Los culpables. Juan Villoro
queda Mexicali? –pregunté.
Me explicaron cosas que no olvidé y tal vez no eran ciertas. En tiempos de Porfirio Díaz ese desierto se volvió famoso porque ahí se extravió un pelotón de soldados. Perdieron la orientación y todos murieron, achicharrados por el calor. Nadie podía vivir ahí. Hasta que llegaron los chinos. Les dieron permiso de quedarse porque pensaron que morirían. ¿Quién resiste temperaturas de 50 grados bajo el nivel del mar? Los chinos.
Mientras hablaban, los individualicé de un modo raro. Me pareció que tenían sangre china. Podía distinguirlos como se distingue a los chinos tatuados: el del dragón, el del puñal, el del corazón sangrante.
–¿Te gusta el pato laqueado? –preguntó el Trillizo C.
Luego hablaron de dinero. Dijeron una cantidad. Me costó trabajo tragar saliva.
No contesté. Los trillizos apenas llegaban a los treinta años. La obesidad los hacía verse como bebés radioactivos de una película de ciencia ficción china.
–Eso vales –el Trillizo B se rascó la barba–, Los Tucanes te necesitan.
–La cervecería nos apoya –señalaron el paquete sobre la cama.
En ese momento debí entender que pretendían lavar sus negocios con cerveza. Los narcos son tan poderosos que pueden actuar como narcos. Ninguno de ellos parece maestro de geografía.
En vez de pedir unos días para pensar la oferta hice una pregunta que me perdió:
–¿Piensan contratar argentinos?
–¡Ni madres! –dijo el Trillizo A.
Vi su sonrisa y me pareció detectar el brillo de un diamante en su colmillo.
Acababa de cumplir 33 años y estaba fracturado. No podía rechazar esa temporada en el desierto. En el partido en que me rompieron el tobillo, anoté un autogol: “La última anotación de Cristo”, escribió un chistoso de la prensa para celebrar mi martirio.
–Estás jugando con fuego –me dijo Tere. Eso me gustó. Me gustó jugar con fuego.
Ella veía las cosas de otro modo. Si alguien se interesaba en mí, sólo podía ser sospechoso:
–En Mexicali no hay tucanes –repitió la frase un día y otro día hasta que ya no hablamos de tucanes sino de argentinos.
Al país de Maradona le debo dos fracturas, dieciséis expulsiones, una temporada en la banca ante un técnico que me acusaba de “priorizar mis traumas”. Lo que no sabía es que también les iba a deber mi divorcio.
El Pelado Díaz jugó conmigo en dos equipos. Un tipo con la cabeza llena de palabras que en las entrevistas hablaba como si esa mañana hubiera desayunado con Dios.
Sí, soltaba un rollo interminable, pero no tenía nada tan largo como su verga. Son las cosas que tienes que ver en el vestidor. Nada de esto sería especial si no fuera porque también Tere lo supo. Lo del tamaño del Pelado, a eso me refiero. Cuando ella me acusaba de “jugar con fuego”, venía de estar con él. Los encontré en mi propia cama. No fue la clásica situación en que el marido regresa antes de tiempo. “Vuelvo a las seis”, le dije a Tere y a las seis la encontré montada en la gran verga del Pelado. Fue su manera de decirme que no quería ir a Mexicali.
Nos divorciamos por correo, gracias a un abogado con cinco anillos de oro que me consiguieron los trillizos.
En el camino a Mexicali pasé por la Rumorosa, una sierra donde el viento sopla tan fuerte que vuelca los camiones. Al fondo, en un precipicio, se veían restos de coches accidentados. Sentí una paz bien extraña. Un lugar para el fin de las cosas. Un lugar para terminar mi carrera.
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