Una vida. Simone Veil
de exploradoras. Era un poco mayor que yo y tuvo un destino trágico: murió poco después, lejos de sus padres, que se habían ido a Gran Bretaña. A esa altura, nuestros tabúes familiares sobre temas de política ya no tenían vigencia: el ascenso del hitlerismo los había abolido. La llegada de los refugiados, y los testimonios que traían, alimentaban todas las conversaciones. Algunos, que habían huido de la Alemania nacional-socialista, contaban que los opositores políticos eran internados en un campo de concentración en Dachau, en las afueras de Munich. Contaban también sobre los escaparates de los negocios marcadas con la estrella de David. Todavía no se hablaba de las deportaciones de judíos, pero todo el mundo se daba cuenta de que la situación en Alemania estaba siguiendo un curso escalofriante.
Eso era, en todo caso, lo que yo sentía. Tengo un recuerdo preciso de mi espanto cuando vi en los noticieros cinematográficos un especial dedicado no a Alemania sino a la guerra de España y la situación en China. Le tenía un miedo terrible a la guerra, una especie de intuición, precoz y exacerbada. ¿Acaso una visión premonitoria de los peligros que se avecinaban? Es lo que pensaba mi hermana Milou, quien luego me lo recordaría muchas veces: “Tú eras la más inquieta y al mismo tiempo la más lúcida frente a la situación. Eras la única que presentía lo que iba a ocurrir.”
En la primavera de 1938, con la Anschluss (7), la tensión aumentó aun más. En otoño, los acuerdos de Munich no disiparon el malestar. En casa, todos estaban en contra. Mamá, por supuesto, porque veía que el pacifismo ocultaba peligros, pero también papá, que quería que nos vengáramos cuanto antes de estos boches, nuestros enemigos naturales. Mi tío y mi tía médicos estaban estupefactos y escandalizados. Ellos, que habían apoyado a los republicanos españoles, a tal punto que mi tío había llegado a considerar alistarse en las brigadas internacionales, no admitían la no intervención de Francia.
En el verano de 1939, el comienzo de la guerra fue vivido por algunos como un alivio y en los primeros meses hasta se hacían comentarios graciosos sobre la drôle de guerre (“la guerra de mentira”). Yo no compartía el alivio. Me veo diciéndole a mi hermana: “Estamos convencidos de que vamos a ganar, pero los alemanes también están seguros de que van a ganar.” No lo decía por pesimista, sino por un rasgo de mi carácter que todavía conservo: la manía de pensar que las cosas no ocurren necesariamente como uno desearía.
Sin embargo, todavía estábamos lejos de imaginar lo que nos esperaba. Primero, tras varios meses interminables, la espera de los combates. Luego, la derrota, el armisticio, el régimen del mariscal Pétain. Finalmente, las leyes raciales y el desencadenamiento de la violencia contra los judíos.
En pocas palabras, lo que ignorábamos, en el seno de esta familia en la que acabábamos de festejar mis once y luego mis doce años, era que el paraíso de la infancia estaba a punto de desaparecer.
1. Nota del Editor: Político francés, Premio Nobel de la Paz y precursor de la unidad europea.
2. NdelE: El mariscal Henri-Philippe Pétain fue jefe de gobierno de Francia entre 1940 y 1944.
3. NdelE: “La Cruz de Fuego”, liga francesa de ultraderecha.
4. NdelE: Movimiento de francotiradores y partisanos (FTP) creado a fines de 1941 por el Partido Comunista francés.
5. NdelE: Se refiere a los cancilleres de Francia y Alemania, Aristide Briand y Gustav Stresemann; entre los años 1926 y 1929 se hablaba de “la era Briand-Stresemann”, para definir la política de acercamiento y pacificación entre las naciones europeas.
6. NdelE: Posteriormente se convertiría en uno de los más importantes entre los sociólogos y filósofos franceses.
7. NdelE: En alemán “anexión”, se refiere a la anexión de Austria al III Reich en 1938.
II. La trampa
¿Acaso se trataba de un signo premonitorio? El anuncio de la declaración de la guerra, el 1º de septiembre de 1939, estará para siempre ligado en mi memoria a unas vacaciones que se interrumpieron por una enfermedad descubierta tardíamente.
Tenía apenas doce años y, como todos los veranos al terminar las clases, mis hermanas y yo nos fuimos con las exploradoras. Acampábamos en el monte Aigoual. Una tarde en la que me quejaba de un dolor de garganta, una amiga me dijo: “Lo que pasa es que no quieres ir a buscar leña para el fuego.” No le respondí, pero rápidamente el malestar alcanzó a otras chicas, y diez días después, el médico diagnosticó una epidemia de escarlatina. Todas debíamos volver a casa para frenar el contagio. Mis hermanas y yo nos fuimos a lo de nuestros tíos y primos, en la afueras de París, para continuar con nuestras vacaciones. Uno de esos días le mostré mis manos a mi tío; se me estaban pelando de una manera bastante impresionante, uno de los síntomas de esa enfermedad. Mirando el calendario, él dedujo que seguramente era yo la que había contagiado la escarlatina a todo el mundo y que la enfermedad ya estaba llegando a su término. Realmente no hay justicia: mis hermanas estuvieron mucho más enfermas que yo. El 1º de septiembre las tres volvimos a Niza, con nuestro hermano. Cuando llegamos nos enteramos de la declaración de guerra, un triste broche para unas vacaciones frustradas. El verano de 1939 terminaba mal.
Pese a esa noticia estruendosa, la de la guerra, Niza permanecía igual a sí misma. Cada uno continuaba con sus ocupaciones, exceptuando por supuesto a los hombres que podían ser movilizados y los que habían ido al frente. Los tranvías circulaban y nosotras retomamos las clases normalmente. En nuestro liceo de señoritas, el cuerpo de profesores, esencialmente femenino, estaba completo. Los jueves y los domingos, el escultismo movilizaba a todos los niños Jacob. En resumen, esta guerra que no engendraba combates, salvo algunas escaramuzas de las que nos llegaban ecos tenues, nos parecía abstracta y lejana. La vida familiar tampoco había sido muy perturbada. Papá, que ya no estaba en edad de ser movilizado, seguía teniendo poco trabajo. Cada tanto visitaba las obras de la Ciotat, pero los negocios iban mal y, teniendo en cuenta la situación, las perspectivas no eran muy alentadoras. Mamá daba clases en un colegio primario y además, siempre con su bondad natural, se ocupaba de una sus amigas, que tenía cáncer.
Prevista o no por los expertos, la ofensiva alemana se desató como un trueno el 10 de mayo de 1940, poniendo fin al ronroneo ilusorio que venía meciéndonos desde hacía un mes. Los acontecimientos se precipitaron. Exactamente un mes después del comienzo de la Blitzkrieg (8), mi padre me llevó a visitar a una vieja tía que vivía en Cannes. En una parada en la estación de Antibes, escuchamos a un vendedor de diarios pregonando: “¡Los italianos nos apuñalan por la espalda!” Era el anuncio de que Mussolini le declaraba a su vez la guerra a Francia. La reacción inmediata de papá demostró claramente cuánto lo afectaba la noticia. Apenas volvimos a casa, nos explicó que los italianos iban a anexar el departamento de los Alpes Marítimos y afirmó con gran convicción: “Niza corre el riesgo de ser separada del resto de Francia. Y en ese caso, nosotros no podríamos volver a Francia.” Sus dichos me parecían pesimistas pero, ¿quién podía estar seguro? La reivindicación de Niza por parte de los italianos era conocida por todos. Inmediatamente papá quiso ponernos a salvo y nos envió a los cuatro con nuestros tíos quienes, luego del anuncio de la entrada de los alemanes en Francia, se habían refugiado cerca de Toulouse. Nos subió a un tren y llegamos allí sin dificultad. Todo el mundo estaba pegado a la radio, buscando la más mínima información. Fue así que el 18 de junio, escuchamos el llamamiento de un tal general De Gaulle... Mi tío y mi tía trataron inmediatamente de partir hacia Londres. No había manera de que nos llevasen y entonces volvimos a casa tan rápido como nos habíamos ido. Recuerdo a mamá esperándonos en el andén en Marsella. Nuestro reencuentro fue muy emotivo: estábamos juntos nuevamente.
En ese momento la gente se volvió loca