Una vida. Simone Veil
un destino imaginario. Las familias esperaban no ser separadas, y eso era todo.
Después de la guerra se habló mucho sobre el conocimiento que los judíos podían haber tenido de la situación. En realidad, la información era mucho más escasa de lo que se cree. Los judíos extranjeros, los primeros en ser perseguidos, supieron antes que el resto qué era lo que se avecinaba. Había más información en la zona ocupada que en la zona libre. Es difícil, sin embargo, creer que François Mitterrand, que tras su evasión se recuperaba en la Costa Azul en casa de unos judíos de origen tunecino, haya podido ignorar las medidas que fueron tomadas contra ellos. Todas las familias de la colectividad eran perseguidas. El número de las que lograron llegar sin problemas hasta las puertas de la Liberación no debe haber sido muy alto.
La tediosa negrura de Drancy era atravesada a veces por un rayo de sol. Recuerdo haberme reencontrado con los Reinach, madre y padre, nuestros amigos de la villa Kerylos. La señora Reinach, siempre enérgica, supervisaba los servicios de cocina del campo. Fui a verla y tuve la alegría de poder decirle: “La semana pasada recibí una carta de su hija Violaine. Toda su familia está muy bien y fuera de peligro.” Por supuesto, una noticia como ésta era un regalo para el señor y la señora Reinach, que habían sido arrestados poco tiempo antes e ignoraban completamente lo que les había ocurrido a sus cinco hijos. En cuanto a los padres, habían sido deportados muy tarde y directamente a Bergen-Belsen, como otras personas conocidas, quizá porque la señora Reinach era de origen italiano.
Día tras día, los cuatro –mamá, mi hermana Milou, mi hermano y yo– esperábamos un traslado a Alemania del que ignorábamos tanto la fecha como el destino, con la única esperanza de que no nos separasen. Nadie había oído hablar de Auschwitz, era un nombre que nunca era pronunciado. ¿Cómo habríamos podido tener alguna idea del futuro que los nazis nos tenían reservado? Hoy en día es difícil entender hasta qué punto la información estaba controlada durante la Ocupación por la acción de la policía y la censura. Ahora nos cuesta entender que nadie, salvo en los barrios implicados, hubiese oído hablar de la redada del Velódromo de Invierno (10) de julio de 1942, que luego haría correr tanta tinta y daría lugar a tantas polémicas. Cuando, mucho más tarde, yo misma me enteré, compartí el estupor colectivo frente a la revelación del comportamiento de la policía parisina. Su complicidad en la operación me pareció una mancha indeleble sobre el honor de los funcionarios franceses. Hoy, aunque la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos comparta este punto de vista, mi juicio se ha vuelto más preciso y considero que hay que diferenciar. Nunca, pero nunca, se podrá lavar la culpa de los dirigentes de Vichy que contribuyeron enérgicamente a la “solución final” con la colaboración de la policía francesa, sobre todo en París. Pero esto no le saca ningún mérito a aquellos policías que, por ejemplo, previnieron y de esta manera salvaron a la mitad de los veinticinco mil judíos registrados en París antes de la redada del Velódromo.
En líneas generales, si tres cuartas partes de la población judía que vivía en Francia pudo escapar a la deportación fue, en primer lugar, gracias la existencia desde noviembre de 1942 de la zona libre y, hasta septiembre de 1943, por la ocupación italiana. Además, muchísimos franceses, mal que les pese a los autores de Le Chagrin et la Pitié (11), tuvieron un comportamiento ejemplar. Los niños fueron, en su mayoría, salvados gracias a toda clase de redes, como la Cimade (12); pienso en particular en los protestantes de Chambon-sur-Lignon y de otros lugares, o incluso en los numerosos conventos que recibieron a familias enteras. Al fin de cuentas, entre todos los países ocupados por los nazis, Francia fue por lejos el que tuvo el menor porcentaje de arrestos. Más del ochenta y cinco por ciento de los judíos holandeses fueron eliminados. En Grecia ocurrió lo mismo. El año pasado, cuando viajé a Atenas, pude constatar que no quedaba nada de la comunidad judía de Salónica. Me contaron que allí la ira de los nazis fue tal, que la detención de dos personas que estaban refugiadas en una pequeña isla griega había movilizado a toda una unidad SS. Ningún evento histórico, ninguna decisión política tomada por dirigentes, sobre todo en períodos tan turbios como éste, puede llevar a conclusiones terminantes. Nadie puede negar que la colaboración, consagrada por las siete estrellas de Pétain, indujo al error a muchos de nuestros conciudadanos. Sin embargo, años más tarde, quedé muy impactada por la respuesta que me dio la reina Beatriz de Holanda un día en el que le hablé de mi admiración por la partida al exilio de la reina Guillermina y de su gobierno a Londres luego de la invasión de su país, en 1940: “No crea que fue algo tan simple. La actitud de Guillermina fue muy criticada; la gente lamentaba que hubiera ‘abandonado a su pueblo’. Y es lo que todavía se sigue diciendo hasta hoy en nuestro país”. En Francia, en general se ignora que, por el vacío político que existía en Holanda, los judíos fueron muy frecuentemente denunciados. Como ocurrió con Ana Frank.
Volviendo a Drancy, al cabo de algunos días el responsable del campo –ignoro si era un miembro de la Gestapo o un francés– les informó a los jóvenes de dieciseis años o más que, si aceptaban quedarse allí, trabajarían con la Organización Todt (13). Mi madre, mi hermana y yo le dijimos entonces a Jean: “Si tienes alguna posibilidad de quedarte en Francia, no la dejes pasar. No sabemos lo que nos espera en Alemania, quizá nos separen. Pero tú, quédate en Francia.” Después de mucho dudar, Jean decidió ofrecerse como voluntario en lugar de partir con nosotras.
Durante toda esa semana en Drancy, no supimos absolutamente nada sobre lo que había pasado con nuestro padre. Cuando volvimos, pudimos reconstituir los diferentes episodios. Él fue arrestado unos días después que nosotros y llegó al campo poco después de nuestra partida. Ahí se reencontró con Jean, que todavía estaba esperando el trabajo que le habían prometido. Por supuesto, todo eso no era más que una farsa: los responsables nunca habían pensado seriamente en emplear judíos en la Organización Todt. El tren en el que fueron embarcados, unos días más tarde junto con otro centenar de personas, partió en realidad hacia Kaunas, uno de los puertos más importantes de Lituania, entonces ocupada por los alemanes. ¿Por qué ese destino? Nunca nadie ha podido explicarlo. Quizá los nazis temían que hubiese motines fomentados por estos jóvenes en los trenes de deportados, o incluso fugas. Al eliminar a los hombres en la flor de la vida, minimizaban los riesgos. Otra hipótesis –y esto es lo que piensa el padre Desbois, quien en la actualidad lleva a cabo investigaciones en Bielorrusia y Ucrania sobre las fosas comunes– es que estos hombres fueron enviados a los países bálticos para desenterrar cadáveres y que nadie pudiese encontrarlos ni reconstituir los diferentes episodios. Hoy, de hecho, está comprobado que a los pocos supervivientes de ese convoy se les asignó esa tarea siniestra. En lugar de utilizar gente de los países bálticos, que hubiese podido divulgar las matanzas en masa, los nazis habían preferido hacer venir franceses, que luego también serían eliminados.
Lo que sí se sabe con certeza es que mi padre y mi hermano fueron enviados juntos hacia Kaunas, porque sus nombres figuran en las listas. Se sabe también que algunos de estos hombres fueron enviados a Tallin, la capital de Estonia, para hacer tareas de reparación en el aeropuerto que había sido bombardeado. Se cree que todos fueron asesinados al llegar, o al menos fue así según los testimonios de la quincena de supervivientes que volvieron de ese infierno. ¿Cuál fue el destino de mi padre y de mi hermano? Nunca lo supimos. Ninguno de los supervivientes conocía a papá o a Jean. Una investigación posterior, llevada a cabo por una asociación de ex deportados, no dio resultados. De manera que nunca pudimos saber que ocurrió con nuestro padre y con nuestro hermano. Hoy conservo intacto el recuerdo de las últimas miradas y las últimas palabras que intercambiamos con Jean. Recuerdo los esfuerzos que hicimos las tres para convencerlo de que no nos siguiese, y una tristeza terrible me oprime al pensar que nuestros argumentos, lejos de salvarlo, quizá lo mandaron a la muerte. Jean tenía entonces dieciocho años.
En cuanto a mi segunda hermana, Denise, cuando nosotros llegamos a Drancy ya hacía varios meses que se había unido a la resistencia. Fue arrestada a su vez en junio de 1944 y luego deportada a Ravensbrück, aunque logró disimular que era judía, lo que probablemente le salvó la vida. Milou y yo no supimos nada antes de nuestra vuelta a París. Durante todo el tiempo que duró la deportación, vivimos con la idea de que por lo menos ella había logrado escapar a la persecución. En un centro de repatriación en la frontera entre Alemania y Holanda, nos enteramos de lo que le había ocurrido; alguien allí nos