Piel de conejo. David Eufrasio Guzmán

Piel de conejo - David Eufrasio Guzmán


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habíamos sido ratones de laboratorio de los grandes de bachillerato.

      Como un felino con su presa, Carlito había olfateado mi miedo desde que supe que la final era contra él, y los dos lo sabíamos. Por eso estaba resignado a recibir mi medalla de plata, pero en un acto de su grandeza Carlito me propuso repetir la partida a puerta cerrada, en la biblioteca, en el descanso largo. Sería nuestra final secreta. Me correspondieron las blancas y desde la salida hice un trabajo digno, con movimientos bien pensados. En los primeros minutos la partida fue pareja y con el paso de las jugadas se desarrolló como era de esperarse: Carlito me fue maniatando con su estrategia ofensiva. Las piezas que dispuse para proteger mi retaguardia se tuvieron que ocupar de otras labores y descuidé lo más preciado. Después de una masacre progresiva, que pudo haber detenido antes, por fin me dio jaque mate. Ni resucitando mis dos torres y mi reina a tiempo lo hubiera podido impedir.

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       El último vuelo de la Araña

      El paseo comenzó normal, con el acostumbrado madrugón a las tres de la mañana. El silencio y la penumbra que en días de colegio me abrumaban y ejercían sobre mi morral un peso insoportable en estos días eran cómplices de la emoción por viajar al mar. Salir de la casa en medio de la pureza de la noche, transitar las calles vacías, sentir el silencio expandido, uno que otro ladrido a lo lejos, uno que otro loco arrastrando una cobija, uno que otro carro fantasma. Todo resultaba hermoso cuando íbamos para la cabaña del tío Fernando.

      El encuentro alegre con los primos y el resto de la familia fue en Los Ruiseñores, la fonda que también funcionaba como fortín político de los tíos. Allí nos recogió el pulman que alquilaron para uso exclusivo de la familia. Las últimas imágenes antes de partir, tías en sudadera con el rostro desfigurado por haber dormido poco, primitos sin bañarse, primas con los párpados hinchados, termos de tinto, fiambres, maletas en el suelo, la contentura de los familiares. Era extraño estar en Los Ruiseñores a esa hora; los recuerdos en este lugar eran en campaña, haciendo sánduches en días de elecciones, repartiendo propaganda, despachando carros, festejando el triunfo en las urnas, pero ahora también lo recordaríamos como nuestra pequeña terminal privada.

      El imponente Rey Dorado se fue llenando de a poco. En las sillas de adelante se hicieron los familiares más adultos mientras que los más bullosos y fiesteros, que llevaban radio con pilas y botas llenas de aguardiente, colonizaron la banca y las sillas de atrás. Los primos de mi edad, Andresayo, Caliche y yo quedamos en el medio del bus, cerca de primas que acapararon sillas dobles para acostarse en posición fetal y dormir todo el viaje sin quitarse sus walkman.

      Como Colombia recién había sido sensación de la Copa América de Argentina, estábamos afiebrados con el fútbol; desde que arrancamos empezamos a hablar del partido que solíamos armar contra los nativos, o sea, contra los hijos de Peyo, el mayordomo, y los hijos de otros mayordomos de la zona. La idea era entrenar todos los días para preparar y ganar el partido como si de eso dependiera nuestro propio triunfo en la Copa. Esa posibilidad de entrar en concentración como unos futbolistas profesionales nos sedujo y nos generó un sentido de pertenencia por nuestro equipo.

      Tras una hora de viaje, el bus se quedó en silencio y desde la banca de atrás apenas si se sentía un murmullo o alguna carcajada solitaria. Las luces se apagaron y fuimos arrullados por el ruido del motor que prometía un largo viaje. Yo miraba de reojo a Sayo y lo veía con sus ojos entrecerrados, tratando de dormir con sus manitos de rata entrelazadas en el regazo y no sé por qué sentía como si fuésemos la selección Tamayo yendo a jugar una decisiva semifinal a tierras cordobesas, tal como lo había hecho ese año la selección Colombia ante Chile. Durante largas horas rumié esa expectativa, teníamos toda la infraestructura para jugar nuestro juego: hospedaje, alimentación, balones y playas para entrenar.

      También quería que los primos, además de vivir en torno al gran partido, tuviéramos un buen comportamiento, que estuviéramos a la altura del reto, y quizás esto lo pensaba influenciado por las novedosas enseñanzas que el Loco Marroquín y Pacho Maturana le impartían a los futbolistas criollos para obtener triunfos: usar bien los cubiertos, vestirse bien, tener buen gusto, ser respetuoso, expresarse correctamente, pensar en la persona humana antes que en el jugador.

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      Enterrar los pies en la arena y derrumbar las dunas daba placer, pero jugar fútbol era como luchar contra la gravedad en guayos de plomo. Los negros, en cambio, dominaban el terreno. Como jugábamos descalzos podíamos ver las plantas de sus pies tan claras como las nuestras, como si sus abuelas se las restregaran con blanqueador antes de los partidos. Pisaban la pelota para protegerla y con su fortaleza iban avanzando veloces. Este panorama nos obligaba a reforzarnos con algún primo mayor o algún tío y a prepararnos muy bien si queríamos ganarles.

      Al principio el plan diseñado en el pulman se cumplió a cabalidad. Con ayuda de Peyo improvisamos el arco de siempre, entre una palmera y un almendro, para ensayar jugadas, cobrar penaltis y tecniquiar. La disciplina era notable, nos levantábamos a la misma hora y nos manteníamos juntos, enfocados en el partido. Al comienzo me sentía feliz. Sayo y Caliche me empezaron a decir Araña Negra, por petición mía, pues suplantar la identidad del portero ruso me inspiraba para volar de palo a palo. A ellos también los veía contentos y comprometidos. Toda actividad, en el mar, en la playa, en la piscina, tenía la segunda intención de prepararnos. Si nadábamos y jugábamos con las olas, estábamos fortaleciendo los brazos; si íbamos a cazar cangrejos, practicando agilidad; si corríamos jugando chucha con las primas, era velocidad lo que estábamos trabajando; si nos excedíamos en chocolatinas americanas, nos estábamos recargando de energía.

      Aún no sabíamos pero eran los últimos momentos de concentración e inocencia, porque días más tarde, cuando la cotidianidad del paseo adquirió personalidad y surgieron objetivos y dinámicas en el subgrupo de las primas o de los primos mayores, aparecieron nuevas distracciones y como un ser insensible que se toma confianza y te da mal ejemplo, el paseo empezó a dañar la disciplina del plantel de cara al desafío y de paso me sembró inquietudes indiscretas relacionadas con las primas y en general con las mujeres con las que desde entonces tuve que lidiar.

      ***

      Una tarde, antes del entreno vespertino, nos dimos cuenta de que Mauro y Jimi planeaban subir a la terraza donde estaban los tanques de agua dulce. Según ellos, tenían información de que algunas primas habían cogido la costumbre de broncearse allá arriba durante horas, desnudas, con conchitas de mar cubriendo sus pezones para protegerlos de los lengüetazos del sol. Yo sí había visto que algunas se embadurnaban con aceites de coco y zanahoria, y esa fragancia tropical me gustaba porque era exclusiva de las vacaciones en la costa, pero ahora imaginarlas empelotas era motivo de angustias tentadoras. Si años antes las tetas de Jenny fueron causal de algún desafortunado chiste infantil, ahora me generaban una atracción diferente, incómoda, como una gula de carne viva alimentada por la imaginación.

      Mauro y Jimi treparon por la escalerilla y los concentrados fuimos detrás. Los tanques ocultaban la vista hacia las primas. Sigilosos nos acercamos y escuchamos algunas voces, reconocimos a Paula, a Jenny y a una de las primas de Bogotá. Bordeamos los tanques para buscar el ángulo de visión y cuando lo íbamos a alcanzar, la voz de mi mamá y las risas de la tía Marta nos produjeron un cortocircuito de pánico. Mauro y Jimi ni se mosquiaron y para Andresayo y yo fue como recibir una puñalada de esos ganosos que iban a gatear a nuestras madres. Como un acto de supervivencia y dignidad, abandonamos la misión haciendo bulla para prevenir a las mujeres.

      —¡¿Quién está ahí?! ¡¿Mauricio?! ¡Aquí solo suben mujeres! –gritaron varias y mientras Sayo y yo bajábamos era imposible no imaginárselas levantándose de las toallas tendidas, las conchitas cayendo y ellas cubriéndose las tetas con un brazo o los dos para echar los improperios.

      Abajo, escondidos entre las camionetas, Sayo se acercó demasiado a una esquina y alborotó un panal de abejas. Salimos corriendo pero las abejas lo alcanzaron y se encarnizaron. Eran unas


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