Una vida. Simone Veil

Una vida - Simone Veil


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de ellos venían de la campiña. Traían provisiones, entre las cuales había patés, salchichones, miel y pan negro. Llegaban además con valijas cargadas de ropa. Una tristeza insoportable me oprimía al ver tirada en el suelo la ropa de las personas que acababan de ser gaseadas. Todas estas cosas eran juntadas y enviadas al “Canadá”, sobrenombre del comando donde se clasificaba lo que había dentro de los equipajes. Ahí los deportados separaban la ropa antes de enviarla a Alemania. Cuantas más cosas llegaban al campo, más frecuentes eran los robos. Me acuerdo de haber pasado una vez frente al bloque donde vivían las chicas del Canadá. Habían conseguido arreglar su unidad y, pese a que todavía no dormían en camas de verdad, su confort no tenía nada que ver con el nuestro. Llevaban puesta una lencería magnífica.

      Por contraste con la miseria absoluta que reinaba en el resto, el Canadá se había vuelto una suerte de enclave mágico en el corazón del campo. Primero, porque daba una imagen de riqueza y abundancia, luego, porque alimentaba todo tipo de tráfico. De todos modos, para poder acceder a ese comercio había que tener un valor para intercambiar, algo que podía hacer una ínfima minoría a la que, por no tener nada, no pertenecíamos. Dentro de ese tráfico heteróclito se encontraban objetos valiosos, que circulaban de manera clandestina o que habían sido escondidos con la esperanza de ser recuperados más tarde. Las joyas que no estaban escondidas eran canjeadas: una alianza de oro por un pan, lo que da una idea de la jerarquía de valores dentro del campo. Si uno quería una cuchara para comer, había que “organizarla” según el término consagrado: se privaba de pan durante dos días para poder pagar la cuchara. Fuera del Canadá, el intercambio también funcionaba, pero a niveles más modestos. Por ejemplo, si alguien necesitaba un par de zapatos, se privaba de pan para poder comprárselo a algún otro. En todos lados los robos eran moneda corriente. Aunque uno durmiese con los zapatos puestos, podían llegar a robárselos durante la noche.

      Ya llevaba dos meses en el campo cuando me crucé con una arquitecta polaca que había sobrevivido al gueto de Varsovia. Había estado entre los que se escaparon por las cloacas antes de ser capturados nuevamente, luego enviados al gueto de Lodz y finalmente deportados a Auschwitz. Esta mujer, que había formado parte de la burguesía de Varsovia, hablaba francés y congeniamos rápidamente. Viéndome vestida con harapos –al llegar al campo sólo teníamos derecho a vestir andrajos, porque los SS no dudaban en rasgar nuestras ropas para humillarnos todavía más– insistió en regalarme dos vestidos bastante lindos, de mi talle, que seguramente había “organizado” en el Canadá. Ahora yo llevaba un vestido verdadero, lo que para mí era una felicidad inigualable. Le regalé el otro a una amiga a la que sigo viendo, y que todavía no deja de recordarlo: “¡Cuando pienso que me regalaste un vestido en el campo...!”

      Una vez concluida la prolongación de la rampa, los SS nos forzaron a realizar tareas inútiles cuyo resultado, si no su objetivo, era sólo debilitarnos más: transportar rieles, cavar hoyos, cargar piedras. Sabíamos que pronto se nos asignaría un comando. ¿Cuál? Los deportados podían ser enviados tanto al Canadá a clasificar ropa, como ser sometidos a trabajos agotadores: transportar y rellenar con tierra, cargar rieles, cavar fosas. Nadie tenía la menor idea de lo que le esperaba. Las asignaciones dependían en su totalidad de la buena voluntad y del humor de las kapos y los SS.

      Entretanto, nos habíamos enterado –creo que fue el 7 de junio– de que los aliados acababan de desembarcar. El rumor corría por todo el campo. Ese día, levanté del piso un pedazo de diario que reproducía el mapa de la costa normanda y que mostraba en detalle los lugares donde habían desembarcado. Sigo convencida de que la mujer SS que nos vigilaba lo había dejado tirado a propósito. Una mañana, cuando íbamos a trabajar, la jefa del campo, Stenia, una ex prostituta terriblemente dura con las otras deportadas, me sacó de la fila: “Eres demasiado linda como para morir aquí. Voy a hacer algo por ti, te voy a enviar a otro lado.” Le respondí: “Sí, pero tengo una madre y una hermana. No puedo irme a otro lado si no vienen conmigo.” Y para mi sorpresa, ella estuvo de acuerdo: “Está bien, se irán contigo.” Todas las personas a las que les conté este episodio se quedaron atónitas. Sin embargo, fue realmente así como ocurrió. Un hecho increíble, ya que esta mujer, con la que luego no me crucé más que dos o tres veces en el campo, no me pidió nunca nada a cambio. Fue como si mi juventud y mis ganas de vivir me hubiesen protegido. Algo en mí, que todavía parecía pertenecer al otro mundo, me había rescatado gracias a esta polaca brutal, que se había vuelto, no sé muy bien por qué, un hada buena para mi madre, para mi hermana y para mí.

      En efecto, cumplió con su promesa. Unos días más tarde, las tres fuimos transferidas a un comando menos terrible que los otros, en Brobek, donde trabajábamos para Siemens. Antes de partir tuvimos que pasar por un examen médico. Si no hubiese sido por la insistencia de Stenia, el doctor Mengele, que ya todos habían identificado en el campo como un criminal, habría separado a mamá, que empezaba a tener una salud cada vez más frágil. Nos quedamos en Brobek, a cuatro o cinco kilómetros de Birkenau, desde julio de 1944 hasta enero de 1945. Con nosotras vinieron tres mujeres comunistas deportadas como judías: una era polaca y las otras dos, francesas. Las tres habían sido asignadas a la unidad de experimentos médicos, donde sólo habían tenido que soportar experimentos médicos aunque sin secuelas para su salud. Gracias a la protección de unas médicas comunistas pudieron luego ser transferidas a Brobek, ya que éstas les dijeron: “Ahora nos piden que hagamos con ustedes experimentos de los que no podemos prever las consecuencias. Vamos a hacer todo lo que podamos para que se vayan porque no sabemos qué es lo que va a pasar”. Así fue que las tres vinieron con nosotras.

      Llegamos a Brobek dos o tres días antes de mi cumpleaños. Recuerdo que el SS del campo me dio lo que llamaban eine zulage, un premio, es decir un pedazo de pan. Fue unos días antes del atentado contra Hitler. Nos enteramos de lo que había ocurrido a través de los que trabajaban en las oficinas y, durante uno o dos días, esperamos que estuviese muerto.

      En el comando había unos doscientos cincuenta deportados, entre ellos treinta y siete mujeres. Estábamos repartidos en diferentes tareas relacionadas con las actividades de Siemens, que fabricaba piezas de avión. Yo no vi ni una sola, ya que a mi hermana y a mí nos asignaron a los eternos trabajos de relleno de terreno y transporte de tierra. Era el mismo tipo de actividad inútil que habíamos hecho en Birkenau, pero la vigilancia era menos estricta. Teníamos que despedregar un terreno pegado a un campo de remolachas. ¿Con qué objetivo? Era un misterio. Luego me asignaron trabajos de construcción, porque había que hacer un muro cuya utilidad siempre ignoré. Más adelante, en varias ocasiones en las tuve que poner las primeras piedras de una casa, recordé ese aprendizaje del uso de la espátula.

      Durante todo este tiempo, mamá, Milou y yo habíamos logrado no ser separadas. Aunque mamá había empezado a estar cada vez más débil, nunca dejó de trabajar. Hacíamos todo para protegerla. No comíamos más que en Auschwitz pero, como el trabajo no era tan agotador, nos alcanzaba para mantenernos con vida. A veces la comida era un poco menos repugnante, seguramente porque Siemens necesitaba trabajadores con un mínimo de rendimiento. Algunos días nos servían una sopa mejorada con verduras secas o papas, mientras que la sopa de Auschwitz no tenía más que ortigas, y nunca carne. El cocinero en Brobek era un judío alemán que ayudaba a los franceses a sobrevivir gracias a sopas un poco más consistentes, sin duda descontadas del menú de los SS. Había sido detenido en Francia. Su historia, que contaba con ganas, tenía aires de epopeya. Se había ido de Alemania antes de la guerra para vivir en Palestina, en compañía de su esposa, una luxemburguesa, pero la pareja no había funcionado. Entonces, en 1939 había vuelto a Alemania antes de huir nuevamente a Francia, donde había sido detenido. El destino del que había querido escapar a toda costa finalmente lo alcanzó. En Brobek se había puesto como misión ayudar a los más jóvenes, dando muestras, como muchos otros, de la profunda solidaridad que podía existir entre los deportados. En el campo de Buchenwald, por ejemplo, había un grupo de niños, mientras que en los otros campos eran en general gaseados apenas llegaban: fueron casi siempre los comunistas los que los salvaron, gracias a la posición de privilegio que tenían en la administración.

      En Brobek reinaba la tranquilidad porque, ante el más mínimo error, uno corría el riesgo de ser reenviado a Birkenau. Más allá de esta amenaza permanente, el régimen de vida y de trabajo eran tan diferente del de Birkenau que Brobek había sido apodado el “sanatorio”.


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