Piel de conejo. David Eufrasio Guzmán

Piel de conejo - David Eufrasio Guzmán


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el pasillo, y dos, el olor a jaula de mico perfumado que viajaba entre los pisos dos y cuatro.

      Un día que estaba chichiciando normal en el miami, doña Mirian abrió la puerta intempestivamente. Había estado toda la mañana vigilando por el ojo mágico, esperando el momento con el puñal en la boca. A través de ese pequeño monóculo desenfocado en los bordes me vio llegar bien enfocado allá al fondo, en realidad cerquitica de su puerta y de su mata, desabrocharme el pantalón, bajarme el cierre y empapar sus reinos que también eran los míos. El sonido de la puerta me hizo brincar y me alcancé a orinar una mano.

      —¡Maldito culicagado, vos sos el que me está miando la mata! –gruñó doña Mirian mientras yo seguía evacuando mi agüita amarilla. La falta de práctica no me permitía detener la orinada con soltura. Lo único que pude hacer fue encorvarme un poco para tener más privacidad. Para que la situación no se hiciera muy eterna, se me ocurrió abrir la boca.

      —Abonando la matica, doña Mirian –dije apenado y me apresuré a terminar. Al mirarla, pude ver el rostro pecoso de Ángela asomado en la puerta.

      —¡Descarado, ¿por qué no va y orina en las matas de su casa?, puerco! –vociferó la doña y siguió echando cantaleta pero yo ya estaba viajando en la memoria. Que madre e hija me vieran orinando frente a su casa me recordó la vez que, enfermo de varicela, una vecina llegó de visita con una niña de mi edad. Por falta de previsión de Neli, entraron hasta las piezas y me vieron desnudo parado en la cama de mi mamá mientras ella me echaba una pinta de pomada en cada roncha. Ahora estaba igual de acorralado y tan descubierto que me tuve que escabullir escaleras arriba. Nunca más volví a hacer pipí en el miami de doña Mirian. Sufrí como nunca a partir de entonces para entrar o salir del apartamento, del bloque o de la unidad. Tuve que obligarme a orinar al salir del colegio hasta que a los dos meses me sacaron del bus para meterme a otro transporte más barato con un señor de la unidad. A veces me comía un banano y le entregaba las cáscaras a Neli para que brillara el cafeto y una vez probé a pasar yo mismo las cáscaras por sus hojas, pocas caricias que cambiaron mi relación con él: ya no parecía en un entierro, sino un buen estudiante con zapatos Verlón.

      De pronto, cuando estaba jugando en la unidad, hacía pipí en cualquier arbolito pensando en que le estaba dando un bocadillo de fósforo y nitrógeno, y otras veces, motivado por la maldad, me metía a otros bloques para buscar miamis y matas paralelas para mearlas y desquitarme del embarazo que me había dejado el tropiezo con doña Mirian y la pecosa. Era terrible darles la cara pero me tocaba porque me saludaban formales y complacidas. La emboscada me había servido de escarmiento. Solo pude superar el episodio al año siguiente cuando nos trasteamos para los bloques de abajo de la unidad. Separados por una colina, ya casi no me encontraba a doña Mirian. A Ángela sí la veía con sus amiguitas por ahí. Si coincidíamos me miraba con la fuerza del que tiene la información. Sonreírle cada vez era tener preservado nuestro secreto.

       Pecado al tablero

      La fila para confesarse con el padre Fabio se alargaba por el corredor, doblaba la esquina de la enfermería y llegaba hasta el bosquecito donde jugábamos canicas. En condiciones normales, la hubiera hecho. No solo para capar clase y alargar el momento de la confesión, sino porque el padre Fabio, el cariñoso Pafabio, era comprensivo y laxo a la hora de sentenciar las penitencias. Esta vez, sin embargo, las piernas me temblaban de miedo: en mi pecado estaba involucrado un compañero del salón que, de todo el estudiantado, era su consentido, su monaguillo honoris causa. En especial me asustaba que Pafabio me pidiera hacer público lo sucedido.

      El problema era que la medalla dorada ya estaba colgada en mi pieza, junto a otras viejas medallas futboleras de plata y bronce. La única de oro era aquella con un caballo en relieve que me acreditaba como campeón absoluto del interclases de ajedrez a costillas de Carlito, la ñaña de Pafabio y uno de los alumnos más admirados por los profesores. Estaba en el top tres de los mejores del salón y era el único que cargaba con el sufrimiento prematuro de haber perdido a su madre. No sé cómo hacía para aguantar ese inmenso dolor en su cuerpito de pluma, yo no lo hubiese resistido.

      Al principio pensé que mi sentimiento de culpa sería vencido por mis rezos y monólogos nocturnos dedicados a dios y la virgen, pero al seguir atormentado había decidido acudir a la confesión. Y para no mencionar a Carlito ante Pafabio, me incliné a hablar de mi pecado con el temido padre Aníbal. Su fama era muy distinta, no lo tomaba a uno por la barbilla, ni le apretaba con cariño un brazo para anunciar la pena, sino que hablaba distante y pausado, repetía los pecados que uno decía, como para rumiarlos en su boca, y luego, con el tono de un papá molesto que se priva de darle correa al hijo, preguntaba algún detalle que permitiera conocer las razones de la debilidad y dictaba la dura penitencia.

      Era la oportunidad de desahogarme sin zalamerías y al mismo tiempo esquivar roces con Pafabio. Con las manos sudando frío crucé al corredor donde estaba Aníbal confesando a la profesora de Sociales. No había nadie más en la cola. Esperé mi turno mientras repasaba mentalmente el parlamento que más o menos tenía preparado para este difícil momento.

      —Cu én ta me tus pe ca dos, hi jo... –me dijo por fin el padre Aníbal desde un pupitre que sacaban al corredor para las confesiones.

      Como uno se confesaba parado, quedaba a la misma altura y muy cerca del padre. Años atrás me había confesado con él para la primera comunión pero no recordaba bien el tamaño de su cabeza. Lo miré y fue como descubrirlo en realidad, tenía tanta cantidad de piel entre los ojos, la nariz y la boca que para apreciar su rostro entero debía hacer recorridos con la mirada.

      —Padre, es que he estado diciendo muchas groserías –dije, como para empezar con un pecado estándar.

      —¿Di ci en do mu chas gro se rí as, eh?... –replicó el padre Aníbal en su costumbre de recapitular los pecados–. ¿Qué ma las pa la bras has es ta do di ci en do?

      —Eh, padre, las que oye uno por ahí... güevón... cacorro...

      —¿Qué más?

      —Pues padre, carechimb, malpari, hijueput, las conocidas...

      El padre Aníbal me echó un sermón sobre la limpieza del alma y del manantial o el pantano que brota de los labios y otras cosas que no recuerdo porque yo estaba esperando para avanzar con el pecado importante. Aunque no haberme confesado después de varios días de decir groserías me impedía comulgar, no era una cosa que me atormentara, en la familia y en la unidad era común el insulto como muletilla permanente. Antes de que el padre Aníbal indagara por más fallas en mi comportamiento, tomé la iniciativa.

      —Padre, otra cosita es que... hice trampa en la final del interclases de ajedrez –solté la frase y ardí por dentro como si tuviera el corazón ampollado.

      Quedé a merced del padre, desprotegido, listo para ir a la guillotina o a la horca. En ese caso hubiera pedido como último deseo que me dejaran estar a solas con Teresita, mi directora de grupo, para darle un beso y abrazarla, y quizás también para despejar dudas sobre si hubo algún tipo de amor entre nosotros. Pero más que un verdugo, lo que quería el padre Aníbal era conocer detalles y yo sabía que si lo conmovía era posible obtener una pena que así fuera dura me permitiera conservar la medalla, un oro que me había representado premios adicionales en la familia y ahora lucía con orgullo en una pared de mi cuarto. Estaba dispuesto incluso a ser su monaguillo el resto de año con tal de permanecer con esa gloriosa medalla de oropel.

      Amplié mi confesión tratando de lacerarme pero a la vez con piedad. Primero acepté haber cometido una “canallada”. Utilicé la palabra a propósito, la conocía por mi papá y me parecía que podía surtir un buen efecto porque parecía provenir de los tiempos de la Conquista y la evangelización. Así fue. Aníbal movió su cuello de cebú para mirarme de soslayo. Aproveché entonces para decirle que había tenido una infancia muy dura, que la separación de mis padres me había devastado, y que una de las cosas que le había heredado a mi papá y a mi abuelo era el gusto por el ajedrez. Le conté que era el mejor de los primos, que ya le ganaba a mi papá y al tío abuelo Alfredo. A veces yo mismo me interrumpía


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