación de libertad que no había experimentado desde el accidente: era la primera vez en cuatro años que hacía las cosas él solo.
Un poco asustado, con las monedas del jarrón azul en los bolsillos del pantalón, abrió la puerta de la calle. Le sorprendió la luz que se reflejaba en las paredes blancas de las casas, el suelo de adoquines negros y brillantes, la plaza con sus leones a ambos lados de la escalera.
«Bueno –pensó–, ahora tengo que rodear la plaza para llegar a la panadería».
Al principio impulsó la silla con algo de inseguridad, pero al comprobar que las ruedas resbalaban suavemente sobre el adoquinado, empezó a disfrutar de su paseo. Por supuesto, Tito lo acompañaba corriendo de un lado a otro y soltando algún ladrido corto y feliz.
La panadería abría sus puertas directamente a la calle y Rafa entró sin problemas en la estancia. Aunque acababa de desayunar, se le hizo la boca agua a la vista de las vitrinas llenas de dulces, al oler el pan recién hecho, los bizcochones y los rosquetes.
La panadera atendía a una señora, que miró a Rafa con curiosidad.
–Tú eres el sobrino de la masajista, ¿verdad? –le preguntó. No esperó la respuesta, le hizo una caricia en el pelo y salió con una gran bolsa en la mano.
–Hola, Rafa, me alegro de verte. Tu tía me dijo que vendrías a por el pan…
La mujer sonrió y se le formaron dos hoyuelos en las mejillas. El niño le devolvió la sonrisa.
–¿Te gusta el pueblo?... Bueno, si has llegado ayer, aún no has visto nada. Ya verás lo bien que lo pasas aquí, a ver si hay suerte y no cambia el tiempo…
Mientras hablaba, fue metiendo en una bolsa de tela algunos panes. Salió de detrás del mostrador y se los entregó a Rafa.
–Espera, voy a darte un rosquete recién salido del horno, ¡verás qué rico está!
El rosco estaba buenísimo, con sabor a limón y canela. Tito también tuvo su regalo, un gran trozo de pan bizcochado, que agradeció moviendo la cola.
–¡Es el mejor que he comido en mi vida! –le dijo Rafa a la panadera–. ¡Muchas gracias! ¡Hasta mañana!
–¡Adiós, Rafa, hasta mañana!
Aún relamiéndose, el niño y el perro salieron de nuevo a la calle de vuelta a casa.
Desde una esquina de la plaza, bien escondida, la tía Paula sonreía. Había estado vigilando las andanzas de su sobrino todo el tiempo y se sentía muy orgullosa de él.
«Esto marcha bien –pensó–. Rafa: prepárate».
–Rafa, acompáñame a casa de una amiga que tiene muchas ganas de conocerte… –le dijo su tía, con el bolso colgado del hombro y la mano en el picaporte. El niño apagó el ordenador, dejando el juego a medias. La verdad es que le apetecía salir. Tito vino corriendo alegremente desde el fondo de la casa, y fue el primero en salir.
–¿Vive muy lejos tu amiga, tía?
–No, atravesamos la plaza por delante de la iglesia y seguimos hacia la carretera. Su casa tiene una huerta muy cuidada alrededor de un aljibe…
Paula no había intentado empujar la silla de ruedas y Rafa no se atrevió a pedírselo. Le costaba un poco mantener el ritmo de la marcha, pero, a cambio, su tía estaba a su lado, no detrás de él, y podían ir hablando cómodamente.
Cuando tomaron la carretera, el sol se ponía sobre las arenas de La Caleta, recortando los acantilados de Famara. Callaron contemplando la puesta de sol, solo se oía el trotecillo y el jadeo del perro.
Muy pronto llegaron a la casa y una anciana chiquita y arrugada salió a la cancela a darles la bienvenida.
–¡Hola, Paula! Así que tú eres Rafa… A ver, ¿tienes los ojos con chispitas, como tu tía?...
La mujer se inclinó sobre él, le tomó la cara con las manos y Rafa aspiró un olor maravilloso a manzanilla, a hierbabuena y a limón. El rostro de la anciana parecía de seda, suave y lleno de arrugas, pero no le faltaban dientes y tenía unos ojos tan vivarachos que parecían mucho más jóvenes que ella.
A Rafa le gustó, así que se echó a reír y le devolvió el beso que le había dado en la mejilla.
–¡Mi madre dice que me parezco más con la tía que con ella!
–Bueno, creo que tú tienes más chispitas que ella… y eres mucho más guapo. Pero ¡pasen dentro! He preparado algo de merienda. ¿Tienes hambre, Rafa? ¡Tito, no enredes, para ti también tengo algo!
El perro no había dejado de saltar alrededor de María, intentando lamerle las manos.
Tía Paula lo ayudó a subir el chaplón que había para entrar en la huerta y después él solo dirigió la silla hasta la sala de la casa. Los esperaba una habitación fresca, enjalbegada con cal teñida de azul y una gran ventana abierta por la que se veían las palmeras plantadas en el patio de la casa.
Sobre la mesa, cubierta con un lindo mantel bordado, esperaban tres tazones de leche de cabra, un plato de rosquetes y un bizcochón. En el suelo había una escudilla con pan duro remojado en leche para Tito. Se sentaron a comer con apetito.
–María, ¿me has conseguido lo que te encargué? He intentado masajear con una crema, pero no alivia igual, no se obtienen los mismos resultados que utilizando el sebo de la joroba de camello.
–Tengo el paquetito hecho, niña. El sebo me lo ha traído Pepe el Majorero… Está fresquito, así que no huele a rancio y se absorbe mejor.
Rafa escuchaba la conversación asombrado: ¿sebo de joroba de camello? ¡Pues vaya! Solo faltaba que ahora se pusieran a hablar de alas de murciélago y patas de escorpión.
–Ahora es el mejor momento para coger las hierbas: hay luna nueva –decía la anciana–; ya sabes, si quieres aprender, ven una de estas noches…
Miró a Rafa y se echó a reír.
–Paula, ¡tu sobrino cree que somos brujas! Tú también puedes venir a coger espliego y manzanilla, te enseñaré a hacer un emplasto con cebolla para cortar la sangre…
Las dos mujeres se rieron a carcajadas.
–Bueno, sobrino, ya sabes mi terrible secreto: yo, tu tía Paula, soy una bruja…
–¡Tía! No me trates como si fuera pequeño, hace años que no creo en brujas ni ogros ni fantasmas ni…
–Espera, hijo, espera –le interrumpió María–, no metas a todos en el mismo saco…
Paula intentó frenar a su amiga.
–¡No empieces, que te conozco, María! ¡No le llenes la cabeza con tus historias! ¡A ver si luego va a tener pesadillas!...
Rafa se puso muy colorado, no le gustaba que pensaran que él era un miedoso y, además, sentía gran curiosidad por lo que le pudiera contar aquella mujer.
–¡Claro que no tendré