Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi


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allá de los clichés etnográficos –y no faltan aquellos que acusan a los investigadores sociales de desarrollar una excesiva simpatía por aquellos que estudian–, nuestra admiración reconoce en estas mujeres una encarnación particular de la experiencia fronteriza. Una forma de relacionarse con los espacios y situaciones sociales que, pese a constituirse con rasgos potentes de resistencia política, se articula desde la dialéctica entre el “entrar y salir” de las condiciones de violencia, subordinación y dominio patriarcal a las que nuestras protagonistas están expuestas en estos territorios chileno-peruanos. Es por esto que la relación entre la frontera y los investigadores (que interpela tanto a las situacionalidades políticas como a las condiciones de género de estos últimos), gana una consistencia epistémica central, constituyendo un eje importante del libro.

      La presente obra está enteramente estructurada a partir de las narraciones de estas mujeres y tiene, por lo mismo, una deuda trascendente con sus protagonistas. Sus historias nos guiaron en la solución de intrincadas encrucijadas teóricas. Nos ofrecieron caminos para entender la continuidad contemporánea de procesos históricos de larga duración. Nos permitieron materializar, en la epifanía vital de la experiencia concreta, la relación entre patriarcado, nación, frontera y violencia de género. En otras palabras, sus historias nos permitieron “extender la etnografía”, conectándola con procesos de escalas (temporales, espaciales, coyunturales, individuales y sociales) muy variados.

      Rafaela nació en 1979, en la villa de Candarave, el asentamiento más importante del distrito peruano homónimo y lugar donde se ubica uno de los pocos centros médicos públicos de la región (el mismo al que acudió su mamá llegada la hora de tener a cada uno de sus nueve bebés). El distrito de Candarave pertenece al departamento peruano de Tacna, en el que desde 1929 se asienta la frontera chileno-peruana; y en cuyas montañas se encuentra, además, el “hito tripartito” que señaliza la Triple-frontera Andina (punto de confluencia entre Perú, Chile y Bolivia). Pero el distrito de Candarave se sitúa también en aquellas imponentes montañas altiplánicas entre las cuales se dividen los tres departamentos peruanos más sureños: Moquegua, Puno y Tacna, territorios que concentran la mayor parte de la población del país que, como Rafaela y sus familiares, pertenecen o descienden de grupos indígenas aymara. El padre de Rafaela nació en las montañas altiplánicas, en un asentamiento de pastores situado a unas cuatro horas por carretera de la villa de Candarave. Su mamá nació a unas tres horas de dicha villa, en Calientes, un caserío a las “espalditas” del volcán Yucamani, como Rafaela dice con cariño.

      La situación económica de la familia en la pequeña villa fue empeorando. Ante esto, su padre empezó a enviar a las hijas a las casas de terceros –a quienes las menores debían tratar como “padrinos” y “madrinas”–, estableciendo intercambios de favores con estas familias. En estas casas trabajaban a cambio de comida y hospedaje. A los ocho años, Rafaela empezó a trabajar para otras familias en Candarave mismo, pero seguía asistiendo a las clases en el colegio. También con ocho años viajó por primera vez a la ciudad de Tacna, la capital del departamento homólogo, y asentamiento urbano más importante del extremo sur peruano. Lo hizo con su profesora y estuvo con ella, acompañándola como empleada personal, todas las vacaciones de verano. Esta fue su primera experiencia en Tacna: sola, menor y de la mano de una maestra mujer para quien trabajaba a cambio de comida.

      A los diez años fue mandada por su padre al interior de Candarave, bien lejos en las montañas, a la propiedad de una “madrina”, quien le prometió a la mamá de Rafaela ponerla en el colegio. Nunca lo hizo. Cierta vez, Rafaela huyó de las tareas matinales, escondiendo en el aguayo los cuadernos y lápices que su madre le compró. Al llegar al colegio, se enteró que ni siquiera la habían matriculado. Su madrina la descubrió y, en represalia, le quemó los cuadernos, todos sus documentos escolares y la partida de nacimiento. Decía que Rafaela no tenía tiempo para tonterías. De hecho, le habían asignado más labores de las que lograba realizar: debía cuidar al bebé de la hija de su madrina, recoger la alfalfa, alimentar y ordeñar las vacas, cocinar y limpiar. Se acuerda haber pasado hambre en este período, alimentándose solamente de los restos de comidas que ella preparaba para esta familia que la recibió.

      Cuando encontró finalmente a su mamá, fue un alivio que duró poco. Le contó lo que había pasado, pero su madre no le quiso creer. Le dijo que era una floja, que no podía ser verdad, que estaba inventando para no trabajar. Su papá, a la vez, le dijo que, si realmente le hubieran hecho lo que relataba, no estaría allí para contarlo, hubiera muerto. Ambos le pegaron. Así, Rafaela se encontraba con una paradójica sentencia: haber sobrevivido la convertía en una mentirosa, lo que, para sus padres, les autorizaba moralmente a proferirle una paliza más. La mandaron de vuelta donde su madrina al día siguiente. Frente a las reiteradas violencias, Rafaela huyó buscando, una vez más, la ayuda de su madre que, esta vez sí le creyó (la niña llegó de vuelta a Candarave con la cara, brazos y tronco marcados por las golpizas).

      Su madre consigue, entonces, enviarle a trabajar cuidando a una señora mayor (la madre del médico que trabajaba en el puesto de salud de Candarave) en Ilo, histórica ciudad portuaria de la costa del Pacífico, en el departamento peruano de Moquegua. Rafaela recuerda el período con dulzura: la trataban bien, la matricularon en la escuela nocturna (la llevaban y buscaban todos los días). La señora le quería y le decía “hija”. Pero la bonanza duró poco: enferma, su benefactora murió y Rafaela debió volver a Candarave para trabajar en el matadero de vacas (donde la remuneraban con cebo animal) y en la panadería de su tío (donde recibía el pan para ella y sus hermanos). Tenía doce años y nunca más volvió a estudiar. Pero lo tomó como una misión de vida: se propuso hacer lo posible para impedir que sus padres mandaran a sus hermanas menores a trabajar en otras partes.

      Así, con trece años se fue sola a Tacna, la capital departamental, donde habría más posibilidades de trabajo, laborando como empleada doméstica, residiendo en la casa de sus empleadores y recibiendo sueldo en dinero. Pero en la ciudad las cosas tampoco serían fáciles para una niña como ella, venida de los sectores rurales:

      Me levantaba a las seis de la mañana y terminaba acostándome como a las diez, once de la noche. Tenía que lavar la ropa


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