Una vida. Simone Veil

Una vida - Simone Veil


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Irène Némirovsky en su relato Suite francesa. Esta fiebre duró poco. Con el armisticio llegaron el abatimiento y el silencio. Como no ocurría nada nuevo pasamos el verano en La Ciotat antes de volver a Niza, donde la vida retomó finalmente su curso.

      La vuelta al colegio transcurrió con normalidad: el liceo de día, la vida familiar de noche, las exploradoras los días libres. Sin embargo, nuestra situación material se degradó con rapidez. El invierno fue muy frío y tuvimos dificultades reales para encontrar carbón. Las restricciones alimentarias tampoco tardaron en llegar: se sabe que la región de Niza produce más flores que lácteos y verduras. La población vivía muy mal entonces, y nosotros no éramos la excepción.

      Era claramente una época de vacas flacas. Por supuesto que mi padre quería mucho a mi madre, y también le habría gustado no tener que compartir esa situación con sus hijos, a quienes amaba con ternura. Sin embargo, era un hombre de principios, que siempre había manejado con mucho rigor los gastos de la casa. Ya antes de la guerra, los dulces que a mamá le gustaba darnos, a decir verdad bastantes ligeras como un pain au chocolat, no eran contabilizadas en el presupuesto general. Cuando llegó la austeridad, todo se complicó y los cuatro adolescentes que éramos quedamos muy marcados. Sentíamos que mamá dependía demasiado de papá y eso no nos gustaba. Ella, que nunca había trabajado y por ende nunca había sido autónoma financieramente, tenía que rendir cuentas detalladas. Todos estábamos muy atentos a las advertencias que nos daba. Conservo de esto un recuerdo emotivo y una lección inolvidable: “No sólo hay que trabajar, sino que además hay que tener un verdadero oficio”. Así, cuando mucho más tarde mi marido se animó a sugerirme que la educación de nuestros hijos podría obligarme a no trabajar, me opuse con firmeza.

      Entre tanto, a partir de 1941 los judíos fueron obligados a registrarse; primero los extranjeros, que había en gran cantidad en Niza, luego los franceses. ¿Qué significaba esto? ¿No éramos acaso tan franceses como los otros? Pese a todo, igual que la casi totalidad de las familias judías nos plegamos a esta formalidad, acostumbrados a respetar la ley y sin querer pensar demasiado en las implicaciones: el presente era demasiado preocupante como para hacerse preguntas sobre el futuro. De hecho, no teníamos por qué avergonzarnos de lo que éramos. ¿Es necesario aclarar que fui un poco más reticente que los otros?

      Durante este período Niza no paraba de recibir refugiados judíos que huían del norte de Francia para llegar a la zona libre; este fenómeno aumentó todavía más con la ocupación del sureste de Francia por parte de las tropas italianas, a fines de 1942. Su llegada era la consecuencia de la invasión alemana de la zona libre después del desembarco de los aliados en África del Norte. Hay que señalar que los italianos tenían una actitud bastante tolerante con los judíos franceses. Paradójicamente, eran más liberales con nosotros de lo que habían sido las autoridades de nuestro propio país. Los alemanes, que en los territorios que iban ocupando arrestaban a los judíos a diestra y siniestra, no tardaron en condenar la relativa benevolencia de los italianos, aunque sin grandes resultados. De manera que, hasta el verano de 1943, el sureste de Francia fue un refugio para los judíos, al principio porque estaba en la zona libre, luego porque estaba ocupado por los italianos. Así Niza vio aumentar su población en varios miles de habitantes en sólo algunos meses.

      Cinco nuevos miembros de la familia habían llegado a Niza, cerca de donde vivíamos, complicando aun más las dificultades materiales que debíamos enfrentar. El hermano de papá, que era ingeniero, había sido arrestado en París durante la gran razia de médicos e ingenieros. Tomado prisionero en el campo de Compiègne, estuvo tan enfermo que las autoridades decidieron hospitalizarlo. Cuando se curó fue liberado y dos años más tarde vino a instalarse en Niza con su mujer y sus tres hijos. Sus relatos nos alarmaron aun más. Estábamos muy preocupados por el futuro. Y no había manera de estudiar en este contexto. Mi hermano Jean decidió bruscamente dejar sus estudios y empezó a trabajar como fotógrafo en los estudios de cine de Niza. Milou, que acababa de obtener su bachillerato, consiguió un contrato como secretaria para poder aliviar un poco las maltrechas finanzas familiares. Denise decidió dar clases particulares de matemáticas. Así lográbamos sobrevivir, en estado de suspensión, mientras pasaban los meses y la llegada de inmigrantes no cesaba. Encontrábamos cada vez más familias judías en situaciones tan comprometidas que los hospedábamos por unos días. A decir verdad, no dejaba de asombrarnos su respeto por las prácticas religiosas: era la primera vez que veíamos gente que seguía el shabat, con la kipá puesta, sin hacer nada, esperando que pase el día, en medio de la oscuridad. Lo mismo que nosotros, que no seguíamos las mismas prohibiciones pero que por respeto nos demorábamos en prender la luz.

      Después de la caída de Mussolini, en el verano de 1943, los italianos firmaron un armisticio y abandonaron la región. Ahí empezó la tragedia. El 9 de septiembre de 1943, la Gestapo desembarcó en Niza, incluso antes que las tropas alemanas. Sus servicios se instalaron en el hotel Excelsior, en pleno centro, y comenzaron inmediatamente la caza de judíos que los italianos se habían negado a llevar a cabo. Los arrestos masivos arrancaron enseguida. Eran dirigidos por Aloïs Brunner, que ya era célebre en Viena, Berlín y Salónica, antes de dirigir el campo de Drancy. Mi mejor amiga, compañera del liceo y exploradora como yo, fue arrestada junto a sus padres el 9 de septiembre. Más tarde me enteraría de que fueron gaseados al llegar a Auschwitz-Birkenau.

      Las cosas cambiaron radicalmente para los judíos franceses, que hasta entonces habían sufrido pocos arrestos. A partir de este momento, nuestros documentos de identidad debían llevar la letra “J”. Presentí los riesgos de esta medida antes que el resto de mi familia y quise oponerme a que nos pusieran ese sello. Sin embargo, igual que aquella otra vez en la que habíamos tenido que ir a registrarnos ante las autoridades, terminamos acatando la nueva medida con una mezcla de resignación, legalismo y, a decir verdad, orgullo. Ignorábamos cuán cara nos saldría esa franqueza. A partir de los primeros arrestos lo entendimos. Ya no era el momento para asumir lo que éramos. Por el contrario, había que hundirse en la masa anónima, volverse -hasta donde fuera posible- invisible.

      En esos comienzos de septiembre de 1943, mis dos hermanas se encontraban todavía en un campo de líderes scouts. Nuestro padre, muy preocupado y con razón, les avisó cuál era la situación y les aconsejó volver a Niza. Denise le hizo caso y rápidamente se unió al movimiento de resistencia Franc-Tireur en la región de Lyon, pero Milou volvió a casa. No quería dejar su trabajo, que contribuía a la supervivencia de la familia. La situación era muy peligrosa y mis padres decidieron hacerle frente consiguiendo documentos de identidad falsos. Luego nos desperdigamos: mamá y papá fueron a la casa de un dibujante que había trabajado para mi padre, eran gente simple y generosa que les ofrecieron de inmediato su hospitalidad. Más adelante, en el transcurso de toda nuestra deportación, ellos alojarían


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