Piel de conejo. David Eufrasio Guzmán
qué era lo que había pasado. Ahí fui más solvente y le conté despojado de cualquier sentimiento que todo había ocurrido en el interclases de ajedrez, que había sido el primero en superar la primera ronda con un jaque pastor a mi contrincante y que eso me había convertido automáticamente en uno de los favoritos para llevarme la medalla de oro. Al igual que Carlito, cuando fue pasando de rondas. A medida que los dos íbamos venciendo a los contrincantes de séptimo y octavo, el entusiasmo se fue apoderando de la gente del salón. Eran nuestros primeros interclases en bachillerato y dos compañeros estábamos peleando contra los grandes por una dorada. En los demás deportes no teníamos posibilidad de arañar siquiera un bronce. Cuando mencioné a Carlito, el padre Aníbal borbolló sutilmente, cualquier otro nombre o apodo habría pasado desapercibido. Su interés creció cuando le dije que los dos habíamos llegado a la final: el salón celebró que ya teníamos aseguradas dos medallas y aunque en el bajo bachillerato Carlito era favorito indiscutido para llevarse el oro, los más amigos míos y algunos rebeldes pensaban que yo podía dar la sorpresa.
Pero en el fondo sentía que era imposible ganar. La sola presencia consumida y silenciosa de Carlito me intimidaba, pocos eran más flacos que yo en aquella época. Con su pelito de paja oscura parecía ir levitando todo el tiempo, imperturbable. Había ganado dos veces la Copa del Mejor Carácter y era considerado uno de los más inteligentes del colegio mientras que los profesores veían mi faceta ajedrecista como un chiste del destino. Si hubieran abierto apuestas para aquella final, todo el mundo habría apostado por Carlito, quien además de mazo despertaba la simpatía de todos por su vulnerabilidad física y fortaleza mental, y también por la terrible realidad de tener la mamá en el cielo.
El día de la final me hallé sin mentalidad ganadora, como si ya hubiera llegado muy lejos. Atrás habían quedado los jaque mate maravillosos con los que derroté a pelaos de séptimo y octavo. Ahora veía a Carlito meditando como un gigante frente al tablero, como si fuera Gandhi con el cerebro de Gasparov. El padre escuchaba atento mi relato. Le conté que había salido súper defensivo, especulando con los caballos, con miedo a adelantar los peones, luego Carlito atacó y ya enfrentado a la bestia tuve que defenderme, abrirme, atacarlo.
La partida, programada en horas de clase para poder jugar en silencio, se alargó. Como Carlito parecía en una mejor posición, me demoraba eternidades en hacer mis jugadas, y así, de tanto pensarle, equilibré el juego hasta que ambos quedamos con el rey y un par de peones. Le propuse que le dijéramos a Jairo, el profesor de Educación Física, que habíamos quedado en tablas, que nos diera el oro a los dos. Carlito accedió pero Jairo dijo que era imposible, había una medalla de oro, una de plata y una de bronce. Jueguen hasta que haya un ganador, dijo, y tuvimos que volver a armar el tablero, padre. Ahora me tocaba con las negras y el miedo me volvió al cuerpo pero decidí jugar lo más concentrado posible. Pensé que la medalla de plata ya era ganancia y jugar contra Carlito, casi un privilegio.
El juego final comenzó parejo y muy pronto me le comí un caballo sacrificando una de mis torres. Eso lo azaró y en un momento le vi cara de preocupado. Luego cometió un error infantil que puso la partida a mi favor. A punto de despejar el camino por donde iba a empezar a desgastarlo con jaques sonó el timbre del descanso y la gente llegó a ver quién había ganado las finales. A unos metros de nosotros acababa de terminar la final del alto bachillerato entre un pelado de once y la vencedora, una pelada de décimo. Todos los que estaban fueron a ver entonces el desarrollo de nuestro partido; se abarrotaron alrededor del tablero y los de once y décimo gritaban encima de nosotros y les tiraban chitos a las piezas. Jairo trató de poner orden pero la mayoría se quedó sin parar de reírse, ni de comentar jugadas imposibles, ni de burlarse de nosotros sin conocer los dolores humanos que había padecido, por ejemplo, Carlito.
Mi pecado, le dije finalmente al padre Aníbal, fue guardar silencio frente a lo que hizo uno de los pelaos de once, apoyado al lado del tablero: en medio de la bullaranga y la chanza de los espectadores agarró la torre que me habían comido y ocultándose la mano con el otro brazo la colocó en el tablero. Esperé a que Carlito alegara para llamar a Jairo y suspender el juego, pero hizo su jugada como si nada hubiera pasado. Yo me hice el bobo y moví cualquier otra pieza inofensiva. Carlito volvió a jugar. Me parecía increíble que no se hubiera dado cuenta, de pronto había estado cegado creando jugadas en la mente.
La trampa no descubierta por mi rival hizo que los espectadores se carcajearan contenidos y permanecieran expectantes alrededor del tablero. No sé por qué sentía que debía corresponderles aquel gesto con un triunfo liderado por aquella torre resucitada; si lo hacía no solo podía ganar, sino que era una forma de congraciarme con gente que ya estaba curtida del bachillerato. Así que satanás tomó mi mano y usé la torre maldita para romper la defensa de Carlito. Le di jaque mate en cinco jugadas y en medio de la actuación, los de once me montaron en hombros, me tiraron para arriba varias veces y casi me dejan caer.
Le expresé al padre Aníbal que desde eso me sentía muy mal, habían hecho trampa en mis narices, a mi favor, y no fui capaz de decir nada, y lo peor es que había llevado la medalla a la casa y le había dado una felicidad a mis padres. Traté de volver a conmoverlo con la historia del divorcio y la herencia del ajedrez, lastimero le dije que mi padre ya no vivía con nosotros y que eso era muy duro, y como un dato suelto le confié que me había regalado unos tenis por haber obtenido ese oro. Acudí a esta artimaña con el único fin de que no me condenara a devolver la medalla, pero pensé en Carlito, el perjudicado, y le dije al padre que nada de lo que yo había sufrido se comparaba con la muerte de la mamá de mi compañero, y que tal vez eso era lo que más me dolía, pero que a religión cierta no sabía si había engañado o mentido, ni cuál era el pecado exactamente.
—¿A sí que co me tis te u na ca na lla da, eh? –retomó el padre y resumió los hechos. Su sotana emanaba un aroma a libro mohoso y su aliento amargo revelaba que había estado tomando café en la mañana.
Al final, me dijo que hiciera lo que me dictara el alma, me habló del arrepentimiento y de la paz que obtendría si hablaba con Carlito. También me dijo que si no lo hacía, no iba a quedar tranquilo y yo sabía eso, pero la posibilidad de devolver la medalla me angustiaba y agradecía que no me obligara a hacerlo. De penitencia dictó siete padrenuestros y cinco avemarías por el tema de las groserías y, como mi drama había funcionado de una manera protectora, dejó en mis manos el asunto que me agobiaba.
Salí contento de donde Aníbal pero al día siguiente los mismos tormentos me asaltaron la conciencia. Si me miraba los tenis nuevos me sentía sucio mientras que Carlito caminaba en paz, ajeno a la corrupción que me había tocado presenciar y que había alimentado con cobardía. El viernes de esa semana, cuando ya no aguantaba más la situación, fui a buscar a Pafabio en la capellanía. No podía creer que tuviera tanto miedo de enfrentarme al padre más bondadoso que conocía. Al abrir la puerta se sorprendió de verme allí asustado en lugar de estar disfrutando el descanso. Le dije que era importante y le conté lo sucedido. Cuando le mencioné a Carlito sonrió con los ojos cerrados, lo amaba desde adentro porque, además de ser el único herido por la vida, era tierno como una mascotica. Emití unos lloriqueos y entonces Pafabio me tomó de la barbilla y acercó su cara rosada y redonda, sonriente como la de Ziggy, para susurrarme.
—Tranquilo, pequeño, a veces hacemos travesuras pero lo importante es que estás arrepentido, haz lo que te deje tranquilo, pero no llores por eso, eres un buen niño –me dijo Pafabio ocasionándome unas lágrimas sinceras.
Gracias a esas lágrimas de las que me sentía orgulloso tuve un fin de semana de paz. Había superado la confesión con los sacerdotes del colegio. Sin embargo, el lunes al ver a Carlito me volví a sentir en deuda conmigo y con él. En medio de mis reflexiones entendí que no era un asunto de arrepentimiento, sino de honestidad, y que era urgente confrontarlo. En la tarde, a solas en mi cuarto, descolgué la medalla de oro y la metí en un sobre. Había estado casi mes y medio en la pared de mi cuarto, pero la indulgencia de los padres frente a mi pecado quizás había surtido un efecto de desapego hacia ella.
El martes, emocionado, busqué a Carlito en el primer descanso y conversamos. Cuando le entregué el sobre y sintió la dureza y la forma de la medalla, pareció incomodarse. Yo hubiera querido salir corriendo y cambiarme de colegio pero ya estábamos ahí, frente a frente como aquella vez de la final.