Una vida. Simone Veil
de eso, pasamos a otra habitación donde nos arrojaron ropa de cualquier tipo, sacos rotos, zapatos de pares diferentes, ninguno de nuestra talla. El pretexto para no devolvernos nuestra vestimenta respondía a la misma obsesión de limpieza: no había sido desinfectada.
La que nos daban, supuestamente limpios, estaban llenos de piojos. En sólo algunas horas, habíamos perdido todo lo que hacía que cada una fuese lo que era. La única humillación a la que no fuimos sometidas fue que nos rapasen la cabeza. La regla, en Auschwitz-Birkenau, era que todas las mujeres fuesen completamente rapadas al llegar, lo que contribuía a desmoralizarlas. Cuando les crecía el pelo, los kapos las pelaban nuevamente. Para conservar algo de elegancia, la mayoría se ataba un pañuelo en la cabeza. Nunca supimos por qué recibimos esta exención, que de ninguna manera pudo ser fruto del azar: éste no tenía lugar en la vida del campo. Algunos se imaginaron que la Cruz Roja había anunciado una visita. Nunca nos lo confirmaron y, por supuesto, nadie vio nunca al más mínimo inspector de la Cruz Roja en Auschwitz. Sesenta años más tarde, cuando pienso en la constancia con la que la Cruz Roja internacional se desvivió para legitimar su comportamiento en esa época, me quedo..., por lo menos, perpleja.
Igual que esta cuestión del pelo, en el campo podían ocurrir algunas otras cosas completamente incoherentes. No tardamos en descubrirlas. Por ejemplo, cuando más tarde tuvimos la oportunidad de trabajar las tres en un pequeño comando donde las condiciones de vida eran menos duras, mamá se enfermó gravemente. Ya no podía trabajar. El SS que nos vigilaba hizo la vista gorda y logró que no la revisaran en una inspección que un suboficial realizó en el comando. Poco después, una joven polaca, un poco mayor que yo, tuvo una septicemia. Un SS fue a buscar sulfamidas al pueblo de Auschwitz para curarla y la joven mejoró. Así transcurría nuestra existencia, en una incoherencia kafkiana. ¿Por qué esto, por qué aquello? No lo sabíamos. ¿Por qué las mujeres embarazadas tenían un régimen alimenticio preferencial, pero en general eran gaseadas después de dar a luz, mientras que los recién nacidos eran asesinados de manera sistemática? Recientemente, un ex deportado rememoró un detalle que me dejó atónita. Por aplicación de las normas alemanas, muy estrictas en materia de prevención de enfermedades, los detenidos que realizaban trabajos de pintura tenían derecho a una ración cotidiana de leche, aunque fueran a ser asesinados al día siguiente.
El inmenso recinto de Birkenau abarcaba, además del campo principal, un campo de cuarentena reservado para los recién llegados por un período limitado, que se caracterizaba ya como un tipo de detención brutal aunque allí fuese más fácil escapar al trabajo. En la primavera de 1944, las autoridades del campo decidieron prolongar la rampa de llegada de los convoyes para que estuviese más cerca de las cámaras de gas. Como la mano de obra del campo principal era insuficiente, la mayoría de los deportados en cuarentena, de los que formábamos parte, fuimos reclutados para esta prolongación que permitiría acelerar el despacho de los convoyes. Cargábamos piedras y hacíamos tareas de excavación. Pero, como no pertenecíamos a tal o cual comando, a veces lográbamos escondernos durante el llamado matinal. Nuestra actitud irritaba a las más adultas, que no se animaban a desobedecer las órdenes y que temían las represalias de los SS.
Entre nosotras, sólo algunas habían sido dispensadas del trabajo. Las bailarinas, por ejemplo, eran destinadas a entretener a la jefa SS del campo, que apreciaba la danza. Los músicos se beneficiaban en general con el mismo privilegio. En mi convoy había una joven bailarina que supo aprovechar ese status. Incluso logró que su madre se quedara con ella. Las dos sobrevivieron. Apenas entramos al campo, nos encontramos con la misma ruptura generacional que existía afuera. Para las más grandes, las jóvenes actuaban de manera irresponsable y como descerebradas. Los días en que nos quedábamos en la unidad porque no teníamos que trabajar, nuestras charlas reflejaban esa distancia. Las chicas jóvenes hablaban de manera interminable sobre sus amores, lo que provocaba la risa de las adolescentes. Yo me había hecho rápidamente dos amigas: Marcelline Loridan, que formaba parte de mi mismo convoy, una chica despierta, alegre, dieciocho meses más joven que yo, y Ginette, que tenía mi misma edad. Ninguna de las tres había tenido novio. Por eso, cuando las otras se ponían a hablar de sus asuntos del corazón, nosotras mirábamos hacia otro lado en desaprobación. Ellas nos repetían todo el tiempo: “¡Ah, ustedes no saben nada de la vida! ¡No saben lo que se pierden!” Para quedar bien teníamos que soportar, además, las lecciones de moral de las mayores: “Tienen que comer lo que sea porque si no se van a enfermar.” Algunas tenían la edad de mamá, pero ella nunca actuaba así. Estaba muy lejos de importunar a las chicas de mi edad que, por el contrario, la adoraban. Hoy en día, Marcelline u otras de mis camaradas, las últimas que llegaron a conocerla en el campo, la recuerdan siempre con muchísimo cariño. Ellas hablan de su dulzura, de su dignidad, de su afecto. Es verdad que con los meses mamá se había convertido en protectora y consuelo de todas esas chicas, la mayoría de las cuales, no tenía a su madre desde hacía mucho tiempo o la había perdido en las primeras semanas de la deportación. Meses más tarde, en enero de 1945, cuando nos anunciaron que partíamos del campo hacia un destino desconocido y junto a otros miles de deportados tuvimos que soportar esa terrible marcha de la muerte, fue nuevamente ella la que supo reconfortar a todos: “No se preocupen, hasta ahora siempre pudimos arreglarnos. No hay que perder el coraje”.
Al principio, nuestra unidad estaba compuesta casi exclusivamente por francesas. Poco a poco, según los comandos a los que éramos destinadas, hubo algunos cambios pero permanecimos mayoritariamente entre francesas. La vigilancia y el control estaban en manos de las que eran conocidas como las stubova, judías deportadas como nosotras, en general polacas. Los malos tratos seguían siendo el privilegio de los SS, pero estas chicas no dejaban por eso de distribuir bofetadas y golpes. Durante el tiempo que duró mi detención fueron bastante gentiles conmigo, como lo eran en general con las más jóvenes. Pero ahí nos enfrentábamos a otro problema: había que desconfiar cuando se volvían demasiado amistosas. Aunque la mayoría de nosotras éramos muy ingenuas e inocentes, estábamos lo suficientemente alerta. Sabíamos que si una kapo te ofrecía una tostada con manteca y azúcar, no tardaría mucho en decirte: “¡Ah! ¿No sería bueno que durmiésemos aquí juntas?” Había que tener el coraje de responderle: “Gracias, estoy bien, no tengo sueño.” Esta ambigüedad sexual era una constante en su acercamiento con las mujeres más jóvenes. Aun hoy basta recordar estas situaciones para que los ex deportados se escandalicen. Se olvidan de que muchos jóvenes sobrevivieron gracias a este tipo de protección, haya habido contrapartida o no. En cuanto a mí, me niego a emitir cualquier juicio sobre esto.
Pese a todo, nos terminamos acostumbrando al ambiente siniestro que reinaba en el campo, a la pestilencia de los cuerpos quemados, al humo que oscurecía permanentemente el cielo, al barro omnipresente, a la humedad penetrante de los pantanos. Cuando uno visita el lugar hoy, a pesar del decorado de barracas, miradores y alambrados, ya no queda nada de lo que hacía que Auschwitz fuese Auschwitz. No se puede ver lo que ocurrió en esos lugares, no se puede imaginar. Nada se puede comparar con el exterminio de millones de seres humanos llevados allí desde todos los rincones de Europa. Para nosotras, las chicas de Birkenau, fue quizá la llegada de los húngaros lo que nos dio la pauta de la pesadilla en la que estábamos atrapadas. La industria de la muerte alcanzó entonces su pico: más de cuatrocientas mil personas fueron exterminadas en tres meses. Unidades enteras habían sido liberadas para recibir a los prisioneros, pero la mayoría fueron gaseados de inmediato. Para eso habíamos trabajado nosotras, para prolongar la rampa hasta el interior del campo, hasta las cámaras de gas. Desde principios de mayo, los trenes cargados con los deportados húngaros llegaban uno tras otro, tanto de noche como de día, llenos de hombres, mujeres, niños y ancianos. Yo asistía a su llegada porque vivía en una unidad que estaba muy cerca de la rampa. Veía centenares de personas miserables bajando del tren, tan aterrados y despojados de todo como nosotros unas semanas antes. La mayoría eran directamente gaseados. Entre los sobrevivientes, muchos fueron enviados a Bergen-Belsen, un campo donde se moría de una muerte más lenta pero igual de certera. Aquellos que se quedaban en Auschwitz-Birkenau se encontraban particularmente aislados por no hablar otra lengua más que húngaro. En su país, los hechos habían transcurrido sin mediar aviso. La guerra había sido durante mucho tiempo algo marginal. La presencia militar alemana reciente no tenía nada que ver con la ocupación en otros países europeos, al punto que los nazis tuvieron que llegar a un acuerdo con las milicias húngaras para llevar a