Los culpables. Juan Villoro

Los culpables - Juan Villoro


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a lo mejor podría pintárselo de blanco. Empezamos a salir. Traté de convencerla de que se decolorara pero no quiso. Además, las mujeres de pelo blanco son inimitables.

      La verdad, he encontrado pocas mujeres jóvenes de pelo blanco. Vi una en París, en el salón VIP del aeropuerto, pero me paralicé como un imbécil. Luego estuvo Rosa, que tenía 28, un hermoso pelo blanco y un ombligo con una incrustación de diamante que sólo conocí por los trajes de baño que anunciaba. Me enamoré de ella en tal forma que no me importó que dijera “jaletina” en vez de gelatina. No me hizo caso. Detestaba la música ranchera y quería un novio rubio.

      Entonces conocí a Brenda. Nació en Guadalajara pero vive en España. Se fue allá huyendo de los mariachis y ahora regresaba con una venganza: Chus Ferrer, cineasta genial del que yo no sabía nada, estaba enamorado de mí y me quería en su próxima película, costara lo que costara. Brenda vino a conseguirme.

      Se hizo gran amiga de Catalina y descubrieron que odiaban a los mismos directores que les habían estropeado la vida (a Brenda como productora y a Cata como eterna aspirante a actriz de carácter).

      “Para su edad, Brenda tiene bonita figura, ¿no crees?”, opinó Cata. “Me voy a fijar”, contesté.

      Ya me había fijado. Catalina pensaba que Brenda estaba vieja. “Bonita figura” es su manera de elogiar a una monja por ser delgada.

      Sólo me gustan las películas de naves espaciales y las de niños que pierden a sus padres. No quería conocer a un genio gay enamorado de un mariachi que por desgracia era yo. Leí el guión para que Catalina dejara de joder. En realidad sólo me entregaron trozos, las escenas en las que yo salía. “Woody Allen hace lo mismo”, me explicó ella: “Los actores se enteran de lo que trata la película cuando la ven en el cine. Es como la vida: sólo ves tus escenas y se te escapa el plan de conjunto”. Esta última idea me pareció tan correcta que pensé que Brenda se la había dicho.

      Supongo que Catalina aspiraba a que le dieran un papel. “¿Qué tal tus escenas?”, me decía a cada rato. Las leí en el peor de los momentos. Se canceló mi vuelo a Salvador porque había huracán y tuve que ir en jet privado. Entre las turbulencias de Centroamérica el papel me pareció facilísimo. Mi personaje contestaba a todo “¡qué fuerte!” y se dejaba adorar por una banda de motociclistas catalanes.

      “¿Qué te pareció la escena del beso?”, me preguntó Catalina. Yo no la recordaba. Ella me explicó que iba a darle “un beso de tornillo” a un “motero muy guarro”. La idea le parecía fantástica: “Vas a ser el primer mariachi sin complejos, un símbolo de los nuevos mexicanos”. “¿Los nuevos mexicanos besan motociclistas?”, pregunté. Cata tenía los ojos encendidos: “¿No estás harto de ser tan típico? La película de Chus te va a catapultar a otro público. Si sigues como estás, al rato sólo vas a ser interesante en Centroamérica”.

      No contesté porque en ese momento empezaba una carrera de Fórmula 1 y yo quería ver a Schumacher. La vida de Schumacher no es como los guiones de Woody Allen: él sabe dónde está la meta. Cuando me conmovió que Schumacher donara tanto dinero para las víctimas del tsunami, Cata dijo: “¿Sabes por qué da tanta lana? De seguro le avergüenza haber hecho turismo sexual allá”. Hay momentos así: Un hombre puede acelerar a 350 kilómetros por hora, puede ganar y ganar y ganar, puede donar una fortuna y sin embargo puede ser tratado de ese modo, en mi propia cama. Vi el fuete de montar con el que salgo al escenario (sirve para espantar las flores que me avientan). Cometí el error de levantarlo y decir: “¡Te prohíbo que digas eso de mi ídolo!”. En un mismo instante, Cata vio mi potencial gay y sadomasoquista: “¿Ahora resulta que tienes un ídolo?”, sonrió, como anhelando el primer fuetazo. “Me carga la chingada”, dije, y bajé a la cocina a hacerme un sándwich.

      Esa noche soñé que manejaba un Ferrari y atropellaba sombreros de charro hasta dejarlos lisitos, lisitos.

      Mi vida naufragaba. El peor de mis discos, con las composiciones rancheras del sinaloense Alejandro Ramón, acababa de convertirse en disco de platino y se habían agotado las entradas para mis conciertos en Bellas Artes con la Sinfónica Nacional. Mi cara ocupaba cuatro metros cuadrados de un cartel en la Alameda. Todo eso me tenía sin cuidado. Soy un astro, perdón por repetirlo, de eso no me quejo, pero nunca he tomado una decisión. Mi padre se encargó de matar a mi madre, llorar mucho y convertirme en mariachi. Todo lo demás fue automático. Las mujeres me buscan a través de mi agente. Viajo en jet privado cuando no puede despegar el avión comercial. Turbulencias. De eso dependo. ¿Qué me gustaría? Estar en la estratosfera, viendo la Tierra como una burbuja azul en la que no hay sombreros.

      En eso estaba cuando Brenda llamó de Barcelona. Pensé en su pelo mientras ella decía: “Chus está que fli pa por ti. Suspendió la compra de su casa en Lanzarote para esperar tu respuesta. Quiere que te dejes las uñas largas como vampiresa. Un detalle de mariquita un poco cutre. ¿Te molesta ser un mariachi vampiresa? Te verías chuli. También a mí me pones mucho. Supongo que Cata ya te dijo”. Me excitó enormidades que alguien de Guadalajara pudiera hablar de ese modo. Me masturbé al colgar, sin tener que abrir la revista Lord que tengo en el baño. Luego, mientras veía caricaturas, pensé en la última parte de la conversación: “Supongo que Cata ya te dijo”. ¿Qué debía decirme? ¿Por qué no lo había hecho?

      Minutos después, Cata llegó a repetir lo mucho que me convendría ser un mariachi sin prejuicios (contradicción absoluta: ser mariachi es ser un prejuicio nacional). Yo no quería hablar de eso. Le pregunté de qué hablaba con Brenda. “De todo. Es increíble lo joven que es para su edad. Nadie pensaría que tiene 43”. “¿Qué dice de mí?”. “No creo que te guste saberlo”. “No me importa”. “Ha tratado de desanimar a Chus de que te contrate. Le pareces demasiado ingenuo para un papel sofisticado. Dice que Chus tiene un subidón contigo y ella le pide que no piense con su pene”. “¿Eso le pide?”. “¡Así hablan los españoles!”. “¡Brenda es de Guadalajara!”. “Lleva siglos allá, se define como prófuga de los mariachis, tal vez por eso no le gustas”.

      Hice una pausa y dije lo que acababa de pasar: “Brenda habló hace rato. Dijo que le encanto”. Cata respondió como un ángel de piedra: “Te digo que es de lo más profesional: hace cualquier cosa por Chus”.

      Quería pelearme con ella porque me acababa de masturbar y no tenía ganas de hacer el amor. Pero no se me ocurrió cómo ofenderla mientras se abría la blusa. Cuando me bajó los pantalones, pensé en Schumacher, un killler del kilometraje. Esto no me excitó, lo juro por mi madre muerta, pero me inyectó voluntad. Follamos durante tres horas, un poco menos que una carrera Fór mula 1. (Había empezado a usar la palabra “follar”).

      Terminé mi concierto en Bellas Artes con “Se me olvidó otra vez”. Al llegar a la estrofa “en la misma ciudad y con la misma gente…”, vi al periodista que me odia en la primera fila. Cada vez que cumplo años publica un artículo en el que comprueba mi homosexualidad. Su principal argumento es que llego a otro aniversario sin estar casado. Un mariachi se debe reproducir como semental de crianza. Pensé en el motociclista al que debía darle un beso de tornillo, vi al periodista y supe que iba a ser el único que escribiría que soy puto. Los demás hablarían de lo viril que es besar a otro hombre porque lo pide el guion.

      El rodaje fue una pesadilla. Chus Ferrer me explicó que Fassbinder había obligado a su actriz principal a lamer el piso del set. Él no fue tan cabrón: se conformó con untarme basura para “amortiguar mi ego”. Me fue un poco mejor que a los iluminadores a los que les gritaba: “¡Horteras del PP!”. Cada que podía, me agarraba las nalgas.

      Tuve que esperar tanto tiempo en el set que me aficioné al Nintendo. Brenda me parecía cada vez más guapa. Una noche fuimos a cenar a una terraza. Por suerte, Catalina fumó hashish y se durmió sobre su plato. Brenda me dijo que había tenido una vida “muy revuelta”. Ahora llevaba una existencia solitaria, algo necesario para satisfacer los caprichos de producción de Chus Ferrer. “Eres el más reciente de ellos”, me vio a los ojos: “¡Qué trabajo me dio convencerte!”. “No soy actor, Brenda”, hice una pausa. “Tampoco quiero ser mariachi”, agregué. “¿Qué quieres?”, ella sonrió de un modo fascinante. Me gustó que


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