Neofascismo. Chantal Mouffe

Neofascismo - Chantal  Mouffe


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autoritarios del fascismo y el nazismo, pero que también se han transformado y –en algunos casos– se han adaptado al modelo parlamentario representativo. Esto es claramente comprobable con el Frente Nacional liderado hoy por Marine Le Pen en Francia. En sus orígenes, la formación creada por su padre Jean-Marie cuarenta años atrás había reunidos a varios grupos de extrema derecha como “Ordre Nouveau” (Nuevo Orden) que tenía las características de un partido fascista con grupos de choque y las mismas consignas que hoy enarbolan casi todos los partidos de extrema derecha. En junio de 1973 organizaron un acto público con la consigna “Hay que parar la inmigración salvaje” en el centro de París que provocó la respuesta de algunas organizaciones de izquierda que intentaron impedir el acto, al que calificaron de “fascista”.

      En el caso francés este conjunto de formaciones extraparlamentarias, al borde de la legalidad, ha mutado. Jean-Marie Le Pen ya no es más su líder, el partido dejó de ser marginal y tampoco concita el rechazo del 80% de la población, como se había visto en la segunda vuelta electoral de 2002, cuando Le Pen fue derrotado de manera humillante por Jacques Chirac en su carrera a la Presidencia, aunque había logrado el segundo lugar en la primera vuelta, superando al histórico Partido Socialista francés.

      Su hija Marine, como analiza Alain Badiou en el libro, no es la antítesis de su padre, pero tampoco una continuidad lineal. Ella ha demostrado una gran capacidad de convocatoria incluso de sectores que antaño votaban al Partido Comunista y que cuarenta años atrás ni se les hubiera cruzado por la cabeza votar por lo que en Francia se denomina “la extrema derecha” a secas.

      En el libro también existe una serie de cuestionamientos a los partidos políticos progresistas y de “izquierda”, tal como los conocimos en casi todo el mundo en el siglo XX, que respondían a un modelo ideológico atravesado por la Revolución Francesa de 1789 y la Rusa de 1917, modelo que –en cierta medida– finalizó con la caída del muro de Berlín. En la mayoría de los países de Europa “Occidental” y “Oriental” los partidos surgidos al calor de la Revolución Rusa en casi todas sus variantes y por motivos diferentes han desaparecido. La socialdemocracia, además, se ha liberalizado hasta tal punto que ya es casi imposible distinguirla de los partidos que abrazan el credo liberal, e incluso las vertientes social cristianas también prácticamente han desaparecido. Por su parte, aquellos partidos conservadores y de derecha que han aplicado las fórmulas neoliberales y “europeístas” dictadas por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo han potenciado el desarrollo de las fuerzas de “extrema derecha” al arrojar a sus brazos a miles de desocupados que han perdido referencias ideológicas y donde el miedo al “otro” termina por provocar un rechazo a todo proceso de integración europea.

      El acceso al poder de Donald Trump todavía es muy reciente como para saber qué impacto tendrá en algunas formaciones europeas que se identifican con varios de sus postulados, aunque él haya proclamado que su triunfo alentaría el desarrollo de fuerzas políticas afines, pensando en primer lugar en Marine Le Pen en Francia y en algunos partidos de Europa Oriental.

      En 1933, Wilhelm Reich analizó al fascismo a través de la lupa de la psicología de masas. Casi cien años después algunos de sus pensamientos parecieran adaptarse a la era actual cuando se trata de analizar el nacionalismo y los mecanismos subjetivos que apelan al inconsciente y los sentimientos irracionales que afloran. Esta “psicología de masas” hoy se ha transformado en el “marketing” de la política que permite llevar adelante campañas electorales y llegar al corazón de millones de personas apelando a lo mismo que planteaba Reich a comienzos del siglo pasado: la actitud emocional de las masas.

      Sin embargo, Chantal Mouffe sostiene que la estrategia demonizadora de estos movimientos que califica de “populistas de derecha” a estos partidos, puede ser moralmente reconfortante, pero desempodera políticamente. Al igual que ella, muchos de los autores de este libro consideran que hay que encontrar una formulación progresista que permita una movilización hacia la igualdad y la justicia social. En este sentido, Neofascismo es un aporte muy valioso para emprender esa búsqueda. fin nota

      1 “Merkel asegura que la Alemania multicultural ha fracasado”, El País, Madrid, 17-10-10, http://elpais.com/diario/2010/10/17/internacional/1287266409_850215.html

      Capítulo 1

      Las raíces del fascismo contemporáneo

      Herederos de la globalización neoliberal

      Chantal Mouffe

      Tras el éxito del Brexit en el Reino Unido y la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses, los medios de comunicación están difundiendo el temor de que las democracias liberales occidentales sean conquistadas por partidos de extrema derecha con la voluntad de instalar regímenes “fascistas”. ¿Qué debemos hacer ante este miedo?

      Las democracias liberales se enfrentan sin duda a una crisis de representación que se manifiesta en un creciente descontento con los partidos “tradicionales” y en el surgimiento de movimientos anti-establishment. Esto representa un verdadero desafío para la política democrática y puede conducir a un debilitamiento de las instituciones democráticas liberales. Sin embargo, sostengo que categorías como “fascismo” y “extrema derecha” o las comparaciones con los años treinta no son adecuadas para captar la naturaleza de este desafío. Esas categorías sugieren que estaríamos siendo testigos de la repetición de un fenómeno bien conocido: el retorno de la “peste marrón” que afecta a las sociedades que, expuestas a las dificultades económicas, experimentan una explosión de pasiones irracionales. Por tanto, la cuestión no merecería más análisis.

      Ciertamente no es mi intención negar la existencia de agrupaciones políticas que puedan calificarse adecuadamente como de “extrema derecha”. Afortunadamente son marginales y no amenazan seriamente a nuestras instituciones básicas. También existen partidos como Amanecer Dorado en Grecia o Jobbik en Hungría con un carácter claramente “neofascista”. Pero este no es el caso del Partido de la Libertad en Austria, el Frente Nacional bajo el mando de Marine Le Pen en Francia o de la variedad de partidos nacionalistas de derecha que están floreciendo en Europa. A diferencia de la extrema derecha tradicional, el objetivo de estos partidos no es derribar las instituciones democráticas liberales. Su estrategia consiste en establecer una frontera política entre el pueblo y el establishment y se definen mejor como “populistas”. Entendido como una manera específica de construir una frontera política, el populismo se presenta bajo muchas formas, según las diferentes condiciones nacionales y de cómo se definan el pueblo y el establishment. Algunos populismos han sido fascistas, pero hay muchas otras formas de populismo, y no todas son incompatibles con las instituciones democráticas liberales. En efecto, este tipo de movilización puede tener resultados democratizantes, como el movimiento populista estadounidense que en el siglo XIX pudo redistribuir el poder político a favor de la mayoría sin poner en cuestión todo el sistema democrático.

      Por cierto, muchas personas equiparan el populismo con el fascismo y la extrema derecha y ésta es claramente la táctica utilizada hoy por las élites para descalificar a todas las fuerzas que cuestionan el statu quo. Pero para entender el creciente atractivo de los partidos populistas, necesitamos rechazar esta concepción simplista. Lejos de ser el producto de las fuerzas demagógicas, el momento populista que estamos presenciando es la expresión de resistencias a la situación “post-democrática” provocada por la globalización neoliberal. Esto ha sido posible gracias al consenso “post-político” establecido entre centro-derecha y centro-izquierda en torno a la idea de que no había alternativa al orden neoliberal. Este “consenso en el centro” ha reducido la política a la gestión de problemas técnicos a ser tratados con y por expertos. Con el predominio del capitalismo financiero y la consecuente oligarquización de nuestras sociedades, los dos pilares centrales de la idea de democracia –igualdad y soberanía popular– han sido declarados categorías “zombies”. La igualdad ha dejado de ser un objetivo de las políticas públicas y los ciudadanos han sido privados de


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