Piel de conejo. David Eufrasio Guzmán

Piel de conejo - David Eufrasio Guzmán


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      Guzmán, David Eufrasio

      Piel de conejo / David Eufrasio Guzmán. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2019

      148 p.; 21 cm. -- (Letra x letra)

      ISBN 978-958-720-592-3

      1. Cuento colombiano. I. Tít. II. Serie

      C863 cd 23 ed.

      G993

      Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

       Piel de conejo

      Primera edición: agosto de 2019

      © David Eufrasio Guzmán

      © Editorial EAFIT

      Carrera 49 No.7 Sur-50

      Tel. 261 95 23, Medellín

       http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

      Correo electrónico: [email protected]

      ISBN: 978-958-720-592-3

      Edición: Juan Felipe Restrepo David

      Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

      Imagen de carátula: Mentiras, 2015. De la serie A lo que hemos llegado. Llíam Roja, (Medellín, 1982)

      Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

      Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018

      Editado en Medellín, Colombia

       Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

      Contenido

      Milord

      El secreto del miami

      Pecado al tablero

      El último vuelo de la Araña

      Chicle caliente

      Piel de conejo

       Un beso a Tyson

       De vuelta al matadero

       En las barbas de Joseíto

       Criatura divina

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       A Gloria Estrada, mi hogar

       Las historias rumorosas

       como un río

       a orillas de la infancia

      Juan Manuel Roca

       Milord

      Las invitaciones a la finca del tío Fernando siempre fueron un arma de doble filo. Desde una semana antes del viaje mi mamá entraba en un acelere nervioso que trataba de controlar regañándonos por cualquier cosa. La empacada de ropa y demás preparativos se hacían bajo un ambiente tenso donde la cantaleta llegaba al punto de hacernos sentir que no merecíamos el paseo a pesar de habernos portado bien. Viejos traspiés escolares o actitudes perezosas, como hacer siesta después de llegar del colegio, le servían de argumento. Si hubiera sabido que ya tenía puesta la pantaloneta de baño en lugar de los calzoncillos también lo hubiera utilizado en mi contra.

      Para tenernos afilados, esa semana previa vivíamos una especie de régimen militar en la casa: nos ponía a lavar platos y a tender las camas, a barrer, trapear, sacudir, acostarnos temprano y cualquier queja del colegio podía suponer el castigo de no ir a la finca del tío. Mi mamá siempre acudía a la frase “ustedes no son hijos de Pablo Escobar” si nos veía a mi hermanita o a mí derrochar algún producto, o si le pedíamos dinero extra para un antojo, pero en el fondo todos sabíamos que donde el tío vivían como príncipes y allí sí nos podíamos dar gusto hasta la saciedad. Al parecer entrar en esa vida, así fuera por un par de días, le generaba estrés y le preocupaba que sus pequeños vástagos –y quizás ella misma– estuvieran a la altura.

      La cantaleta se evaporaba con el timbre del citófono. De la portería de la unidad llamaban para avisar que Morcilla, el conductor del tío, había llegado. A veces nos recogían en una van café y mis amigos de la unidad decían que era la versión paisa de la camioneta de Los Magníficos; se acercaban a los vidrios polarizados haciendo visera con sus manos para ver lo que los primos denominábamos “sofá en U con bar”. También veían una mesita, una nevera y todo el interior del carro casa. Otras veces era una Ranger roja y gris, como la de Profesión Peligro. Pero una cosa era lo que decían mis amigos y otra muy distinta lo que comentaban sus madres, que veían subir sendas naves por las callecitas de la unidad.

      No recuerdo esa mañana decembrina en qué carro nos recogieron. La noche anterior, mi tía Sofía, esposa de Fernando, le había dicho a mi mamá que iban por nosotros muy temprano, Morcilla tenía que llevar encargos para el desayuno de la gente que estaba en la finca, unas veinte personas, desde los abuelos hasta los nietos más pequeños. Llevaban varios días allá y aunque la comida abundaba, algunos alimentos comenzaban a escasear. En Pakita, llegando a San Jerónimo, fue la única parada. Morcilla sacó un papelito y leyó: quince quesitos y doce paquetes de pandequesos. También pedimos unos chicles Adams de menta para mi mamá. Todo lo pagó Morcilla que siempre administraba un fajo de billetes del tío.

      En menos de una hora llegamos a la carretera destapada del Tamarindo dejando atrás polvaredas que envolvían a los campesinos que iban y venían por un lado del camino. El portón de la finca estaba abierto. La camioneta entró despacio por el empedrado y desde lo lejos se veía la casona, los jardines, los árboles, las canchas desoladas. Todos dormían a esa hora de la mañana. Mientras el carro avanzaba vi por la ventanilla a Milord, el Lassie de la familia, correteando una mariposa por el césped que rodeaba la piscina. Su pelaje blanco y castaño se doraba con los rayos del sol aún débil; era tan elegante al trotar y de un garbo que una tía dijo que parecía un inglés, y por eso lo bautizaron Milord. El animal, que había sido un regalo de Fernando a su hijo Juanfer, era una alegría más en la familia.

      Milord y el tío Fernando eran los únicos despiertos a esa hora, y por supuesto Juaco, el mayordomo, y su señora, que recibió los quesitos y los pandequesos. El olor del chocolate era el mismo de siempre pero era extraño estar tan temprano en la finca: la piscina parecía en obra negra, cubierta por un plástico con piedras en las esquinas. Si no fuera por el reguero de botellas, envolturas de mecato, vasos y copas se podía pensar que no había paseo.

      Poco a poco la gente fue saliendo de las piezas. Primero los abuelos y los niños, luego las tías y los primos grandes y al final los camaradas: primos de la misma edad –algunos venidos de Cali y Bogotá que hacía tiempo no veía–, llenos de vitalidad para disfrutar hasta el último recoveco de la hacienda. El hecho de verlos despertar uno a uno somnolientos y despelucados, aún con los brazos desgonzados, atenuó esa desventaja a la que se somete el que llega tarde a los paseos. Otro gallo hubiera cantado si llego y los encuentro despiertos, jugando, con el espíritu en su esplendor: ahí sí hubiera sido comidilla y objeto de su crueldad.

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