Una vida. Simone Veil

Una vida - Simone Veil


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ejercido una presión tal para que fuesen liberados que el avance de los ejércitos en los otros frentes, que ya era muy difícil, hubiera corrido el riesgo de verse retrasado. Los servicios secretos estaban al tanto de las investigaciones de los alemanes sobre nuevas armas. Ningún estado mayor podía asumir el riesgo de diferir la caída del Reich. Las autoridades aliadas optaron entonces por el silencio y la eficacia. No deja de ser cierto que en Estados Unidos los más informados conocían la existencia de los campos, y no es menos cierto que la comunidad judía americana, muy proteccionista, no se manifestó de ninguna manera, sin duda por miedo a una llegada masiva de refugiados.

      Del mismo modo que no comparto los juicios negativos sobre el silencio culpable de los aliados, tampoco estoy de acuerdo con el masoquismo de los intelectuales como Hannah Arendt sobre la responsabilidad colectiva y la banalidad del mal. Un pesimismo tal me desagrada. Incluso tiendo a verlo como una forma cómoda de manipulación: decir que todo el mundo es culpable equivale a decir que nadie lo es. Es la solución desesperada de una alemana que busca salvar a toda costa a su país, ahogando la responsabilidad nazi en una responsabilidad más difusa, tan impersonal que termina no significando nada. La mala conciencia general permite que cada uno se convenza de que tiene una buena conciencia individual: yo no soy responsable ya que todo el mundo lo es. ¿Debemos entonces transformar en un ícono a alguien que proclama en extensos y numerosos relatos que, inmersos en los dramas de la historia, todos los hombres son culpables y responsables, que cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, que no hay excepciones en la capacidad de la barbarie humana? No lo creo, sobre todo cuando recuerdo sus comentarios en la época del juicio a Adolf Eichmann. Lo que refuta completamente el pesimismo fundamental de los adeptos de la banalización es el espectáculo de su propia cobardía, pero a la vez, en contrapunto, la envergadura de los riesgos que corrieron los Justos, esos hombres que no esperaban nada a cambio, que no sabían qué iba a pasar, pero que no por eso dejaron de correr todo tipo de peligros para salvar a judíos que en la mayoría de los casos no conocían. Sus actos prueban que la banalidad del mal no existe. Su mérito es inmenso, como también lo es nuestra deuda con ellos. Al salvar a tal o cual persona, se volvieron un testimonio de la grandeza de la humanidad.

      Cuando leo por ahí que en los campos todo el mundo se comportaba muy mal, siento mucha indignación. ¡Dios sabe en qué condiciones vivíamos –en realidad pienso, con bondad en el alma, que Él lo ignoraba– y cuán terrible era nuestra cotidianeidad! No es portarse mal querer salvar la vida propia y no dejarse arrastrar por el cuerpo del prójimo que cae y que no podrá volver a levantarse. En el lado opuesto, los discursos de los comunistas sobre la solidaridad inquebrantable que une a los hombres en el sufrimiento me parecen igual de excesivos. Esta solidaridad ciertamente existió, pero sobre todo entre comunistas, e incluso con diferentes matices. Una de las pasajeras del famoso convoy de comunistas deportados a Auschwitz dejó sobre esta cuestión un testimonio interesante. En su libro, cuenta que, para los comunistas, lo más importante era salvar a los dirigentes y menciona cuánto la afectó esto. Marcelline Loridan y yo, errando un día por Birkenau, fuimos llamadas “judías sucias” por un grupo de comunistas francesas, ¡sólo por tratar de entablar una conversación con ellas!

      Cuando volvimos de los campos, llegamos a escuchar declaraciones todavía más desagradables e incongruentes: juicios arbitrarios, análisis geopolíticos tan perentorios como vacíos. Pero este tipo de declaraciones no era lo único que nos hubiese gustado no volver a escuchar nunca más. No hubiéramos tenido problema en privarnos de algunas miradas que nos volvían transparentes. Además, cuántas veces escuché a gente sorprendiéndose: “¿Cómo puede ser que hayan vuelto? Eso prueba que no era tan terrible como decían.” Unos años más tarde, en 1950 o 1951, durante una recepción en una embajada, un funcionario francés –de alto nivel, debo decirlo–, señalando mi antebrazo y mi número de deportada, me preguntó sonriente, ¡si ése era mi número de guardarropas! Después de eso, durante años, preferí usar mangas largas.

      En esos años de posguerra había gente que decía cosas espantosas. Hemos olvidado todo el antisemitismo servil del que algunos hacían gala. Por eso, desde 1945 me volví no cínica, porque no está en mi naturaleza, pero sí alguien que ha perdido toda ilusión. Pese a todas las películas, testimonios y relatos que le han sido consagrados, la Shoah sigue siendo un fenómeno absolutamente específico e inasible.

      En 1959 yo era magistrada en el Ministerio de Justicia, dentro de la administración penitenciaria. Mi director recibe un día a un magistrado jubilado que viene a pedirle que presida un comité a favor de las libertades condicionales. Él en principio acepta pero luego, al no tener tiempo para desplazarse, le informa que lo va a representar el magistrado que se ocupa de estas cuestiones en su servicio. Era yo. Respuesta del ex presidente del tribunal de Poitiers: “¿Cómo? ¿Una mujer, y además judía? ¡De ninguna manera la recibiré!” Otro ejemplo: unos años más tarde, mientras me encuentro trabajando en la Dirección de Asuntos Civiles, me entero de una decisión indignante. Se resuelve el divorcio entre una mujer judía, de origen polaco, y un francés. La custodia de la hija, una chica de entre quince y dieciséis años, le es otorgada al hombre en aplicación de un juicio que precisa: “Teniendo en cuenta que la mujer es de origen polaco y que el padre es católico, etcétera...” El juicio, con ese “teniendo en cuenta”, llevaba la firma de un magistrado conocido en el ambiente judicial. Jean Foyer, por entonces ministro de Justicia, se escandalizó cuando se enteró de esta obra maestra y tomó las sanciones correspondientes.

      Éstos son algunos ejemplos de lo que tuvieron que soportar los deportados en los años posteriores a su regreso. Durante mucho tiempo, molestamos. Muchos de nuestros compatriotas querían olvidar a toda costa lo que ninguno de nosotros lograba arrancar de su memoria; lo que tendríamos grabado de por vida. Queríamos hablar, pero nadie estaba dispuesto a escucharnos. Eso fue lo que sentí cuando volvimos, tanto por mí como por Milou: a nadie le importaba lo que habíamos vivido. En cambio Denise, que había vuelto un poco antes que nosotras, con la aureola de su paso por la Resistencia, era invitada a dar conferencias.

      Sin embargo, muchos libros esenciales fueron publicados desde los primeros años de posguerra, que deberían haber permitido que cada uno comprendiera los hechos y analizara su significado. No hace falta aclarar que yo misma leí muchos de estos libros, que no podría citar íntegramente. Entre ellos, por supuesto, el estupendo Si esto es un hombre, de Primo Levi. Lo leí apenas fue publicado, en 1947, y enseguida me dije: ¿Cómo puede ser que haya escrito un libro así tan rápido? Todavía no entiendo cómo realizó esa hazaña. Ese hombre había alcanzado inmediatamente una lucidez total, y de hecho trágica, porque al final lo condujo al suicidio. También está el libro de Robert Antelme, La especie humana, publicado el mismo año, y Ravensbrück, de Germaine Tillion, magníficamente escrito, además de las dos contribuciones principales de David Rousset, El Universo concentracionario y Los días de nuestra muerte, uno tan admirable como el otro. Más tarde, alrededor de 1948, Rousset publicó otro libro que me impresionó mucho, El payaso no se ríe. Cada uno de estos autores vivió las cosas a su manera y tuvo un destino diferente. Sus testimonios son esenciales, y sus libros han tenido un éxito considerable. Sin embargo, nosotras sentíamos a nuestro alrededor una suerte de ostracismo difuso difícil de definir, pero que nos resultaba infinitamente insoportable de vivir.

      Pienso también en los numerosos relatos sobre los guetos de Polonia. Uno siente la carga de la ansiedad que habrá pesado durante meses sobre sus habitantes, sus condiciones de vida espantosas, el pesimismo que no podía dejar de invadirlos pero que lindaba con un profundo sentido de la fraternidad y la ayuda mutua. El drama del Exodus (17), a través del libro y de su adaptación para el cine, fue para muchos un descubrimiento, porque por primera vez una obra destinada a un público vasto hablaba de manera detallada de la deportación, de los campos y de la incomodidad de las grandes democracias frente al fenómeno judío. Lo leí como si se tratase de una novela popular, pero con gran interés. No había nada chocante, la emoción era fuerte. Me hacía acordar de nuestros interrogantes de entonces: ¿qué iba a pasar con esos hombres a los que no dejaban desembarcar, sobre los que los ingleses casi disparan? En esa época, yo lo ignoraba casi todo sobre Israel. Pero mis compañeros de estudios sí hablaban. En particular, muchas polacas y eslovacas tenían la esperanza de irse a vivir ahí. Era una ilusión muy emocionante.

      Parece imposible encontrar la medida


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