Una vida. Simone Veil

Una vida - Simone Veil


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trabajando en la cocina. Cuando Milou me lo contó al volver a la noche, le respondí: “La mató el tifus, pero todo en ella ya estaba agotado.” Hoy en día, todavía, sesenta años más tarde, me doy cuenta de que nunca he podido resignarme a su desaparición. En cierto modo, no la he aceptado. Día tras día mamá está conmigo, y sé que las cosas que logré en mi vida fueron gracias a ella. Fue ella quien me alentó y me dio la voluntad para actuar. Probablemente yo no tenga su misma indulgencia y, en muchos asuntos, ella me juzgaría con cierta severidad. Pensaba de mí que era poco conciliadora, que a veces no era amable con los demás, y no estaba equivocada. Por todo, sigue siendo mi modelo, porque supo tener convicciones muy fuertes aunque siempre haciendo gala de una moderación y una sabiduría de las que sé que todavía no soy siempre capaz.

      A comienzos de abril, supimos que el final se avecinaba. Día a día sentíamos cómo se acercaban los bombardeos. Milou no estaba bien. Ella también se había contagiado el tifus. Yo trataba de reconfortarla como podía: “Escúchame, hay que aguantar y no entregarse, porque vamos a ser liberadas muy pronto.” Cuando volvía de trabajar, le repetía: “Ya vas a ver, ocurrirá mañana. Tienes que aguantar, aguanta...” Y las noches en que cortaban la luz por culpa de las alertas y yo no podía volver a nuestra barraca, me invadía el miedo: ¿Encontraría viva a Milou? La idea de que, después de mi madre, mi hermana tampoco regresara a Francia, me destruía. Me obligaba entonces a aguantar, a armarme de valor, pese a que yo también comenzaba a sentir algunos síntomas de tifus, cosa que los médicos me confirmaron luego de la liberación del campo. Pero me recuperé bastante rápido.

      Bergen-Belsen fue liberado el 17 de abril. Las tropas inglesas tomaron posesión del campo sin encontrar la más mínima resistencia, pese a la presencia residual de algunos SS. De hecho, los alemanes y los ingleses habían firmado un acuerdo dos o tres días antes, tal era el terror que los alemanes le tenían al tifus. Para mí, el día de la liberación fue uno de los más tristes de ese largo período. Yo estaba en la cocina, que era un edificio separado del resto, y cuando los ingleses llegaron, aislaron el campo con unos alambres de púas infranqueables. No pude reencontrarme con mi hermana. No poder compartir mi alegría y mi alivio con ella fue para mí una gran contrariedad. Habíamos estado juntas durante trece meses, sin separarnos nunca, lo que fue una suerte extraordinaria. Y el día en el que terminaba la pesadilla, nos encontrábamos lejos una de la otra. Hubo que esperar hasta el día siguiente para que finalmente nos pudiésemos abrazar.

      Habíamos sido liberadas pero todavía no éramos libres. Apenas ingresaron en el campo, los ingleses se espantaron con lo que iban descubriendo: masas de cadáveres apilados los unos sobre los otros, y que eran arrojados por esqueletos vivos dentro de las fosas. Los riesgos de epidemia aumentaban aun más este apocalipsis. El campo fue puesto inmediatamente en cuarentena. La guerra todavía no había terminado y los aliados no querían correr ningún riesgo sanitario.

      Después de quemar el campamento de barracas para detener el tifus, los ingleses nos instalaron en los cuarteles de los SS y colocaron colchones suplementarios en el suelo para alojar a todos. Las sábanas en las que dormíamos tal vez habían sido de los alemanes, pero no nos importaba nada. ¡Era un lujo para nosotros! Por otro lado, por más increíble que parezca, el hambre persistía porque los ingleses habían recibido la orden de usar únicamente las raciones militares, que hacían que nos descompusiésemos. De hecho el general inglés encargado se encontró tan desamparado que muy rápidamente pidió volver al frente, para no tener que ocuparse de un campo para el que no disponía de ningún medio. Pese a la prohibición de salir, tuve que infringir varias veces la consigna para ir en busca de provisiones a las granjas de alrededor, a cambio de los cigarrillos que nos traían los soldados franceses recientemente liberados.

      Estábamos agrupados por nacionalidades y un oficial de enlace francés había verificado nuestras identidades. Era la primera vez en meses que usábamos nuestros propios nombres. Habíamos dejado de ser números. Poco a poco recuperábamos nuestra identidad, pero sentíamos que las autoridades francesas no estaban muy apuradas por recuperarnos: nos quedamos ahí un mes más. Mientras que la mayoría de los soldados franceses liberados eran repatriados en avión y se desesperaban por tener que dejarnos en ese estado, un médico insistió en quedarse para ocuparse de nuestra salud. Pasaron muchos días sin que nos informasen sobre las condiciones de nuestro regreso a Francia. Luego, nos explicaron que íbamos a volver en camiones, lo que enseguida nos pareció un escándalo; las autoridades habían podido conseguir aviones para los soldados pero no para nosotros. Sobre todo, teniendo en cuenta que las sobrevivientes judías no éramos muchas. De ahí a pensar que, para nuestro país, el destino de los deportados no tenía ninguna importancia no había más que un paso. Muchas de mis compañeras lo dieron.

      Se necesitaron cinco días para que nos condujeran hasta un refugio en la frontera entre Alemania y Holanda. Yo estaba recuperada y con buena salud. Por el contrario, Milou estaba tan mal que todo el mundo aceptó sin discutir que se sentase al lado del chofer. Cuando llegamos a este refugio nos reencontramos con nuestras compañeras de Auschwitz. Al dejar el campo, muchas de ellas habían sido enviadas no a Bergen-Belsen sino a Ravensbrück. Así fue como una chica me dijo: “¿Tú eres Simone Jacob, no? Vi a tu hermana Denise en Ravensbrück.” Cuando vio la cara que puse, se dio cuenta enseguida de que yo no sabía nada. La noticia era un golpe demasiado duro. Siempre habíamos tenido la esperanza de que nuestra hermana no hubiese sido deportada. De golpe, tuve una crisis de nervios y estallé en llanto; habíamos recibido muy malas noticias sobre lo que había ocurrido en Ravensbrück en el momento de la liberación. Se decía que había habido muchos prisioneros asesinados a último momento. Pero los rumores no tenían fundamentos, ya que en Ravensbrück no había ocurrido nada particularmente peor que en los otros lugares.

      Finalmente entramos en Francia. Milou fue llevada en ambulancia hasta el tren, donde la acostaron en un vagón sanitario. Luego llegamos a Valenciennes y, finalmente, a París. Al día siguiente, el 23 de mayo, es decir poco más de un mes después de la liberación del campo de Bergen-Belsen, finalmente nos instalaron en el hotel Lutetia, donde eran alojados todos los ex deportados. De inmediato quisimos averiguar el paradero de Denise. Nos dijeron que ya había vuelto a Francia. No había estado en los momentos finales en Ravensbrück, porque había sido transferida a Mauthausen. Después de la liberación del campo, un tren había llevado a los sobrevivientes y a los enfermos a Suiza y, de ahí, a París. Salvo por los últimos días, ella había tenía la suerte de vivir una deportación mucho menos inhumana que la nuestra. Las condiciones de vida en Ravensbrück, por cierto espantosas, eran menos duras que las que habían conocido otros judíos, porque se trataba de un campo de concentración y no de exterminio. Así, en Ravensbrück, Denise había escrito un diario mientras que Milou y yo no teníamos ni siquiera un lápiz, ni papel, ni libros, desde hacía más de un año. Al tal punto que cuando fuimos liberadas llegué a preguntarme si todavía sabría leer y si era capaz de retomar algún tipo de estudio.

      ¿Los aliados deberían haber bombardeado los campos? Desde el fin de las hostilidades, esta pregunta hizo correr mucha tinta y, curiosamente, sigue siendo un tema periodístico recurrente. Dicho sea de paso, he tenido a veces la sensación de que algunos estaban más interesados en señalar la abstención “culpable” de Roosevelt y de Churchill que en denunciar los horrores cometidos por los nazis en los campos de concentración.

      Criticar las elecciones estratégicas de los aliados exige más modestia que juicios perentorios. Pese a que existen numerosos argumentos a favor de los bombardeos, que hubiesen destruido las cámaras de gas, sigo prefiriendo abstenerme de opinar sobre este tema. Cuando los aliados intentaron realizar esta operación en Auschwitz, no lograron mucho. Mi hermana Denise, ocho días antes del fin de los combates, vivió en Mauthausen las consecuencias de un ataque aéreo sorpresa. Ese día, acompañada por otras siete compañeras, se encontraba despejando escombros de la vía del tren, devastada por un bombardeo anterior. Como no tuvieron tiempo de refugiarse cuando empezaron a sonar las sirenas, cinco de ellas murieron bajo las bombas. Esos bombardeos, entonces, tuvieron la doble particularidad de ser, a la vez, ineficaces y mortales, porque mataron finalmente a más deportados que nazis. Para mí, a fin de cuentas, la polémica alrededor de este tema sólo sirve para alimentar debates falsos, que tanto le gustan a algunos cuando los hechos ya pasaron y la discusión no cuesta nada ni tiene riesgos.

      A


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