Götterdämerung. Mariela González

Götterdämerung - Mariela González


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       GÖTTERDÄMERUNG

      Autora: Mariela González

      Diseño y maquetación: Domi Vakero

      Primera edición: Julio 2018

      ISBN: 978-84-17649-49-4

      Producción del ebook: booqlab.com

      ©2018 Ediciones Héroes de Papel, S.L., sobre la presente edición

      P.I. PIBO. Avda. Camas, 1-3. Local 14. 41110 Bollullos de la Mitación (Sevilla)

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra:

      (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

       Para Ursula, por enseñarme los nombres del viento.

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      Aquel día me decidí por un borgoña, un Lamy-Pillot de 1788. Inspeccioné la tienda de Helmut varias veces (una sola vuelta no exigía más de cinco o seis pasos, después de todo), y opté por aceptar su recomendación. La insistencia del tendero era lo que me escamaba. La experiencia me decía que, si tanto interés tenía en deshacerse de aquel género, bien podía deberse a una procedencia poco lícita del mismo (o de las sustancias que contuviera en su interior).

      —No se arrepentirá, herr Gustavo—afirmó, envolviendo la botella en papel, al tiempo que mostraba una vez más la dificultad que entrañaba para él pronunciar mi nombre—. Un vino excelente, que le recordará a sus raíces mediterráneas. Nada mejor para una íntima velada.

      Sonreí por compromiso. No iba a molestarme en desmentir aquella suposición, aunque la velada que esperaba a aquella botella no tendría nada de íntima. Ni de halagüeña. Ni de velada, ya puestos.

      Recorrí la calle de vuelta al hostal. Debían de ser las nueve de la mañana, minuto más, minuto menos. La hora perfecta, en la que el sol saludaba aquella buhardilla miserable enroscándose entre los barrotes del único ventanal como una bailarina voluptuosa. Cada mohoso rincón de la habitación se desperezaba, cada sombra cobraba un interés efímero que en realidad no tenía. Era un cochambroso agujero en un destartalado edificio de la calle más anodina de Heidelberg. Pero para mi amigo Viktor representaba la quintaesencia del aliento de las musas. Jamás se había planteado, en todos aquellos años, cambiar de alojamiento, y tampoco parecía que la casera fuese a quejarse de obtener un ingreso constante por una habitación que se caía a pedazos.

      Lo encontré tal como esperaba, nada más abrir la puerta. Sobre el escritorio pegado a la pared de la derecha, hojas amarillentas arrugadas, un poema nonato desechado y perdido para siempre en el limbo de los versos. En el lienzo, frente a él, una pintura a medio hacer, formas abigarradas y oníricas, colores entremezclados sin coherencia, como espumarajos desordenados de su mente. Los símbolos claros del diletante que era: aunque se dedicaba sobre todo a la poesía, era un artista enardecido que saltaba de una disciplina a otra. Todavía en camisón, no se giró al escucharme entrar.

      —Y aquí regresa el conquistador. Silencioso asesino de corazones, fresco como la brisa que le preludia cada mañana —me saludó. Supe entonces que el poema fracasado no debía de haberle importado tanto, si la verborrea retórica y exagerada escapaba con tanta facilidad de sus labios, y el remordimiento por la charla que habíamos de mantener se acrecentó en mí—. ¿Una noche desenfrenada y una partida fugaz, amigo mío? ¿Tendré que volver a ocultarte de la ira de algún padre que pretenda cobrar con puños el precio de la honra de su hija?

      —Oh, no lo creo —respondí. Dejé el vino sobre la mesa e intenté mostrar el mismo entusiasmo que él, aunque no era fácil: nunca he conocido a nadie que se despierte con tanta vitalidad—. Pero fue una noche interesante, la verdad. Me encontré con unos viejos conocidos en la taberna y decidí unirme a una partida de dados. Después me invitaron a unas copas y… ¡Ah! —exclamé, dando una palmada, como si acabara de recordarlo—. No te vas a creer lo que sucedió. Curioso, ya verás.

      Mis dotes de actuación cuentan con un ámbito muy limitado. Suelen tener buen efecto en el sector femenino, claro que entonces ayudan mi sonrisa radiante, mi cabello ensortijado, la cuidada perilla de buen caballero y puede que alguna dosis de embriaguez mental provocada por el Glamerye. Pero nada de eso funciona con Vik, a menos que te llames Erin, tengas la mirada de una mañana escocesa y una larga historia que ya os contaré en otro momento.

      Así que mis palabras causaron el resultado opuesto al que deseaba. De pronto, Viktor dejó de mirar el lienzo y ladeó la cabeza. Su ojo azul se volvió despacio hacia mí. Casi pude notar el ojo derecho atravesar el parche y abrasarme. Las cejas rubias dibujaron el arco del creciente enfado en su rostro.

      —Gustavo —habló, despacio—. No habrás vuelto a perder por ahí mi alma, ¿verdad?

      En fin, a mí me costaba aprender la lección, pero os la dejaré clara a vosotros: jamás intentéis mentirle a alguien que tiene vuestro corazón incrustado en su cuerpo.

      ****

      —«Accidente» —corregí—. La palabra clave es «accidente». Y la historia puede resultar hasta divertida, ya lo verás. Te la contaré mientras disfrutamos de este borgoña maravilloso que te he traído…

      —¡Y encima vino! ¡Para desayunar! —Viktor alzó los brazos en una pose dramática: el pincel que sostenía en la mano derecha salió disparado a su espalda—. Tendría que haberlo supuesto nada más verte entrar. ¿Por qué, en nombre de todo lo sagrado, no puedes apostar con otra cosa? ¿Dinero de verdad? ¿Joyas? ¿Glamerye? ¿Pelo del culo de un centauro? ¿Por qué mi maldita alma?

      —Primero, Viktor, deberías apuntar estos diálogos y volver a intentar terminar aquella obra de teatro. En serio. Segundo —la cara de mi compañero adquiría un tono que podía rivalizar con mi borgoña—, no tienes que alarmarte tanto. No está perdida. No como en aquel desafortunado incidente del trol y el puente, en el Rín. Cómo nos reímos, ¿eh? Pero aquello salió bien, ¿verdad? Y esta vez será más fácil de recuperar.

      —Dime que no ha sido culpa del tarro —rogó Viktor, cerrando los ojos y estirando el cuello.

      Siguió a tales palabras un incómodo silencio, que decidí romper al cabo de unos segundos del único modo posible. Descorché la botella y le di un largo trago. Si había algo en ella que pudiera matarme, mejor que fuera cuanto antes.

      Y ahora es cuando os explico por qué tenía el alma de Viktor guardada en un tarro de judías.

      Hay muchas posibilidades de que dos borrachos se encuentren en una noche cualquiera, en la parte de atrás de una taberna, para compartir ese incómodo e inevitable momento de intimidad masculina que acarrea el llevar demasiado líquido en la vejiga. En Heidelberg, en los tiempos que corren, también hay muchas posibilidades de que uno de ellos sea un poeta fracasado, aquejado de un amor imposible, cuyas dolorosas ascuas espera poder apagar con cerveza. Pero hay menos probabilidades de que el otro sea un trasgo de Galiza, escondido en su Sayo con la apariencia de un ser humano corriente (aunque no poco atractivo). Ese último soy yo, por si no había quedado claro.

      Nos saludamos con un cabeceo y un gruñido, y nos concentramos cada uno en nuestra tarea, a una distancia prudencial.


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