Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi


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“desde abajo” (Portes et al., 1999; Portes, 2003)2, que resulta de la agencia económica, política y sociocultural de grupos o sujetos que, cotidianamente, y quizás sin pretenderlo, subvierten aquellos designios del proyecto nacional que pregonan el establecimiento de límites rígidos entre territorios.

      Obsérvese especialmente que, al mismo tiempo en que aboga por el reconocimiento de esta forma de agencia migratoria, el transnacionalismo sedimenta la noción de que los procesos económicos globales y la continua persistencia de los Estados-nación como inscriptores de pertenencias siguen conectándose con las relaciones sociales, acciones políticas, lealtades, creencias e identidades de los migrantes en su vida cotidiana (Glick-Schiller et al., 1992). Por ello, el transnacionalismo se superpone conceptualmente con la definición de globalización (Stefoni, 2014: 43-44), aunque siempre enfatizando, en términos teóricos, la dimensión política de las restricciones que, más allá de toda circulación migratoria posible, no han cesado de existir.

      En esta última línea, Kearney (1995: 548) subraya el contenido político del término, apuntando que el transnacionalismo fija la atención del investigador a los proyectos político-culturales de los Estados-nación. Esto en la medida en que los mismos buscan hegemonizar procesos con otros Estados, con sus propios ciudadanos y con sus “aliens”. Bloemradd et al. (2008), complementariamente, consideran que la condición transnacional de los migrantes desafía las políticas estatales y los principios de derechos de ciudadanía, fundamentándose estos últimos en marcos jurídicos que definen la movilidad humana como “contenida” por las fronteras del Estado. Ante este argumento, Garduño (2003: 26) expondrá la necesidad de cuestionar constantemente “la celebración del transnacionalismo” desde la cual se deja de contemplar la influencia estatal en las fronteras nacionales, cayendo en una perspectiva poco cercana a la realidad (a la que aludimos con la expresión “transnacionalismo metodológico” en el Capítulo I).

      En lo que se refiere a la constitución de las identidades, la perspectiva transnacional apunta a que existe una diferencia entre las formas de “ser” y “pertenecer” experimentadas por los migrantes (Levitt y Glick-Schiller, 2004). El campo social en que ellos se desenvuelven contiene las relaciones y prácticas sociales específicas de las que son parte los sujetos. Pero las identidades y “formas de ser” derivadas de estas prácticas son relativas: dependerán de las disposiciones que los mismos migrantes escogen, asumen o reciben (a veces impositivamente) en sus entornos sociales y en el proceso migratorio. Las “formas de pertenecer”, a su vez, refieren específicamente a aquellas actividades y relaciones que buscan la actualización de la identidad mediante el ejercicio práctico (material y simbólico) consciente de los grupos sociales. Consecuentemente, la experiencia de los migrantes en el campo social transnacional les impulsa a moverse situacionalmente entre posicionamientos del “ser” y del “pertenecer”. Esto apunta la imposibilidad de conceptualizar la experiencia migratoria a partir de categorías dicotómicas (Gonzálvez y Acosta, 2015: 126): la compresión espaciotemporal que caracteriza a las relaciones transnacionales desautoriza encasillar a los migrantes a partir de bipolaridades reduccionistas –como “permanentes o de paso”, “residentes o temporales”– (Glick-Schiller et al., 1992).

      Tensionando este debate desde otras referencias, diferentes autores han reflexionado sobre el rol que cumple el Estado-nación en el escenario global trasnacionalizado, concordando casi siempre en su eficacia como institución generadora de desigualdades y, también por ello, de identidades (Grimson, 2000, 2005, 2003, 2011; Segato, 1999). Kearney (2003: 49) comprende al Estado como facilitador en la reproducción de la diferenciación social y cultural en el interior de la nación, lo que tiene por efecto perpetuar su (frecuentemente imaginaria) unidad constitutiva. Grimson (2005: 5) señala el rol dominante del Estado como árbitro del control, violencia, orden y organización para aquellos cuya identidad está siendo transformada por fuerzas mundiales. Fábregas (2012) sugiere caracterizarlo como un planificador territorial expansivo, un intermediario en el proceso de globalización (al que entiende como colonizador).

      En otras palabras, la identidad nacional se construye a partir de la sustantivación contextualizada de asimetrías locales y globales, de larga duración, que se jerarquizan al interior de la sociedad nacional (Segato, 1999: 117). Esto dota la construcción de las identidades de unos matices que variarán en los diferentes contextos nacionales de recepción de la migración internacional: lo global no sustituye lo local, sino que lo local toma lógicas globales (Larraín, 2001: 45). Las identidades, tanto de los nativos de las comunidades de destino como las de los migrantes, se tensionan, evidenciándose así que su proceso constitutivo es ontológicamente dinámico y dialéctico (García Canclini, 1989; Levitt y Glick-Schiller, 2004). Así, pese a que es frecuentemente reivindicada como “una cuestión cultural”, la identidad nacional es un fenómeno intrínsecamente político (Grimson y Semán, 2005). Repárese, por otro lado, que la idea de que estas formaciones de lo nacional poseen un carácter histórico conlleva asumirlas como particulares, vinculadas a las formas de construcción de cada contexto. Por ello, antropólogos sudamericanos como Grimson (2011) apostarán a un enfoque contextualista que pretende captar la experiencia social tanto desde sus macroestructuras políticas y económicas, como a partir de las variaciones y particularidades entregadas por los contextos sociales, culturales e históricos localizados. La categoría que Grimson (2011) usa para delimitar esta particular formación contextual de procesos es la de “configuración cultural”.

      Las configuraciones culturales constituyen el “marco compartido por actores enfrentados o distintos, de articulaciones complejas de la heterogeneidad social” (Grimson, 2011: 172). Incluyen, además, los campos de posibilidad de este marco compartido: las prácticas, representaciones e instituciones que efectivamente existen o que son posibles (hegemónicas o contrahegemónicas) en un espacio social determinado. Si bien son radicalmente heterogéneas, devienen en una suerte de totalidad (habiendo algún nivel de interrelación entre sus partes componentes). Por lo mismo, están dotadas de una trama simbólica común (que puede incluir significados conflictuados), compartida por los individuos y sectores sociales que las integran (Grimson, 2011: 172-174). El concepto contempla, así, que los sujetos tienen algún espacio de acción frente a las condiciones estructurales y supone una teoría del conflicto,


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