Una vida. Simone Veil
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IX. El mundo visto desde Sirius
Simone Veil
Una vida
Simone Veil
UNA VIDA
Veil, Simone
Una vida / Simone Veil. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Capital Intelectual, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Shapire Mateo.
ISBN 978-987-614-576-3
1. Autobiografías. I. Mateo, Shapire, trad. II. Título.
CDD 808.8035
Traducción: Mateo Schapire
Edición: Claudia Dubkin
Diseño: Verónica Feinmann
Corrección: Aurora Chiaramonte
Coordinación: Inés Barba
Producción: Néstor Mazzei
© Capital Intelectual S.A., 2010
Capital Intelectual S.A.
Paraguay 1535 (1061) • Buenos Aires, Argentina
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Para Yvonne, mi madre, que murió en Bergen-Belsen.
Para papá y Jean, asesinados en Lituania.
Para Milou y Nicolas, que nos dejaron demasiado pronto.
También para mi familia, por la felicidad que me brinda.
Maupassant, Maupassant a quien tanto admiro, no se enojará
porque tomé prestado el título de una de sus mejores novelas para
describir una trayectoria que no tiene nada de ficcional.
S.V.
I. Una infancia en Niza
Las fotos que conservo de mi infancia lo muestran claramente: éramos una familia feliz. Aquí estamos los cuatro hermanos, todos alrededor de mamá: ¡Cuánta ternura había entre nosotros! En otras fotos, estamos jugando en la playa, en Niza, poniéndonos metas en nuestra casa de vacaciones de La Ciotat, riéndonos a carcajadas, mis hermanas y yo, en nuestro campo de niñas exploradoras... Se podría decir que las hadas nos habían concedido todos los dones y sus nombres eran “Armonía” y “Complicidad”. Poseíamos las mejores armas para afrontar la vida. Más allá de las dificultades, nuestros padres nos ofrecían el calor de un hogar unido, y algo que para ellos contaba más que nada: una educación inteligente y a la vez rigurosa.
Más tarde, pero demasiado rápido, el destino se empeñó en borrar aquellas líneas que parecían tan bien trazadas, a tal punto que ya no quedó nada de esa alegría de vivir. En nuestra casa, como en la de tantas otras familias judías francesas, la muerte golpeó temprano y con fuerza. Escribiendo hoy estas líneas, no puedo dejar de pensar con infinita tristeza que ni mi padre ni mi madre pudieron ver la madurez de sus hijos, ni el nacimiento de sus nietos, ni la calidez de un círculo familiar amplio. Tampoco pudieron medir el valor de la herencia que nos transmitieron, una herencia única, excepcional.
Los años veinte fueron para mis padres los más felices. Se casaron en 1922. Mi padre, André Jacob, tenía por entonces treinta y dos años y mamá, Yvonne Steinmetz, once menos. El brillo de esa joven pareja no pasaba inadvertido. André era de una elegancia sobria y discreta, también estaba ligado a la creatividad de su profesión de arquitecto, que en su caso se vio duramente afectada por haber pasado cuatro años de cautiverio poco tiempo después de haber obtenido el Gran Premio de Roma. Yvonne, por su parte, irradiaba una belleza resplandeciente que, para muchos, evocaba a la estrella de la época, Greta Garbo. Un año después del casamiento nació la primera hija, Madeleine, apodada Milou. Transcurrió otro año y vino al mundo Denise, luego Jean, en 1925, y finalmente yo, en 1927. En menos de cinco años la familia Jacob pasó de dos a seis miembros. Mi padre se sentía satisfecho y decretaba que “Francia necesita familias numerosas”. En cuanto a mamá, estaba feliz. Sus hijos colmaban su vida.
Mis padres habían nacido en París, más precisamente en la avenida Trudaine, a unos pasos uno del otro, en esa parte tranquila del noveno arrondissement, donde a principios de siglo vivían muchas familias judías que, más tarde, emigrarían hacia otros barrios. Aunque eran primos lejanos, no se conocían. Del lado de mi padre, el árbol genealógico da cuenta de una primera instalación de la familia en Francia, que se remonta por lo menos a la primera mitad del siglo XVIII. Mis ancestros se habían establecido en esa época en Lorena, cerca de Metz, un pueblo que visité hace unos años arrastrando a toda mi familia. El último judío del pueblo, un alegre centenario, se ocupaba del mantenimiento de las tumbas y nos mostró las de nuestros antepasados. Una de ellas era de la década de 1750. Fue tremenda la emoción que sentimos frente a esos rastros lejanos de nuestra presencia en ese pueblo.
Antes de la guerra de 1870 los ancestros de mi padre ya se habían asentado en París, donde trabajaban como artesanos. Fabricaban unas cajitas de plata que deben haber tenido bastante éxito, ya que su venta se extendió hasta Europa central. Más tarde la empresa fracasó y la familia tuvo que acomodarse a una vida más austera. Mi abuelo trabajó como contador en la Compañía Parisina de Gas. Sin embargo, supo garantizarles a sus hijos estudios sólidos: mi padre estudió Bellas Artes y ganó el segundo Gran Premio de Roma antes de dedicarse a la arquitectura. Su hermano, en tanto, era ingeniero de la École Centrale.
Como todas las familias judías asimiladas, la de mi padre era profundamente patriótica y laica. Sus antepasados se sentían orgullosos de su país, que desde 1791 había otorgado la ciudadanía completa a los judíos. El brote de antisemitismo que sacudió al país durante el caso Dreyfus, apenas hizo temblar estas nobles certezas. Todo volvió a la normalidad rápidamente cuando la República reconoció la inocencia del capitán. “Los descendientes de 1789 no podían equivocarse”, habrá declarado entonces mi abuelo, mientras descorchaba una botella de champagne para festejar. Del mismo modo, cuando fue declarada la guerra de 1914, a pesar de que acababa de terminar su servicio militar y sólo