Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi
me golpeaban con las llaves si ponía mal las cucharas. Yo no entendía nada de eso (Rafaela, diciembre 2012).
Una vez por mes se devolvía a Candarave y entregaba todo el sueldo a su madre. A esta altura, su padre estaba bastante deteriorado debido al alcoholismo y su mamá se encargaba de mantener a la familia como podía: pastoreaba, plantaba, cocinaba, tejía y cocía para terceros. También vendía e intercambiaba mercancías.
Cuando Rafaela tenía diecisiete años, una de sus dos hermanas mayores migró con una prima a la primera ciudad chilena del otro lado de la frontera: Arica. Entonces corría el año 1996, Chile llevaba seis años en democracia tras el final de la dictadura de Augusto Pinochet y experimentaba un momento de fuerte crecimiento económico, potenciado por la explosión de la industria minera en los territorios desérticos del norte del país. Los pesos chilenos presentaban ya una notable diferencia de rentabilidad con relación a los soles peruanos, factor que se sumaba a la inestabilidad económica vivida en Perú como resultado de la implementación de las políticas neoliberales en la presidencia de Alberto Fujimori. Esto incentivó la migración de muchos peruanos del departamento de Tacna hacia la ciudad chilena de Arica, invirtiendo así el flujo migratorio en esta frontera que, durante toda la dictadura chilena, corrió hacia Perú. Desde que supo lo de su hermana, Rafaela no pensó en otra cosa sino en irse a Chile. Alrededor suyo, la gente le intentaba persuadir, sin éxito, de lo contrario:
Es que decían que allá en… Pensé que eran otras personas, otra gente, con otra sangre diferente. Como en mi pueblito decían que los gringos… Porque allá llegaban gringos, que los gringos tenían sangre… No eran de sangre roja, tenían otra sangre. Los gringos eran del diablo, tenían los pies de gallina, decían. Entonces eso era mi curiosidad de llegar acá. Claro, también como hablaban, decían que allá en Arica… Que en Chile no se podía salir a la calle… Me imagino que, en tiempos de Pinochet, podían llegar hasta cierta hora, no podían hacer fiestas, que mataban a gente inocente, me imagino que de eso hablaban. Decían también que, si ven un peruano, te matan en la calle. Claro, hasta que cumplí dieciocho y me vine para acá, con esa intención de ganar más, de conocer cómo es la gente, de ver cómo era Chile, si era otro mundo (Rafaela, diciembre 2012).
Y fue así que, el 26 de septiembre de 1997, Rafaela cruzó por primera vez la frontera para trabajar en Arica. Con el documento de identificación peruano en mano –lo que ya había sido un gran logro obtener, puesto que su “madrina” quemó su partida de nacimiento muchos años antes, dejándola indocumentada en su propio país–, cruzó primero el control peruano de Santa Rosa, y luego el chileno de Chacalluta, donde le otorgaron el “salvoconducto”, permiso de paso fronterizo que operaba entre las provincias de Tacna y Arica, permitiendo a los habitantes permanecer hasta siete días del otro lado de la frontera sin tener que tramitar visas de residencia o turismo6.
La prima de Rafaela le consiguió su primer trabajo en Arica como empleada doméstica en la casa de una familia chilena. Le pagaban mucho menos que lo establecido legalmente en Chile y, aun así, le parecía mucho dinero. Además, pagaban también su transporte para ir una vez a la semana a Tacna: ella podía renovar así su permiso de siete días y descansar en el lado peruano el domingo, su “día libre”. De ahí pasó a la casa de otra familia chilena, donde trabajó por siete años. Fueron ellos quienes le “ayudaron” a regularizar su situación documental:
Lo que pasa, es que como ella [su empleadora] necesitaba una persona que tenía que estar los feriados y domingos, tenía yo que quedarme con papeles. Claro, entonces para regularizarlos, tenía que tener pasaporte. Así que me mandé a hacer el pasaporte. Saqué el pasaporte, pero, cuando yo me vine para acá, no pude pasar. La PDI [Policía de Investigación de Chile en el control fronterizo de Chacalluta], salieron y empezaron a elegir, como diciendo: “Tú pasas, y tú no”. Nos eligieron así. Y en una de esas me tocó a mí: me dijo que no podía pasar. Después me pidió el documento y tenía pasaporte. Me preguntaba de qué iba. Yo le dije la verdad: que iba a trabajar, tenía un contrato de trabajo y tenía que hacer los papeles. Me dijo que no podía pasar, que estaba expulsada del país. Asustada, me fui para Tacna otra vez, llamé a mi jefa. Le dije que no podía pasar con el pasaporte y que no podía entrar otra vez. Ellos también estaban preocupados, me dijeron que volviera a pasar a las ocho de la noche, porque ahí se cambian de turno [los policías en el control chileno]. Entonces yo volví otra vez con salvoconducto y pasé. Entonces mi jefe tuvo un contacto ahí en la PDI. Claro, coima [soborno]. Y así ellos llamaban a mi jefe. De repente llega mi jefe a la casa, me dice que apague la cocina, porque vamos a timbrar mi pasaporte. Nos fuimos. Fuimos a la ventanilla donde estaba el detective y él me timbró el pasaporte (Rafaela, diciembre 2012).
Trabajando en Arica, Rafaela logró reunir los recursos para arrendar una casita en Tacna y traer a la ciudad a sus hermanas menores (que tenían entonces doce, once y nueve años), y su hermanito pequeño (de seis años). Después de la muerte de su papá, trajo también a su mamá y fue, por mucho tiempo, la principal fuente de recursos de su núcleo familiar en Tacna. Muchas veces pensó en migrar más lejos, irse a Santiago. Pero la responsabilidad familiar la frenó. Gracias a Rafaela, sus hermanas y hermano pudieron estudiar.
Cuando cumplió veintitrés años, su madre empezó a insistirle en que hiciera su propia vida, constituyera una familia porque sus hermanas estarían “abusando de su buena voluntad”. Y como los caminos de la vida son impredecibles, Rafaela volvió a encontrarse con un compañero de su infancia en Candarave, de quien estuvo enamorada en la adolescencia; y quien se presentó en su casa con su padre y madre para pedirla en matrimonio.
Yo acepté, pero con una condición. Le dije que yo acepto, pero que yo trabajo para mis hermanas. Ellas están estudiando todavía y voy a seguir trabajando allá [en Arica]. No quiero que me digan que por qué doy, por qué no doy. No me gusta que me controlen. Si aceptas esas condiciones, yo voy a estar contigo. Y él aceptó (Rafaela, diciembre 2012).
Poco después, Rafaela se arrepentiría de esta decisión. Descubriría que su pareja era alcohólica como su papá. Además, había rumores de que él solo quería, en realidad, sacarle el dinero. Al parecer, la estabilidad económica que resultaba de su duro trabajo como migrante en Chile provocaba, simultáneamente, desbarajustes en las relaciones familiares y conyugales para los cuales Rafaela no estaba preparada. Intentando solucionar estos conflictos, llegó incluso a separarse y le exigió a su pareja que se fuera de su casa en Tacna (donde él se fue a vivir). Pero tuvo que claudicar en esta decisión al descubrirse embarazada. Para las fiestas de fin de año de 2003, Rafaela llevaba seis meses de gestación. Pasaría las Navidades en Arica (porque le tocaba trabajar), y el año nuevo en Tacna, con su marido:
Cuando regresé para año nuevo allá, yo lo esperé con comida, con chocolatada, con todo, y él nunca apareció en la casa. Entonces yo estaba tan molesta, tan molesta, que me devolví, otra vez, bien temprano. A primera hora, agarré y me vine para acá [a Arica]. Mi jefa me preguntaba qué me pasaba. Le dije que me había aburrido allá. Fue un día jueves, que era primero [de enero]. El miércoles en la noche él supuestamente estaba tomando, por eso nunca llegó a la casa. Según su jefe, que había pasado [año nuevo] con los que estaban tomando, él pasó la medianoche con ellos y, como a la una, salió, diciendo que iba a encontrarse conmigo en la casa. Nunca llegó. Claro, nunca llegó, porque lo atropellaron. Nadie supo, ni sus hermanas. Nadie supo, porque él andaba sin documentos. Llegó vivo al hospital. Lo cocieron, le arreglaron todo. Estaba vivo hasta las seis de la mañana. Y, a esa hora, según el doctor, dijo dos palabras que había hablado. “¿Cuáles son las palabras?”, le pregunté al doctor. Había dicho: “Mi señora, mi hija”. Eso dijo y murió (Rafaela, diciembre 2012).
El incidente trastocó a Rafaela, sumiéndola en una depresión profunda que le hizo enfermar gravemente en el período posparto. Siguió trabajando sola en Arica. De hecho, trabajó hasta la mañana del día en que entró en trabajo de parto y tuvo a su hijo en el hospital público de la ciudad chilena. Nadie la acompañó en el nacimiento de su hijo, que fue registrado como chileno. Su principal preocupación era sobre cómo seguir trabajando y cuidándolo sola (el bebé era un varón, al contrario de lo que pensó hasta el último momento el papá). Era imposible, pensaba.
Mientras estaba en su licencia posnatal,