Conjunto Vacío. Verónica Gerber Bicecci

Conjunto Vacío - Verónica Gerber Bicecci


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taza?

      Sí.

      ¿Al final sí fuimos a la escuela ese día o no?

      Creo que no.

      ¿Y los restos de la taza?

      HOJA DE OBSERVACIÓN III

LOCALIZACIÓN:Azotea hacia el cielo.
FECHA:1 de octubre de 2003.
CONTAMINACIÓN LUMÍNICA (1-10):7, tarde.
OBJETO:Nube.
CONSTELACIÓN:Aeroméxico.
TAMAÑO:Boeing 747.
HORA LOCAL:18:30.
DIRECCIÓN:Desconocida.
EQUIPO:Telescopio.
FILTRO:No.

      OBSERVACIÓN:

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      NOTAS:

      En algún momento me obsesionaron los aviones. Me parecían el símbolo perfecto de mi historia familiar. Los aviones nos habían separado y, algunas veces, volvían a juntarnos. También son lo más parecido que existe a una máquina del tiempo. Cuando aterrizo en Argentina, donde vive mi Abuela(AB), siempre me parece que estoy en otra época o en una vida anterior, que apenas recuerdo.

      Un par de suspicacistas profesionales, según mi Hermano(H) en eso nos habíamos convertido. Nos costaba mucho trabajo creer que los sucesos no tuvieran siempre un lado oscuro, un espacio sombreado que no alcanzábamos a ver y que, aún estando vacío, siempre significaba algo más. La gente suele decir que las cosas no son sólo o blanco o negro; Yo(Y) no estoy segura. El blanco y el negro no son más que problemas de luz, de totalidad y de ausencia de la luz. El negro es oquedad y el blanco plenitud, o al menos eso aprendí en la escuela de arte. No importa, el caso es que las cosas que no podemos ver no se ocultan en las mezclas grisáceas ni en el blanco ni en el negro sino en la delgada línea que separa esas dos totalidades. Un lugar que ni siquiera podemos imaginar, un horizonte de no retorno. Es en los límites donde todo se torna invisible. Hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras. Hay cosas que solamente suceden entre el blanco y el negro y muy pocos pueden verlas. Algo así pasó con Mamá(M): una ilusión óptica, un misterio inexplicable de la materia. Y también con el Tordo(T) aunque, en este caso, reconstruir la secuencia fue relativamente fácil.

      Lo último que me dijo fue:

      Algo se rompió, no sé exactamente qué, pero ya no podemos seguir juntos.

      ¿Él no sabía qué se había roto?

      Pero Yo(Y) necesitaba descubrirlo.

      Así que repasé la secuencia de sucesos una y otra vez, corté minutos de aquí y de allá, y terminé por darme cuenta de lo obvio: siempre estamos haciendo un dibujo que no alcanzamos a ver por completo. Solamente tenemos un lado, una arista de nuestra propia historia, y el resto permanece oculto. No vale la pena contar los detalles del rompimiento, pero el proceso fue más o menos este:

      Érase una vez una intersección YT

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      De pronto, en la intersección YT aparece un vacío

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      En realidad, el vacío es síntoma de una intersección TE que Y no puede ver

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      Entonces T se aleja con E y Y se queda con el hueco:

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      Yo soy Y, Tordo es T y Ella es E.

      Conclusión: Yo(Y) era la única que se había roto, y no sé si todavía cargo con el hueco o si me falta un pedazo:

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      No me gusta definir la personalidad de alguien a través de sus retratos. Muchos lo hacen y es injusto: a nadie le gusta quién es en las fotografías. Pero como no lo conocía, y estaba involucrada con las cosas de su madre, no pude evitarlo. Me pareció que a Alonso(A) lo opacaba el atuendo y la actitud de estrella de cine de Marisa(MX), era como si no le quedara otra que bajar la cabeza o taparse la cara con el pelo.

      Me esperaba una larga y solitaria temporada en el viejo búnker. Mi Hermano(H) se mudó con su novia la misma semana que Yo(Y) volví. Le ayudé a llevar algunas cajas con libros y discos, dos maletas de ropa y su almohada. Hicimos un par de viajes caminando, el departamento nuevo quedaba a unas pocas cuadras. En el búnker había muebles repletos de objetos inútiles –y escarcha de polvo como si la fumarola del Popocatépetl hubiera echado ahí toda su ceniza–, pero no quiso llevarse ninguno. Habían pasado siete años y todavía intentábamos mantener el hechizo. Aunque ya no teníamos muy claro en qué consistía exactamente. La primera noche sola volví a escucharla hablando en la sala. La luz de la computadora ya no iluminaba el camino así que me guié con las paredes. Nadie. Regresé a la cama.

      Tenía que ponerme a hacer algo, lo que fuera.

      Era eso o volverme loca.

      Después de un exhaustivo peritaje decidí que, de todos los problemas que tenía el departamento de Mamá(M), la humedad trasminando la pared principal de la sala era el más preocupante porque significaba que un flanco del búnker se estaba ablandando. El muro estaba inflado, la pintura hacía burbujas que se podían aplastar con los dedos. El exterior estaba obligando al interior a ceder. No quería que el búnker me succionara sin retorno, pero tampoco podía dejar que, después de tanto tiempo, el sistema colapsara. Me levanté al día siguiente con el firme propósito de solucionar el problema, busqué el teléfono de una maderería en la Sección Amarilla y pedí tres tablas de triplay –122 × 244 centímetros y media pulgada de espesor cada una– para tapar y reforzar la pared. Las tablas llegaron muy pronto y las volaron por el balcón porque no cabían por la puerta. Hice un espacio en el piso de la sala, entre los muebles, para trabajar. Pasé varios días lijando, resanando y volviendo a lijar imperfecciones hasta que quedaron completamente lisas. Sobre la capa de polvo de los muebles se fue juntando también aserrín. Al terminar me quedé frente a ellas como frente a un lienzo en blanco, aunque la superficie no estaba del todo vacía. Las vetas de la madera hacían un dibujo. Algunas eran más gruesas que mi dedo meñique, otras mucho más angostas. Recorrí con el índice una de su exacto espesor. No había mucho que pensar, solamente tenía que rellenar una forma dada sin salirme del contorno; era un pasatiempo de señora jubilada, pero implicaba un grado de concentración casi zen que podía ayudarme a matar el tiempo. Tenía un poco de pintura blanca y negra, dos “no colores”, y sus mezclas posibles.

      Mamá(M) le decía Lito a papá, de cariño. Alguna vez la escuché decir que ese era su nombre de revolucionario. Luego papá dijo que él no fue revolucionario y que no tenía nombre secreto, que solamente repartía volantes en las fábricas. En mi familia todos se desmienten unos a otros y al final sólo quedan hoyos. Peor: nadie quiere hablar de los hoyos. En la primaria entendí que en México vive mi “familia nuclear”, y la idea me convenció porque imaginaba una explosión que nos esparció a todos por el mundo. Esa bomba, en nuestro caso, se llama dictadura. Y el estallido, exilio. Mamá(M) también confesó que papá estaba en la lista negra y después, indignada, dijo que todo mundo estaba en la lista negra. Ahí quedó. Lo que oíamos llegaba así, de forma desordenada, montones de anécdotas sueltas que en mi cabeza no eran más que puro caos.

      18 de octubre

      Solona:

      Toyes doneanpla nu jevia a Natigenar a nif ed oña.

      Em ríatagus eup gasven. ¿Éuq cesdi?


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