Una vida. Simone Veil

Una vida - Simone Veil


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a Francia, en mayo de 1945.

      A nosotras tres, el 13 de abril a las 5 de la mañana, nos llevaron en una nueva etapa de este interminable descenso al infierno. Unos autobuses nos condujeron a la estación de Bobigny, en donde nos hicieron subir a vagones para animales que formaban parte de un convoy que partía inmediatamente hacia el Este. Como no hacía ni demasiado frío ni demasiado calor, la pesadilla no desembocó en una tragedia, y en el vagón en el que estábamos nosotras, nadie murió de frío durante el viaje. Estábamos, sin embargo, horriblemente apretados; había unas sesenta personas: hombres, mujeres, personas mayores, pero ningún enfermo. Todo el mundo se empujaba para tener un poco más de espacio. Había que turnarse para poder sentarse o estirarse un poco. No había soldados arriba de los vagones. Los únicos que vigilaban el convoy eran los SS que estaban en cada estación donde paraba el tren. Recorrían cada lado de los vagones para advertirnos que, si alguien intentaba escapar, todos los ocupantes del vagón serían fusilados. Nuestra sumisión da una idea de nuestra ignorancia. Si hubiésemos podido imaginar lo que nos esperaba, les habríamos suplicado a los jóvenes que corrieran todos los riesgos posibles para saltar del tren. Cualquier cosa era mejor que lo que nos iba a ocurrir.

      El viaje duró dos días y medio, del 13 de abril al alba hasta el 15 a la noche, hasta que llegamos a Auschwitz-Birkenau. Es una de las fechas que jamás olvidaré, junto con la del 18 de enero de 1945, el día que dejamos Auschwitz, y la de la vuelta a Francia, el 23 de mayo de 1945. Son los puntos de referencia de mi vida. Podré olvidarme de muchas cosas, pero no de estas fechas. Quedarán para siempre ligadas a mi ser más profundo, como el tatuaje con el número 78651 sobre la piel de mi brazo izquierdo. Son, para siempre, las marcas indelebles de todo lo que tuve que atravesar.

      8. NdelE: Guerra relámpago.

      9. NdelE: Vichy fue la capital de Francia bajo el régimen colaboracionista del mariscal Pétain.

      10. NdelE: La mayor redada llevada a cabo en territorio francés y en la que fueron detenidos más de 13.000 judíos.

      11. NdelE: Polémico documental de Marcel Ophüls, sobre el régimen de Vichy, estrenado en 1969 con gran éxito comercial.

      12. NdelE: Servicio ecuménico creado para la protección de inmigrantes extranjeros.

      13. NdelE: Bautizada con el nombre de su jefe, Fritz Todt, era un grupo de construcción e ingeniería civil y militar de fuerte presencia en Alemania y los territorios ocupados.

      El convoy se detuvo en plena noche. Ya antes de que se abrieran las puertas, fuimos acosados por los gritos de los SS y los ladridos de los perros. Luego les siguieron los reflectores enceguecedores, la rampa de llegada. Toda la escena parecía irreal. Nos arrancaban del horror del viaje para arrojarnos de lleno en una pesadilla absoluta. Estábamos al final del periplo, en el campo de Auschwitz-Birkenau.

      Los nazis no dejaban nada librado al azar. Fuimos recibidos por presidiarios que identificamos inmediatamente como deportados franceses. Estaban parados en el andén y repetían: “Dejen su equipaje dentro de los vagones, hagan una fila, avancen.”

      Después de unos segundos de vacilación, todo el mundo reaccionaba. Algunas mujeres se quedaron con su cartera sin que nadie se opusiera. Rápido, rápido, había que hacer todo rápido. De repente, una voz desconocida me dijo al oído: “¿Cuántos años tienes?” A mi respuesta, dieciséis y medio, le siguió una consigna: “Sobre todo, tienes que decir que tienes dieciocho.” Luego, al preguntarles a varias compañeras tan jóvenes como yo, me enteré de que se habían salvado por haber seguido el mismo consejo murmurado en su oído: “Di que tienes dieciocho años”. La fila había llegado hasta donde estaban los SS, que hacían la selección con la misma rapidez. Algunos decían: “Si están cansados, si no tienen ganas de caminar, súbanse a los camiones.” Les respondimos: “No, preferimos mover un poco las piernas.” Muchas personas aceptaron lo que creyeron un signo de amabilidad, sobre todo las mujeres con niños pequeños. Los camiones arrancaban cuando se llenaban. Cuando un SS me preguntó mi edad le respondí espontáneamente: “Dieciocho años.” Así, las tres evitamos ser separadas y nos quedamos juntas en la fila de mujeres. Aunque había sido operada poco tiempo antes de la vesícula biliar y tenía secuelas de esa intervención, mamá, por entonces de cuarenta y cuatro años, conservaba un aspecto joven. Era bella y poseía una gran dignidad. Milou tenía veintiuno.

      Caminamos con las otras mujeres, las de la “buena fila”, hasta una construcción alejada, de hormigón, donde había una sola ventana, y donde nos esperaban las “kapos” (14), unas bestias, aunque se trataba de deportadas como nosotras y no de SS. Gritaban las órdenes con tanta agresividad, que inmediatamente nos preguntamos: “¿Qué es lo que ocurre aquí?” Nos apuraban sin ninguna consideración: “Entreguen todo lo que tienen porque de todas maneras no van a poder conservar nada.” Dimos todo: joyas, relojes, alianzas. Con nosotras se encontraba una amiga de Niza, detenida el mismo día que yo. Ella había guardado un frasco de perfume Lanvin. Me dijo: “Nos lo van a sacar. Yo, mi perfume, no lo quiero dar”. Entonces, tres o cuatro chicas nos rociamos de perfume; nuestro último gesto de adolescentes coquetas.

      Después de esto: nada, durante horas, ni una sola palabra, ni un solo movimiento hasta el final de la noche, todas amontonadas en el edificio. Las que habían sido separadas de los suyos empezaban a preocuparse y se preguntaban dónde estarían sus padres o sus hijos. No entendíamos; no podíamos entender. Lo que estaba ocurriendo a unas decenas de metros de nosotras era tan irreal que nuestra mente no era capaz de admitirlo. Afuera, la chimenea de los crematorios humeaba sin cesar. Un olor espantoso se propagaba por todos lados.

      Esa noche no dormimos. Nos quedamos sentadas en el suelo, en una espera cada vez más angustiosa frente a lo que podía llegar a ocurrirnos. Algunas trataban de dormir en el suelo, como fuese, aunque de todas maneras no podían. Pasaron así unas tres o cuatro horas. Cada tanto, una kapo se paraba en alguna esquina de la habitación y se ponía a gritar o amenazaba a alguna de nosotras con su látigo: hablábamos demasiado fuerte, nos movíamos demasiado, o yo qué sé que otras cosas. Se habían formado pequeños grupos, las chicas más jóvenes de un lado, las más grandes del otro, y todas hablaban en voz baja construyendo hipótesis sobre un destino del que ignorábamos todo. Luego las kapos nos hicieron levantar y poner en fila, por orden alfabético, y pasamos una después de la otra delante de deportados que nos tatuaron. Inmediatamente pensé que lo que nos estaba ocurriendo era irreversible: “No saldremos nunca de aquí. No hay ninguna esperanza. Ya no somos seres humanos, somos solamente ganado. Un tatuaje no se borra”. Era verdaderamente siniestro. A partir de ese momento, cada una de nosotras se volvió un simple número, escrito en su carne; un número que hubo que aprender de memoria, ya que habíamos perdido cualquier tipo de identidad. En los registros del campo, cada mujer figuraba al lado de su número, ¡con el nombre Sarah!

      Luego pasamos al sauna. Los alemanes estaban obsesionados con los microbios. Todo lo que viniese del exterior era sospechoso para ellos; la locura de la pureza los perseguía. Poco les importaba que, más tarde, aquellas de nosotras que no morían trabajando sobreviviesen entre gusanos y en condiciones de higiene espantosas. Al llegar había que desinfectarse sí o sí. Entonces nos tuvimos que desvestir antes de pasar debajo de duchas alternativamente frías y calientes, y luego, todavía desnudas, nos pusieron en una gran habitación con gradas, en lo que era en realidad casi una especie de sauna. La sesión parecía no tener fin. Las madres que se encontraban ahí tenían que soportar por primera vez la mirada de sus hijas frente a su desnudez. Era muy vergonzante. Y el voyeurismo de las kapos, insoportable. Se acercaban a nosotras y nos palpaban como si fuésemos carne en exposición. Nos escudriñaban como a esclavas. Yo sentía sus miradas sobre mí. Era joven, morena, tenía buena salud: en pocas palabras, era carne fresca. Una chica de dieciséis años y


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