Derecho Penal. Enrique Cury Urzúa

Derecho Penal - Enrique Cury Urzúa


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cautelares personales. Sin embargo, el art. 26 establece que “la duración de las penas temporales empezará a contarse desde el día de la aprehensión del imputado”, y el art. 348 inc. segundo del C.P.P., complementándolo, dispone que “[L]a sentencia que condenare a una pena temporal deberá expresar con toda precisión el día desde el cual empezará esta a contarse y fijará el tiempo de detención, prisión preventiva y privación de libertad impuesta en conformidad a la letra a) del art. 155 que deberá servir de abono para su cumplimiento”. Ahora bien, es indudable que si la privación de libertad del imputado puede imputarse (abonarse) a la pena que se le imponga, a pesar de no reputarse tal, ello se debe a que su naturaleza es semejante y a que, en consecuencia, la diferencia consagrada en el art. 20 no está fundada en bases cualitativas. Es así, pues de otra manera incurriríamos en el absurdo de aceptar que la sentencia condenatoria tiene la virtualidad sorprendente de mudar retroactivamente la naturaleza de la detención sufrida por el afectado con anterioridad a su dictación415 o que cosas distintas pueden ser sustraídas unas de otras.

      Por esto, creo que el art. 20 del C.P. no está fundado en una supuesta diferencia cualitativa entre penas criminales y gubernativas, sino que, por el contrario, constituye una demostración de que el legislador la consideraba impracticable. En el efecto, el propósito de esa norma parece haber sido, más bien, despojar a ciertas sanciones leves de las connotaciones estigmatizadoras y aflictivas que rodean a la pena penal, con el objeto de sustraerlas a la vigencia de los principios nulla poena sine lege y nulla poena sine judicio, haciendo de esta forma más expedita su imposición a infracciones de ordinaria ocurrencia y escasa significación ético-social.416 El legislador percibió, sin duda, que con eso vulneraba el postulado de la Separación de los Poderes del Estado. Sin embargo, al mismo tiempo, se daba cuenta de que, si la irrogación de tales penas era confiada a los tribunales de justicia, estos serían abrumados por una multitud de asuntos sin importancia que entorpecerían su actividad. Así, en un intento por conciliar las exigencias políticas y doctrinarias con las necesidades prácticas, buscó una solución en la distinción formal que, al paliar los efectos de ciertas penas, permitía administrarlas de manera más discrecional.417

      Que la diferencia entre las sanciones gubernativas (administrativas) y la pena criminal es meramente cuantitativa se deduce también del art. 501 del C.P, que establece como límite de la pena para las infracciones gubernativas (administrativas) la consagrada en los arts. 494 y siguientes para las faltas.

      dd) En la literatura comparada más reciente se ha abierto paso una solución mixta, a la que algunos autores denominan cuantitativa–cualitativa, con arreglo a la cual, si bien el punto de vista cuantitativo debe considerarse prioritariamente, hay un límite en que la diferencia de magnitud del injusto es tan considerable que asume significación cualitativa.418 Se trata, por cierto, de un criterio que puede ser deseable discutir con detalle. Pero como los autores que lo sostienen concluyen que “hoy se entiende que la potestad penal stricto sensu y la potestad administrativa sancionadora son expresiones del mismo ius puniendi” y que ambos conforman lo que se ha dado en llamar un Derecho penal en sentido amplio, al “compartir una sustancia común”,419 para los efectos prácticos resulta ampliamente coincidente con el punto de vista cuantitativo defendido aquí. ¡Por cierto, nadie querría administrativizar la punibilidad del homicidio, la violación o el secuestro de personas! Pero eso se debe justamente a la magnitud del desvalor que encierran esos hechos punibles; y esto, a su vez, permite aseverar que también tras la distinción cuantitativa subyacen criterios de valor, como los defendidos por la concepción comentada.

      ee) El punto de vista expuesto en los párrafos anteriores conduce a conclusiones que se apartan de las defendidas por la opinión dominante en la doctrina nacional.420

      En primer lugar, es preciso reconocer que las sanciones gubernativas constituyen una necesidad impuesta por la complejidad de la sociedad contemporánea. Esto exige, en efecto, una regulación de actividades que generan peligros graves e, incluso, daños para los bienes jurídicos individuales o colectivos. Como es lógico, las infracciones más serias a tales normativas deben y pueden ser reprimidas acudiendo a una pena criminal, pero existen otras, de menor entidad o cuya reprochabilidad es inferior, frente a las cuales ha de reaccionarse con una sanción a la que, sin embargo, sería inconveniente atribuir las consecuencias de la penal, rodeando su imposición con las mismas garantías. Según ya se ha dicho, esto último implicaría gravar a la magistratura con el conocimiento de una infinidad de atentados insignificantes, entorpeciendo el desempeño de funciones más trascendentales. No hay, pues, otra solución que entregar a la autoridad administrativa la facultad de imponer esas medidas en un procedimiento expedito, aligerado de formalidades hasta donde sea prudente.

      Pero, si se acepta este punto de partida, hay que reconocer también las limitaciones que derivan de ese proceder.

      1. Ante todo, la de que ese género de sanciones es admisible solo para reaccionar contra infracciones leves cuya significación ético-social es reducida, sea por la naturaleza de los bienes jurídicos afectados, sea por el modo o circunstancias del ataque, sea por la escasa o ninguna reprochabilidad que este involucra. Por consiguiente, la magnitud de estas reacciones no puede sobrepasar una medida modesta y, en especial, su naturaleza debiera limitarse a la irrupción en esferas de derechos cuya significación es reducida, como los patrimoniales. Confiar a la Administración, como ocurre entre nosotros, la facultad de fulminar multas confiscatorias o imponer incluso privaciones de libertad prolongadas, constituye un atentado en contra del principio de legalidad y, por ende, una violación de las normas constitucionales en que se encuentra consagrado.

      Por lo demás, esta es una consecuencia confirmada por la ley positiva. En efecto, el art. 501 del C.P. dispone que “en las ordenanzas municipales y en los reglamentos generales o particulares que dictare en lo sucesivo la autoridad administrativa no se establecerán mayores penas que las señaladas en este Libro, aun cuando hayan de imponerse en virtud de atribuciones gubernativas, a no ser que se determine otra cosa por leyes especiales”. Esto significa que, para los autores del Código, las sanciones administrativas no debían exceder de las de las faltas, para las cuales actualmente solo se prevén multas de hasta 4 Unidades Tributarias Mensuales.421 Como era lógico, dejaron abierta la posibilidad de que se contemplaran excepciones, pues no podían imponer su voluntad al legislador del futuro. Pero en todo caso la norma consagra un criterio orientador422 que en la actualidad no se respeta en absoluto.

      En relación con este aspecto, la Administración sostiene que, para cumplir sus funciones, necesita que se le reconozcan facultades sancionadoras enérgicas. No es posible ignorar este reclamo que se encuentra avalado por la realidad. Sin embargo, este es uno de esos puntos donde el contraste entre los intereses y necesidades de la sociedad, y los de los individuos que la integran debe resolverse haciendo opciones político-criminales definidas. Puede convenirse en que, a veces, el bienestar de la comunidad exige confiar a la Administración el derecho a reaccionar frente a ciertos hechos excepcionalmente perturbadores mediante sanciones patrimoniales más severas que las ordinarias. Así puede ser, sobre todo, en materias que son capaces de provocar daños sociales serios y extendidos, y en los que los autores de las infracciones suelen ser corporaciones poderosas, no susceptibles de ser perseguidas criminalmente a causa del carácter personal de la pena,423 como sucede, por ejemplo, en el campo de los negocios y las finanzas, en el de la protección del medio ambiente y en el de las obligaciones tributarias. En cambio, no debe autorizárseles nunca a los administradores una irrupción en derechos más elevados y personales, como lo es, en especial, la libertad ambulatoria. Cuando la Administración considere que un hecho no puede ser reprimido apropiadamente sino privando de libertad al responsable o restringiéndosela, lo razonable es que acuda a los tribunales ordinarios de Justicia, pruebe en un proceso sustanciado de acuerdo con todas las garantías constitucionales y legales la existencia de un delito penal, y se atenga a la decisión resultante. Porque, aunque eso sea menos eficaz desde el punto de vista social, el respeto a los ciudadanos tiene prioridad a este respecto.424

      En muchos casos, esta decisión exige al legislador elegir los hechos que serán combatidos mediante una simple sanción administrativa así limitada, y los que se incorporarán al catálogo de los tipos penales. Para hacerlo no existen criterios absolutos. Sin embargo; existen investigaciones orientadoras, que proporcionan puntos de partida aprovechables.425

      2.


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