Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi
económicos producto de la globalización asimétrica entre las diferentes regiones (Mora y Montenegro, 2009; Tijoux 2007). Paralelamente, en las sociedades destino, existe la necesidad de mano de obra de bajo costo económico para la reproducción del trabajo doméstico, para llevarse a cabo aquellas tareas antes realizadas por las mujeres nativas quienes, debido a su entrada al mundo laboral y su sobrecarga de funciones domésticas y familiares, pasan a demandar trabajadoras que les sustituyan en estas actividades (Mora, 2008; Sassen, 2003).
Cuando empezaron a articular familias, grupos y comunidades organizadas sobre diferentes territorios nacionales (Sorensen, 2008) a través de su propia migración, las mujeres globalizaron sus localidades (Freeman, 2001), reinventaron los procesos de crianza de hijos/as, y también de cuidados al interior de las familias (Aranda, 2003; Hondagneu-Sotelo y Ávila, 1997). Todo esto no solamente se confirmó, sino que además se configuró de forma aún más intensa en territorios fronterizos como Tacna y Arica. Por otro lado, su protagonismo en la movilidad familiar también implica que las migrantes asumirán el papel de motor de una actividad económica (Hondagneu-Sotelo, 2000), que impactará en la manera como las familias se constituyen, específicamente en las relaciones maritales y el papel social atribuido a abuelos/as, tíos/as y amigos/as. Por lo general, la inserción socioeconómica de las mujeres en el mundo post-globalización reordena a escalas globales los sistemas de explotación y las jerarquías de género (Mills, 2003).
El género es, en términos teóricos feministas, la construcción cultural de la diferencia biológica entre lo masculino y lo femenino (Lamas, 1999: 147), cuestión que también es estructurada a través de un campo conflictivo, activando procesos de dominio que repercuten tanto sobre las mujeres como sobre los hombres, generando disputas simbólicas que dan forma y contenido a las diferencias, inclusiones y exclusiones que se jerarquizan (Mills, 2003: 42). Un juego dialéctico entre identidades que es ontológicamente relacional (Butler, 2011: 39). Asumir la dimensión dialéctica de las identidades de género implica reconocer su incompletud constitutiva: lo masculino determinándose a partir de lo femenino y viceversa (Butler, 2011: 39).
No obstante, esta incompletud no destituye los mecanismos de dominio simbólico que determinan una hegemonía de lo masculino en cuanto discurso, performance e incorporación de las formas sociales de poder. Todo lo contrario: son parte de su configuración ontológica. De ahí que las desigualdades de género operen simultáneamente como sistemas de significados y sentidos dominantes. Ellas forman relaciones sociales estructuradas –a modo de roles, prácticas, posibilidades de tránsito y/o de permanencia– en espacios sociales, siendo vividas por las personas como procesos componentes de su sentido de personalidad. A este conjunto de factores de diferenciación social derivado de la dimensión simbólica de las relaciones entre hombres y mujeres, los denominamos “mandatos de género”. A través de los mandatos, la adscripción de género produce una articulación entre la dimensión estructural social (a niveles locales y globales) y la composición de la agencia (sea ella individual, colectiva o comunitaria) (Mills, 2003: 42).
Pero esto no es todo. Las mujeres son atravesadas, en realidad, por la interseccionalidad de elementos de marginación, lo que las hace vivir procesos de condensación de las desigualdades sociales6. Ellas experimentan la superposición de factores excluyentes vinculados a su adscripción étnica, de clase, de edad (Crenshaw, 1991: 1244), y de pertenencia nacional (añadiríamos al argumento de Crenshaw), que alterarán sus posibilidades de acceso a derechos y a los recursos (en el sentido amplio del término). Esto porque se compaginan dichas características con su condición de subordinación de género en contextos globalmente patriarcales, machistas y androcéntricos. Esta experiencia de la interseccionalidad de factores excluyentes, que es vivida por las mujeres migrantes (en las áreas fronteras y más allá de ellas), define sus espacios, derechos y posibilidades de incorporación social. Pero lo hace conjugando dos experiencias fronterizas simultáneas: la de pertenecer al “género otro”, y la de desafiar a las fronteras del Estado-nación. Aquí, una vez más, aludimos a la experiencia de Rafaela, quien parece ilustrar integralmente este proceso de condensación de factores interseccionales de marginación social y de reproducción de mandatos de género.
Reconociendo esta dimensión femenina de la globalización, el estudio del proceso de transnacionalización migratoria ha fomentado cierta perspectiva empírico-epistemológica que visibiliza la complejidad de las desigualdades de género. Pero este es un debate que, hasta hace una década y media, había ganado menos protagonismo en los estudios sobre las fronteras. Es posible afirmar que la naturalización epistémica de las fronteras en cuanto territorios masculinos conectados al patriarcado normativo, ha jugado una muy mala pasada a la forma en que estos espacios han sido teorizados, provocando una invisibilización de lo femenino en estas zonas.
Esta invisibilización ha empezado a retroceder gracias a la persistente actuación de las teóricas “chicanas” (como Gloria Anzaldúa), migrantes mexicanas que, desde universidades de Estados Unidos, vienen haciendo un gran esfuerzo por visibilizar académica y políticamente la centralidad de la cuestión de género y la reproducción de la violencia machista, masculina y militar en los territorios fronterizos entre dicho país y México. No obstante, aún queda pendiente expandir estos debates hacia otros territorios fronterizos de América Latina, espacios donde la cuestión de género y la centralidad femenina en los desplazamientos familiares y comunitarios han recibido menos atención relativa que los temas macroeconómicos, políticos o judiciales.
Retomando el debate que abre este capítulo, la división categórica tajante entre lo transnacional y lo transfronterizo nos parece improductiva en términos explicativos cuando se trata de abordar la vida de las mujeres que cruzan fronteras. Más que seguir la corriente a estas maneras de denominar los fenómenos –aceptando con esto que la circularidad fronteriza no puede entenderse como migración transnacional–, habría que indagar si esta división es realmente coherente con los estudios de caso que llevamos a cabo junto a mujeres migrantes cuyas actividades se articulan en zonas de frontera, y en qué medida lo son.
Estamos, entonces, en condiciones de explicitar que, al hablar de las mujeres peruanas en Arica como “migrantes”, y no solamente como “transfronterizas”, lo hacemos desde nuestra propia posición crítica con relación a este debate. En nuestro trabajo de campo, observamos que muchas de las experiencias de las mujeres peruanas que residen del lado chileno (en Arica), coinciden con las descripciones más frecuentes de “prácticas sociales transnacionales”, solo difiriendo de ellas en algunos aspectos referentes a la frecuencia e intensidad de contactos entre miembros de las redes y familias migrantes; y no en la manera como estas redes se estructuran. Pero también es cierto que encontramos en la frontera otras experiencias que no tienen parangón con aquello que se describe en la migración transnacional en el norte global. En síntesis: el que en la frontera se produzcan formas de vida particulares no implica que en ella no existan redes y relaciones que podemos encontrar en otros espacios de recepción migratoria.
Estos debates ganarán claridad argumentativa en la medida en que vayamos retomando las escenas, relatos e historias recopiladas en la investigación. En el capítulo que sigue, les invitamos a dar inicio a este proceso y conocer Arica desde nuestra peculiar perspectiva diacrónica.
1 Parte de los debates que desarrollamos aquí fueron publicados previamente en Guizardi, López et al. (2017) y Guizardi y Nazal (2017) y Guizardi, Valdebenito et al. (2018).
2 A su vez, el “trasnacionalismo desde arriba” se encuentra caracterizado por ser promovido por corporaciones financieras y empresariales, agentes políticos locales, nacionales o transnacionales (Portes et al., 1999).
3 En esta última perspectiva se enmarca, desde el punto de vista de Segato, la idea del transnacionalismo migrante, que subraya cómo franjas de poblaciones o de bienes culturales atraviesan fronteras nacionales, estableciendo nexos donde antes no los había (Segato, 1999: 115).
4 Sobre esto, propone que el ejercicio de unificación