Conjunto Vacío. Verónica Gerber Bicecci
visual, pero le hubiera gustado ser escritor. Todos los días me inventaba un nombre nuevo, como si estuviera probando personajes en mí. A veces también me buscaba algún parecido con las actrices de las películas que veíamos juntos; siempre encontraba algo, algún detalle. Yo(Y), en cambio, quería ser artista visual pero casi todo lo pensaba en palabras. Mis compañeros en la escuela de arte decían que eso era muy raro.
El día que llevé al Tordo(T) al aeropuerto me presumió el tatuaje que acababa de hacerse en un estudio muy famoso de un tal “doctor” algo, Yo(Y) no conocía el lugar ni había oído hablar de ese tatuador, pero no dije nada. Levantó la gasa con cierta arrogancia, su hombro todavía estaba hinchado y tenía rastros de sangre seca. Era una vista cenital desde la que se le veía a él a medio camino sobre una cuerda. ¡Se había tatuado a sí mismo! Esa debió ser mi señal para emprender la huida. No lo hice. Me pareció genial el gesto tautológico (concepto que había aprendido hacía poco, en la universidad). Después, por supuesto, cambié de opinión. En todo caso, me incumbía la metáfora de que él caminaba sobre una cuerda floja al mismo tiempo que empezaba a salir conmigo, pero la más perturbadora era la otra: que hubiera dos Tordos(T) en el mismo cuerpo. El tatuaje pudo ser un augurio y no supe verlo: él terminó, efectivamente, desdoblándose en dos. Tal vez me atrajo la idea de esperarlo en un extremo de la cuerda y que decidiera caminar hacia mí, no sé... Es obvio que no estaba viendo las cosas con claridad porque al final se fue para el otro lado.
Dos Universos(U).
O, más bien, dos países:
Argentina(P1)
México(P2)
Y Mamá(M).
Tal vez si aprendiéramos a estar en dos lugares al mismo tiempo.
Mamá(M) encontró la forma de quedarse justo en medio, en un lugar donde nadie puede encontrarla.
Para olvidar a alguien hay que volverse extremadamente metódico. El desamor es una especie de enfermedad que solamente puede combatirse con rutina. Yo(Y) no lo sabía, lo descubrió mi instinto de supervivencia. Por eso empecé a buscarme actividades y a ponerles un horario. Me recostaba boca abajo sobre el gran tablón de madera toda la mañana y seguía el dibujo de una veta con un pincel lleno de pintura negra o blanca o gris. Dos o tres vetas por día, no más. Si intentaba pintar una cuarta me temblaba la mano y me salía de la raya. A veces tenía que usar un pincel de tres pelos, a veces una pequeña brochita. Era, sobre todo, un ejercicio de paciencia.
Mientras pintaba recordé a mi maestro de escultura del primer año de la carrera. Era japonés. Sus veinticinco años viviendo en México habían pasado en balde porque hablaba español como si acabara de llegar; es decir, casi no lo hablaba. Su mayor preocupación escultórica era que entendiéramos el ciclo de la vida. La primera clase nos llevó en metro a comprar cuatro gallinas a la Merced. En un bautizo pagano decidimos llamarlas Klein, Fontana, Manzoni y Beuys. Vivieron en una enorme jaula dentro del taller todo el semestre. Las sacábamos a pasear por los patios de La Esmeralda dos veces por semana, había turnos para darles de comer anotados en el pizarrón y algunos, no entiendo muy bien cómo, lograron encariñarse con ellas. Al final del semestre Mifusama Suhomi llegó con una olla gigante y mucho carbón diciendo que teníamos que matarlas. Se hizo un enorme silencio. Él mismo les torció el cuello y las desplumamos entre todos. Cocinó una sopa de la que todos teníamos que comer para completar el ciclo. Vida-muelte-vida, dijo. Nunca volví a comer algo igual. No sé si era un buen artista, pero tenía madera de chef. Y aunque su español era endeble, utilizaba las palabras exactas, tal como lo haría un sensei. Dos fueron más que suficientes para entender algo tan esencial y complejo como que las cosas empiezan, luego terminan, y luego vuelven a empezar.
Su clase era de lo más extraña: nos mostró qué es y cómo se hace el yeso, en lugar de enseñarnos a usarlo para hacer moldes y vaciados. De dónde viene el mármol, en lugar de darnos un martillo y un cincel. Con la madera sucedió lo mismo: Pala hacel tabla tliplay, álbol gila dentlo de sacapuntas gigante, viluta de tlonco aplastada en glan plancha. En esa clase me enteré de que las vetas de la madera cuentan con detalle las aventuras de un periodo específico de tiempo del árbol. Me gustaba creer eso, que cada veta de mis tablas me contaba una historia distinta para no tener que pensar en la mía. El área de cada veta corresponde a un anillo del tronco, y cada anillo puede corresponder, aunque no exactamente, a un año de vida del árbol. Después supe que hay una ciencia que estudia eso. La dendrocronología puede calcular la edad de un tronco siguiendo, del centro hacia afuera, el crecimiento radial de los anillos que se dibujan en él. Me hubiera gustado ser dendrocronóloga. Pero en las tablas de triplay no se ve la edad de un árbol. El gran sacapuntas giratorio rebana el tronco con un ángulo inclinado. Ese corte en diagonal lo desordena todo: en cada viruta hay distintos momentos salteados de la vida del árbol, no una cronología lineal y mucho menos concéntrica.
Mifusama Suhomi nos dio un lápiz y un sacapuntas a cada uno. Luego de varios intentos dijo: Viluta pelfelta, ahola ustedes. Tenía la forma de un cono. Algo muy parecido a eso es lo que después se aplasta y se superpone para hacer una tabla de triplay. En el búnker tenía tres paneles de madera con el tiempo desordenado y superpuesto. Ojalá eso fuera posible: desordenar el tiempo. Me gustaría inventar una ciencia que investigue la forma en que una tabla de triplay desordena el tiempo. Sería útil mover de lugar el momento en que suceden algunas cosas, poner los finales al principio, por ejemplo (o en cualquier otro lugar). O el pasado en un futuro lo suficientemente lejano para que nunca lleguemos al momento de enfrentarlo. En este tipo de disertaciones se me iba la mañana.
En el diálogo interior todas las palabras regresan como boomerangs.
¿Tenía novia? Hecatombe interior. Después de comer, Alonso(A) se levantaba de la silla y me dejaba en la mesa con la promesa de volver, pero tardaba demasiado y Yo(Y) terminaba yéndome a casa. Al principio creí que estaba en el baño, después me di cuenta de que se encerraba a hablar por teléfono. Me armé de valor y le pregunté a Chema cómo se llamaba la novia de Alonso(A). Mayra(MY), con y griega, dijo sonriendo. Sentí feo porque esperaba otra respuesta. Disimulé. Alonso(A) y Yo(Y) nos contábamos muchas cosas pero no me había dicho nada de Mayra(MY).
Esto pensaba:
Pero la realidad es cruda:
Violeta era mi amiga desde la preparatoria. Fue una de las pocas personas con quien crucé palabra en esos meses. Tomaba una clase de oyente en la UNAM que era exactamente sobre el tema de su tesis. También pasaba mucho tiempo estudiando en la Biblioteca Central para su curso intensivo de chino en el CELE. Se le había metido en la cabeza hacer una maestría allá, pero le iba a tomar unos cuatro años aprender el idioma. Me invitó a acompañarla a la biblioteca porque estaba preocupada por mí. No tenía nada mejor que hacer en las tardes así que acepté.
Ella era la que hablaba, Yo(Y) no tenía ganas y, aún así, se las ingeniaba para convertir mi silencio en un rato agradable. No sé cómo me aguantó. A veces su novio también venía con nosotras. Eso era cómodo porque no me sentía culpable por no hablar. Él iba a la Biblioteca de Estéticas, estaba analizando un códice mixteco o zapoteco (nunca lo tuve muy claro) para su tesis de licenciatura. Solían discutir sobre mí. Yo(Y) asentía con la cabeza pero no entendía casi nada; de pronto “mi situación” parecía un pretexto para hablar de otros problemas, que no eran precisamente los míos.
Las primeras visitas a la Biblioteca Central me dediqué a hojear libros, baboseaba por los pasillos, subía y bajaba varias veces todos los pisos con la convicción de que podía encontrarme con algo, aunque no sabía exactamente qué. En